El Poder del Amor (bosquejo)

“Porque el amor de Cristo nos constriñe.” II Cor. 5:14

Las palabras de este texto nos dan la clave de la vida más notable habida en el mundo desde los días de Jesucristo. Nos hace entrar en el secreto más recóndito de la vida de Pablo, el más grande de los apóstoles.

Este gran siervo de Dios fue movido y gobernado por una fuerza superior que le capacitaba para ir de ciudad en ciudad, entre peligros en tierra y agua, sufriendo trabajos y soportando insultos, trabajando en cada lugar, de día haciendo tiendas según su oficio, y predicando, quizá, todas las noches en la plaza; luego, en el día séptimo, entraba en la sinagoga de los judíos y mostraba por las Escrituras que Jesús es el Cristo, mirando muchas veces rechazado su mensaje, arrojado de la sinagoga, llevado a las autoridades por algún cargo falso que daba por resultado a veces que fuera azotado públicamente, y otras ser echado fuera de la ciudad, perdiendo probablemente lo poco de bienes terrenos que poseía.

Sin embargo, poco después lo vemos con sus compañeros entrar a otra ciudad en nada desanimados, principiando de nuevo a predicar a Cristo para alcanzar el mismo tratamiento.

¿Qué fue lo que capacitó a este siervo de Cristo para sufrir pacientemente aflicciones, contratiempos, azotes y prisiones, y aun así poder cantar alabanzas a Dios en la media noche, teniendo los pies en el cepo, en un calabozo infecto y con las espaldas chorreando sangre? Si a Pablo se le hubiera hecho esta pregunta, sin duda habría contestado: “El amor de Cristo me constriñe.”

I. El Amor de Cristo Descrito

Pongamos el énfasis en la palabra debida de nuestro texto: la palabra “de.” Pablo no está hablando de su amor “para” Cristo, sino del amor “de” Cristo en él, gobernando su vida y guiando sus acciones; en otras palabras, era el “amor de Cristo” que moraba en él.

Este “amor de Cristo” es una planta de renombre; nunca crece en los corazones no regenerados. Viene de arriba, y nunca puede generarse en el corazón humano.

Era y es el amor de Dios que brota del corazón de Cristo. El mundo nunca lo ha entendido, mucho menos lo ha sabido apreciar.

Una vez un ministro estaba en su estudio esperando a los que quisieran ir a consultarle sus dificultades espirituales. Sólo uno se presentó. ¿Cuál es vuestra dificultad?” preguntó el ministro.

—Mi dificultad, contestó el hombre, la encuentro en este versículo del nueve de Romanos, que dice: “A Jacob amé, más a Esaú aborrecí.”

—Sí, dijo el ministro, —hay una gran dificultad en este versículo; pero ¿en qué parte del versículo está?

—En la última parte, por supuesto, contestó el hombre, pues no puedo entender por qué Dios aborreció a Esaú.

El ministro dijo entonces: —También a mí me ha parecido siempre dificultoso este versículo, pero en su primera parte. No he podido entender cómo pudo amar Dios a un hombre como Jacob.

En el capítulo trece de la primera a los Corintios la pluma de Pablo escribe la exposición que el Espíritu Santo hace del “Amor de Cristo.” Léase cuidadosamente del verso 4 al 8. El amor descrito allí nunca se ha encontrado sino en el corazón de Cristo, y en el corazón de aquel donde Cristo mora en plenitud.

¿Conocemos la significación del término “Amor de Cristo?”

1. Se sacrifica a sí mismo.

Ese es su carácter. “Porque sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Cor. 8:9).

2. Es de una humildad divina.

“El cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios: sin embargo, se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8).

3. Marcos nos habla de ese amor que se olvidaba de sí mismo, tan ocupado en ministrar a las necesidades de los demás, que no se dejaba tiempo para comer y dormir. Mar. 6:31, 46.

4. También vemos la paciencia de ese amor en su manera de tratar a Judas el traidor.

Aun cuando al escoger a Judas supo que al fin le traicionaría, nunca descubrió este hecho a alguno de los discípulos, ni trató a Judas de distinta manera que a los otros, al contrario, le concedió el honor de que fuera el tesorero de la compañía. Juan 13:29.

5. Todo lo sufre.

“Quien cuando le maldecían, no retornaba maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino remitía la causa al que juzga justamente.” (1 Ped. 2:23).

Sólo el amor de Cristo es el que puede capacitarnos a mí y a vosotros para sufrir el mal sin amenazar, y a guardar silencio bajo el insulto.

Ese amor se manifestó en la cruz, amando no solamente a los suyos hasta la muerte, sino que en la hora suprema de la agonía, en vez de pensar en sí, pensaba en otros, orando por los que le crucificaron, diciendo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.” Luc. 23:34.

6. Una cosa más — “El Amor nunca deja de ser.” Su amor no se acaba.

“Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, amólos hasta el fin.” Juan 13:1. En la hora suprema todos ellos lo abandonaron, más él no dejó de amarlos.

II. El Amor de Cristo Impartido

Quizá alguien dirá: “Pero tal amor sólo puede ser encontrado en Cristo Jesús, y ningún otro lo ha experimentado.”

¿Qué haremos entonces con estas palabras del Señor? “Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.” (Juan 15:2). Y otra vez: “Un mandamiento nuevo os doy. Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos a los otros.” (Juan 13:34, 35). Si estos versículos significan algo, seguramente que quieren decir que el Señor espera que los creyentes manifiesten los unos a los otros el mismo amor que él nos ha manifestado, un amor que ama hasta la muerte.

Hemos de estar seguros de que el Señor nunca presentará a su pueblo un tipo de conducta, o pedirá de ellos una experiencia que él no haga posible en sus vidas.

El “Amor de Cristo” no es nuestro por cultivo, sino que es impartido. Permitidme llamar vuestra atención a dos pasajes de la Escritura que prueban especialmente esto: “El amor de Dios está derramando en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado.” (Rom. 5:5). “Corroborados con potencia en el hombre interior por su Espíritu. Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones; para que, arraigados y fundados en amor.” (Efe. 3:16, 17).

No podemos tener el amor de Cristo sin la vida de Cristo, porque el amor de Cristo brota del Cristo vivo que habita dentro del pecho del creyente. La misión del Espíritu que vive en el creyente, es hacer al Cristo vivo una realidad para el creyente, y manifestar, una vez que hemos cedido a su gobierno, el amor de Cristo en nuestra vida y acciones.

La primera mujer que en Burma aceptó a Cristo bajo el ministerio de Adoniram Judson y su esposa, aunque apenas estaba recién convertida, dijo un día al Sr. Judson: “Estoy sorprendida de encontrar que esta religión de Jesús ha hecho tal efecto en mi mente y corazón; ha hecho que yo ame a los discípulos de Cristo más que a las relaciones naturales que me son más caras.” Esto fue para ella y los misioneros una evidencia de que la vida nueva de Cristo estaba en ella, 1 Juan 3:14.

Así, pues, el “Amor de Cristo” no es una adquisición, una condición de corazón o vida que pueda adquirirse por imitación o cultivo. Este amor es la “Fuente de vida” plantada en el corazón por el Espíritu Santo, sin la cual como hombre natural no podré amar ni aun a los hijos de Dios, mucho menos a los pecadores.

III. El Amor de Cristo Manifestado

El mundo está tan dominado y gobernado por el espíritu de orgullo, egoísmo, lujuria y odio, que no siente gusto por el amor de Dios que se manifiesta en humildad, dulzura y sacrificio de sí mismo en favor de otros. Ese amor es tan contrario al espíritu que anima al mundo, que lo resistirá, se opondrá a él y aun procurará destruirlo. El mundo expresó su odio al amor de Dios cuando crucificó al Hijo de Dios entre dos ladrones.

Cristo fue la encarnación del amor, sin embargo, el mundo no tuvo otro lugar para él sino la cruz.

Sí, el amor de Dios se manifestó en toda su perfección en Cristo bendito, y con todo; sin embargo, nótese cómo lo consideraron los hombres. En el capítulo tres de Marcos tenemos una ilustración de esto.

Del versículo seis aprendemos que los fariseos lo consideraron como un transgresor de la ley. En el versículo veintidós encontramos que los escribas pensaron que estaba poseído del demonio. Los suyos creyeron que estaba loco. Sus parientes quisieron prenderle.

La multitud no era atraída hacia él porque fuera una manifestación maravillosa del amor divino, sino por los beneficios de curación corporal que recibían de su mano.

El amor de Cristo constriñó a Pablo para que recorriera el mismo camino que su Maestro, y no debemos admirarnos de que haya encontrado la misma recepción —azotes, prisiones, aflicciones, contrariedades, y finalmente la muerte por el martirio.

El Espíritu Santo indica en II. Cor. 4:10 el secreto de esta manifestación — “Llevando siempre por todas partes la muerte de Jesús en el cuerpo, para que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestros cuerpos”.

¡Qué gracia tan maravillosa! Estos cuerpos nuestros, que fueron en un tiempo instrumentos y siervos del pecado, ahora, poseídos por el Señor, serán el medio por el cual él mostrará la potencia de su amor.

Nuestra responsabilidad, entonces, es dar expresión a Cristo, mostrar su amor.

Entrando en esta nueva relación, por el nuevo nacimiento, Cristo, por el Espíritu Santo hace su habitación en mí para mostrar su amor por medio de mí a un mundo que perece.

1. El amor de Cristo en nuestra vida se manifestará primeramente en la unidad del pueblo de Dios.

El amor hacia los otros creyentes no solamente es la evidencia prima facie de que poseemos la vida nueva, (1 Juan 3:14), sino también convencerá al mundo del carácter sobrenatural de nuestra religión. “Como tú, ¡oh Padre! en mí, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa, como también nosotros somos una cosa” (Juan 17:21).

El argumento incontrovertible para el escéptico y mundano, de que el Cristianismo es de Dios, y que Cristo salva, es que los creyentes estén unidos por el amor. Una iglesia unida, donde cada miembro ama al otro, hará más para producir la convicción en una comunidad, que millares de disertaciones sobre la Biblia o el Cristianismo.

El secreto de la unidad del imperio británico durante la guerra no fue debido a su poderosa escuadra para obligar a todas las colonias. El secreto de su unidad estuvo en el ideal común que los unía, así que ni Canadá ni Australia fueron obligadas, ni aun siquiera se les pidió que ayudaran; lo hicieron voluntariamente.

Así, el secreto de la unidad cristiana no está en nuestras organizaciones modernas, de las que tenemos muchas, ni en alianzas nuevas con pactos y compromisos, sino en dejar el camino franco al amor de Cristo. No es de admirarse que haya tan poca convicción entre los pecadores en nuestros días, cuando los que somos cristianos dejamos que se manifieste más nuestro yo que Cristo.

Si el mundo ha de creer que somos uno en Cristo, ha de ser porque vea que el amor a otros brota de nuestro corazón, lo mismo que al mundo perdido.

2. Este amor se mostrará también en el derramamiento de vida para la salvación de otros.

Uno de los cirujanos que fueron al frente durante la última guerra era un doctor cristiano llamado Rankin. Sirviendo en un hospital de emergencia cerca de la línea del frente, fue herido una mañana en un muslo, y no quiso atender su herida hasta que curó a todos los heridos que tenía delante. Terminó a las once de la noche, y cuando quiso atender su propia herida ya era demasiado tarde; estaba infectada y murió a los tres días. Alguien diría: “El cuidado de sí en este caso hubiera significado vida más larga para curar a otros.” Sí, es verdad, pero es un gran ejemplo de olvido de sí mismo por la salvación de otros.

Pablo podía haberse retirado a Tarso, su antiguo hogar, después de salir de su primera prisión, y allí hubiera pasado el resto de sus días tranquilo y en paz, y nadie lo hubiera censurado por ello; pero el amor de Cristo lo constreñía, y continuó derramando su vida en el servicio del Evangelio hasta su muerte. Fil. 2:17.

3. Finalmente, el amor de Cristo en nosotros nos capacita para intentar y realizar cualquier sacrificio por amor al Evangelio.

George Atley, un joven inglés, fue al África para predicar el Evangelio de la gracia de Dios a los paganos que perecían.

Un día salió con su rifle con el objeto de divertirse en la caza y fue atacado por una partida de salvajes. Su rifle estaba cargado con diez cartuchos, con los que hubiera podido acabar a los atacantes. En propia defensa podía haber matado a algunos, y el resto habría huido; nadie lo hubiera censurado. Pero él comprendió la situación inmediatamente, y comprendió que si mataba a alguno, la causa de Cristo y de su Evangelio habrían sufrido, y esto era peor que perder la vida. Tiró lejos de sí el rifle y murió como mártir.

Este fue el espíritu que animó a Pablo y así lo dijo a la iglesia de Efeso al despedirse: “Ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús.” (Hch. 20:24).

En estos días oímos hablar mucho en algunos círculos del amor hacia Dios y hacia el prójimo —esta es la religión del mundo; amor de al hombre, expresado en varias empresas filantrópicas; dando de nuestra abundancia; pero el amor de Cristo el amor que fue a la cruz por el bien de un mundo pecador, se manifiesta en el sacrificio en favor de los que perecen, para que el Evangelio llegue a ellos.

IV. El Amor de Cristo Recompensado

¿El amor de Cristo nos moverá a servir por la recompensa solamente? No, porque el verdadero siervo de Cristo no sirve solamente por la paga.

El que está animado en el servicio por el amor de Cristo, trabaja y se sacrifica, hallando recompensa amplia en el gozo de la comunión continua con su Señor, y en el gozo excesivo que siente al llevar a sus prójimos al conocimiento de la verdad como es en Cristo Jesús, y en verlos libres del dominio del pecado y de Satán.

En una de las conferencias del Sr. Moody un misionero de África refirió una historia muy conmovedora. Comenzó el trabajo en aquella región abandonada con varios compañeros tan entusiastas como él; pero uno tras otro fueron abatidos por el clima mortífero. Tres fueron sepultados; los otros buscaron la costa y regresaron. El misionero que contaba la historia quedó entre aquellos centenares de millares de hombres que no habían oído hablar de Dios. Repetidas veces cruzó aquellas tierras cálidas con la lengua pegada al paladar. Treinta veces fue atacado de la fiebre; los leones lo atacaron, los naturales le pusieron emboscadas; fue obligado a comer cualquier cosa, aun hormigas y rinoceronte. Después de referir esa vida de soledad y sufrimiento, la gente le dijo: “Con cuánto gusto habréis vuelto a vuestra tierra, y estando aquí no pensaréis más en volver allá.”

Su respuesta fue: “Yo conozco la alegría de andar con Cristo en medio de esos sufrimientos, y estoy listo para volver para disfrutar nuevamente el gozo de dar a conocer al Salvador a aquellas gentes.”

El amor de Cristo lo constreñía, y convertía para él el desierto en jardín por la presencia del Señor.

Que el amor de Cristo gobierne e impulse nuestra vida.

El Mundo Cristiano, 1924

 

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