Los extremos de Dios

Te invito a pensar conmigo un poco sobre un tema que va a estirar tu mente.  Se trata de lo que los teólogos llaman la infinidad de Dios.  Por eso, ellos quieren decir que Dos es sin límites, inmensurable e inagotable.  Es imposible comprender la grandeza de Dios.  Romanos 11:33 dice: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!”

Dios es omnipresente, o sea está en todas partes.  Jeremías 23:23-24 dice: “¿Soy yo Dios de cerca solamente, dice Jehová, y no Dios desde muy lejos?  ¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea?  ¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?” Dios es capaz de ser tan pequeño que él puede entrar en mi corazón, pero a la vez, es tan grande que tiene su trono en los cielos y usa la tierra como el estrado de sus pies (Mateo 5:34-35).

En especial, quiero llamar a su atención la infinidad del amor de Dios y la de su ira.  I Juan 4:8 dice “Dios es amor”.  Leemos esto y decimos “Gracias a Dios”.  La verdad es que no hay forma de comprender todo lo que está incluido en esta corta declaración.  El versículo más bien conocido en la Biblia dice “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dada a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.  Romanos 5:10 nos da otra vislumbre de la grandeza del amor de Dios: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. La medida del amor de Dios que disfrutamos en esta vida depende de nuestra voluntad en someternos a él.  Desafortunadamente, el espíritu del hombre tiende a rebelarse en contra de Dios.  El Apóstol Pablo lo expresa así: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley; que el mal está en mí.  Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de me mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.  ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?  Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.  Así que, yo mismo con la mente siervo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Romanos 7:21-25).  La medida del amor de Dios que experimentamos es según la ley de Lucas 6:38: “Dad y se os dará; medida buena, apretado, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir”.  En los cielos el creyente experimentará otra dimensión del amor de Dios.  No estoy seguro si aún allá llegaremos a conocer el extremo del amor de Dios.

De igual manera la ira de Dios es infinita.  No podemos poner límites sobre Dios.  Como el amor de Dios es sin límites, así es también con su ira.  Algunos preguntan, “¿Cómo es que un Dios de amor puede enviar a alguien a sufrir en el infierno?”  Para contestar esta pregunta, quiero proponer una ilustración.  Supongamos que un hombre rico tiene dos hijos.  Un hijo tiene una relación íntima con su papá.  Muy a menudo hacen cosas juntas.  Al contrario, sin una buena razón, el otro hijo se pone rebelde en contra de su papá.  Hace algunos años que él no ha tenido comunión con su papá.  El padre toma la decisión a dejar en testamento todos sus bienes al hijo que quedó a su lado.  ¿Hizo mal el hombre?  ¿Quién tuvo la culpa?  ¿No era el hijo rebelde?  Es así también con el amor de Dios.  Si el hombre rechaza el amor de Dios y sufre el castigo eterna, no tiene que echar la culpa sobre Dios.  Juan 1:12 dice: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.  Es infinitamente grande lo que está incluido en el hecho de ser un hijo de Dios.

Es para el hombre elegir entre un amor infinito y un castigo que es igualmente infinito.  Deuteronomio 30:19-20 dice: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días; a fin de que habites sobre la tierra que juró Jehová a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob, que les había de dar”.

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