La preparación necesaria de los jóvenes para el ministerio

Públicado originalmente en 1910 en El Cristiano Bautista.

Antes de entrar en el asunto bueno no sería que preguntásemos, ¿Cuál es el fin que persigue la vida ministerial? Porque del ideal depende el carácter de la preparación, es decir, si tenemos bajos ideales la preparación será de la misma índole. Nuestro ideal no es de los griegos y romanos de la antiguedad. La mira más alta de ellos era la de la conquista, su ideal la superioridad. Tampoco es nuestro ideal el de los monjes de la edad media. Su ideal era el de la represión de todas las pasiones y de la práctica de la virtud en particular. Los antigüos procuraban desarrollarse intelectual y corporalmente de tal manera que pudiesen dominar a todas las naciones circunvecinas. Los monjes pensaron dominarse a sí mismos de tal manera que pudiesen agradar a Dios.

El ideal nuestro encierra en sí todas las buenas calidades de los anteriores y aún más. El ideal del ministro del evangelio se halla en las palabras de Cristo donde dice: «El Hijo del hombre no vino para ser servido sino para servir.» Marcos 10:45. El ministro es un siervo de Dios y de la humanidad y toda su preparación debe hacerse de tal manera que pueda conseguir éxito en este servicio. Uno de los papas dijo de sí mismo que era el siervo de los siervos de Dios, servus servorum Dei, y lo que él dijo de sí con su orgullo desenfrenado, nosotros debemos serlo con toda humildad.

Ahora, ¿cuál es la preparación necesaria para que el ministro sea un siervo útil? Haremos tres divisiones del asunto, (1) Lo que Dios hace para preparar al joven, (2) Lo que los hermanos pueden hacer, (3) Lo que el joven tiene que hacer para sí y por sí mismo.

Lo que Dios hace para preparar al joven para el ministerio

1. El dar vida al alma es obra divina, el hombre no puede hacerlo por sí mismo, ni pueden otros dársela, «Y a vosotros os dio vida, estando muertos en vuestros pecados y delitos,» Efe. 2:1. «El Hijo a los que quiere da vida», Juan 5:21. «El Espíritu es el que da vida,» Juan 6:63. Que la posesión de la vida espiritual es una parte de la preparación para el ministerio, se deja ver desde luego. ¿Cómo puede uno, muerto en sus pecados o iniquidades, anunciar con gozo y alegría que Cristo ha venido a salvar a los pecadores? En nuestros días no es asunto discutible que el ministro del evangelio deba ser hombre convertido, pero hace algunos años en algunas grupos de los Protestantes el ministro convertido era una ave rara. Lamentables eran las consecuencias de dicho error. Los sermones eran ensayos sobre la moral, la política, la agricultura u otros temas semejantes; las congregaciones no recibían ningún bien de sus ministros y los hombres pensadores creían que el cristianismo ya había entrado en decadencia. En aquellos tiempos tan amargos, Dios se acordó de su pueblo y dio vida espiritual a los hermanos Wesley y a Whitefield para que fuesen heraldos de una época nueva en la historia del Cristianismo.

Si un hombre está pensando en hacerse ministro, debe examinar su propia alma para ver si tiene esta vida espiritual, y si no la tiene debe buscarla en aquella «fuente de la vida eterna,» Jesucristo.

2. El llamar al joven convertido al ministerio es, también, obra divina. Lástima es que haya personas que consideran el ministerio como cualquier profesión humana.

Hablando del sacerdocio, el autor de la carta a los Hebreos, dice: «Ni nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado de Dios, como lo fue Aarón.» El sacerdocio no es el ministerio, pero es igualmente importante, y los apóstoles y predicadores del Nuevo Testamento fueron llamados, y sin tal llamamiento, ningún joven, por bueno que sea, está en condiciones de emprender la obra importantísima del ministerio. El apóstol Pablo dijo: «¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!» El que puede contentarse en otra profesión, seguramente no es llamado al ministerio. Un requisito para ser predicador es sentir hondamente el «ay» apostólico.

Ahora bien, hay entre los evangélicos una tendencia a considerar la educación cristiana, es decir, educación en escuelas cristianas, como conversión y vocación divinas. Ejemplo: cierto padre quiso que fuesen bautizados sus dos hijos para que entrasen en un colegio cristiano. Si éste es el ideal de los padres, ¿cuál será el de los hijos?

3. A sus discípulos Cristo dijo que no saliesen de Jerusalén hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. El ser bautizado en el Espíritu Santo es muy necesario para el joven ministro y Dios es el único que está autorizado para administrar tal bautismo.

Lo que los hermanos pueden hacer por el joven ya convertido y llamado al ministerio

1. Pueden y deben animarle a que siga su carrera sagrada.

El que esto escribe recuerda bien las exhortaciones de los buenos hermanos en una iglesia rural en los Estados Unidos; hablaban con tanta ternura y simpatía que era imposible ocultarles las convicciones referentes al ministerio; era imposible dejar de hacer lo que el Espíritu de Dios exigía. Quizás en todas las iglesias hay jóvenes que deben consagrarse al ministerio, y por la timidez no manifiestan sus deseos. No es posible que nosotros llamemos a uno al trabajo ministerial; pero sí, es posible, por medio del amor y de la simpatía, hacer que el llamado lo manifieste.

2. Es el deber de los hermanos establecer y sostener escuelas para la educación de los jóvenes ministros.

La educación literaria y científica del ministro no debe ser menos liberal que la de los médicos, abogados, profesores e ingenieros, y por lo tanto no debemos olvidar la suma importancia del colegio preparatorio aún para los jóvenes ministros.

Además, el ministro debe ser instruido, educado, preparado, especialmente para la obra sagrada. Su obra es traer las almas a Cristo Jesús y efectuar el desarrollo espiritual de los miembros de las iglesias. Bien ha dicho el Presidente Crannell del Seminario Teológico de Kansas City «El ministro trata de intereses de más peso, de fuerzas más poderosas y sutiles, de valores más grandes, de situaciones más difíciles e intrincadas que los de cualquier otra profesión. Por difíciles y delicadas que sean las tareas de otros, las del ministro son incomparablemente mayores.» Siendo esto así, cuán necesario es que el joven tenga, cuando menos, la oportunidad de estudiar.

El ministro debe de saber la Biblia desde el Génesis hasta Apocalipsis. Preciso es que sepa la historia bíblica. De los pasajes difíciles de interpretación debe saber la de mayor aceptación. Buena sería si pudiera citar capítulos y libros enteros del texto sagrado.

La teología dogmática es de suma importancia para el ministro. Si el predicador no sabe combinar de alguna manera en un sistema las verdades sacadas de la Biblia, caerá en mil errores a inconsecuencias. Las bases filosóficas de las doctrinas son importantísimas para el ministro, aunque no es necesario que él hable mucho de la filosofía.

El estudio de la historia eclesiástica da al ministro mucho material que puede servir de ilustración en sus sermones y a la vez le da más luces sobre el desarrollo del cristianismo hasta nuestros días.

El estudio del Nuevo Testamento en el original griego sería de mucho provecho a todos los jóvenes predicadores, y debe haber clases de dicho idioma en nuestros seminarios.

Por supuesto el ministro debe ser muy diestro en el arte de hacer sermones. Digo, «por supuesto», y sin embargo, no hay quien los haga como deben hacerse. Ahora no hablo de la retórica, sino de la retórica sagrada, es decir, la homilética. Para hacer sermones, el ministro debe saber a fondo las materias susodichas y además de éstas ha de saber presentarlas a cualquier auditorio de tal manera, que los oyentes no puedan menos que entenderlas y creerlas. Este es el arte de hacer sermones.

Es deber del ministro dirigir los negocios de la iglesia, y, por lo tanto, debe estar bajo la instrucción de un ministro que ya sabe hacerlo.

De lo que se ha dicho se ve muy a las claras la necesidad de establecer y sostener escuelas para nuestros jóvenes ministros: pero hay otra cosa de igual importancia, y es:

3. Ayudar pecuniariamente a los jóvenes estudiantes. Cada iglesia, que tenga jóvenes en los colegios o seminarios, debe esforzarse para el sostenimiento de ellos, dado el caso que no lo puedan hacer de por sí. Y si no podemos cumplir este deber, no hemos hecho todo lo que está de nuestra parte.

Lo que el joven tiene que hacer por sí y para sí mismo

1. Debe estar pronto para hacer los sacrificios indispensables a fin de obtener una educación adecuada. Pocos son los jóvenes que poseen comodidad suficiente para educarse sin hacer sacrificios. Hay que despojarse de todo lo que pueda estorbar; hay que trabajar incesamente, obrar para vestirse y ganar la vida, obrar para preparar las clases; año tras año tiene que pasar así, luchando, sufriendo. Nosotros que hemos pasado por este camino, sabemos lo que hablamos. Conozco a un joven mexicano, en el extranjero, que trabajaba mecánicamente en lo que se le presenta para realizar de esta manera sus deseos de educarse y entrar al ministerio.

Me atrevo a decir que si un joven no se manifiesta dispuesto a sufrir algo para obtener una educación, es signo de que les faltan las cualidades necesarias para que sea un buen ministro del Evangelio. Los años trabajosos en el colegio o seminario son el crisol en que los jóvenes ministros desechan la escoria y sacan a luz los metales refinados de su carácter. El heroísmo y la abnegación se cultivan en los días de pruebas y dolor.

2. El joven ministro tiene que llevar una vida buena, intachable. A Timoteo, su hijo en el evangelio, Pablo dice: «Huye también los deseos juveniles; y sigue la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón.» 2 Timoteo 2:22

Error muy grave es el pensar que el joven ministro, por ser joven, pueda apartarse de los caminos de la rectitud y de la buena moral. Habiéndose corrompido las costumbres irá de mal en peor y al salir del colegio, a despecho de haber recibido la mejor instrucción intelectual, será un hombre débil y sin poder espiritual. No puedo menos que citar sobre este asunto las palabras de un autor bien conocido en esta República. Dice: «Además de las cualidades generales a todo orador ha de tener quien al púlpito se consagra, un profundo conocimiento de la teología, la historia sagrada, y también en la literatura y autores profanos para dar propiedad, colorido, vigor y belleza a su estilo. Indispensables son tales requisitos para quien aspire a tener buen resultado de sus sermones; pero más indispensable todavía es una virtud sólida y grande, una caridad ardientísima y abnegación y desinterés a toda prueba. Porque el ejemplo es una palabra infatigable y continua, que habla más y mejor que cuantos discursos puedan imaginarse. No alcanzan a suplir su falta el talento, el saber, ni las más brillantes dotes oratorias. Los oyentes comparan en su interior las máximas y la conducta de quien los exhorta; y si no las encuentran conformes, desconfían de él y le miran como un actor que desempeña con más o menos habilidad el papel que se le ha encomendado. Por el contrario, una creencia firmísima acompañada de intachables costumbres, puede obrar grandes prodigios». Muy cierto es todo lo que acaba de decirse, pero si el joven ministro cree que puede llevar una vida relajada en la escuela y consagrarse a Dios después de salir de ella, está muy equivocado, porque el ministro será lo que el joven ha sido. El tiempo oportuno para hacer votos de consagración y para llevar al terreno de la práctica todos los santos ideales, es cuando el joven se encuentra en medio de la lucha entre carne y espíritu, en el tiempo de las tentaciones y los sufrimientos. Y no hay que olvidar la promesa del Señor a los apóstoles, «Yo estoy con vosotros todos los días.»

¡Jóvenes, no seáis desobedientes a la visión celestial, sino consagrados al servicio de Dios y de la pobre humanidad!

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