Betania, la pequeña aldea salpicada de palmeras de dátiles, situada a tres kilómetros de Jerusalén, se veía muy animada con una multitud de peregrinos que, procedentes de Jericó y otras ciudades, esperaban seguir su camino hacia Jerusalén a fin de estar en la Pascua. Betania se había transformado en un abigarrado campamento.
Faltaban seis días para la Pascua; Jesús también había llegado por el camino de Jericó con sus doce discípulos, y uno de los vecinos de la aldea, un hombre respetable a quien llamaban Simón el Leproso, lo había invitado a posar en su casa. Tal vez Simón había sido leproso, y Jesús lo había sanado.
Todos los vecinos de Betania acudieron a dar la bienvenida al Maestro de Nazaret, pero especialmente Lázaro, Marta y María, no sabían cómo manifestar su amor a su bienhechor. ¿Cómo pagar su deuda de gratitud al que había resucitado a Lázaro?
En un amplio aposento de la casa de Simón se sirvió la cena a Jesús y sus discípulos. Lázaro también era uno de los comensales. Según la costumbre oriental, todos yacían recostados sobre mullidos lechos, apoyados en el codo izquierdo, y con la cabeza en dirección de la mesa. Marta, solícita como siempre, servía los alimentos: leche, pan, mantequilla, frutas secas y mosto.
El Maestro dirigía la conversación sobre la próxima Pascua. Lázaro expresaba en frases sinceras su gratitud a Jesús, cuando María apareció y silenciosamente se aproximó a Jesús y derramó sobre su cabeza y sus pies una libra de perfume de nardo puro de gran precio. En seguida desató su abundante y sedosa cabellera, y con ella enjugó los pies de su Señor, esos pies que se habían fatigado en el camino seco y pedregoso que sube de Jericó a Jerusalén. Todo el aposento se llenó del olor del perfume. María expresaba de ese bello modo su profunda gratitud al Autor de la vida de su hermano.
Aquel bellísimo cuadro hubiera dejado en todos los presentes toda su delicada poesía oriental, a no haber estado allí Judas, el que iba a entregar a Jesús. Judas juzgó aquel acto como un despilfarro de dinero. ¿Por qué no se vendió este perfume por trescientos denarios y se dio a los pobres? Dijo el discípulo ladrón.
Indignado Jesús, le respondió con estas palabras: “Déjala. ¿Por qué la molestas? Se ha anticipado a ungir mi cuerpo para mi sepultura.” Y como si hubiera querido borrar la mala impresión que las palabras de Judas debieron causar en el corazón delicado de María, agregó: “En verdad os digo, que dondequiera que el evangelio fuere predicado en todo el mundo, lo que ha hecho esta mujer se contará para memoria de ella.”
Imaginaos la dicha de María al oír las palabras de Jesús. Ella sólo había pensado expresar su gratitud al Maestro. Pero no se imaginaba que su acción se recordaría por miles de años. ¡Cuán ricamente correspondía Jesús a esa manifestación de amor! La fragancia de su perfume iría siempre con el evangelio de su Señor a todas partes. Y así ha sucedido.
Pero allí estaba Judas, el tipo de la ingratitud y la traición. Judas había recibido innumerables beneficios del Maestro: había visto y oído lo que muchos reyes y profetas habían anhelado ver y, sin embargo, Judas no guardaba en su corazón ni pizca de amor para su Señor. En vez de amor, tenía ambiciones insaciables de dinero; y por el dinero iba a vender a su Maestro. ¡Oh miserable Judas! ¡Por qué no te arrepentiste de tus negros proyectos al ver cómo aquella bendita mujer derramaba a los pies de Jesús un valioso perfume! ¿No sentiste vergüenza al ver aquel corazón lleno de amor y gratitud?
He aquí un cuadro de luz y de sombra, que se proyecta por el mundo. María, con su precioso perfume, es la luz que se difunde por el mundo para encabezar los beneficios de Cristo. Judas, con su insaciable codicia, es la oscuridad terrible que pretende ahogar los buenos sentimientos que despierta Jesús.
Por dondequiera que el evangelio de Jesús se ha predicado, se han levantado millares de almas y se han acercado a Jesús ofreciéndole sus bienes y su amor en fragantes perfumes.
Y otras almas, como Judas, simulando amor a los pobres, se han apoderado de incontables riquezas y han traicionado a Jesús.
Observa, querido lector, cómo muchos que, como Judas, parecen ministros de Jesucristo, en verdad son ambiciosos que roban todo lo que pueden; y calumnian a los que verdaderamente aman a Jesús.
La codicia insaciable reina en todas partes, encubierta con el antifaz del amor a los pobres. El mundo sufre por falta de amor. Siempre hay pobres, porque siempre hay ladrones. ¿Sería más poderosa la codicia de Judas que el amor y la gratitud de María? No. La escena de Betania es una profecía consoladora.
Judas, si no se arrepiente, siempre será consumido en remordimientos por su mismo oro robado; y, desesperado, irá a ahorcarse. María, la piadosa hermana de Lázaro, verá regocijada que la fragancia de su amor a Cristo Jesús, se difundirá por el mundo y reinará para siempre.
El Mundo Cristiano, Tomo IX, 1925