INTRODUCCIÓN
Las siguientes páginas fueron preparadas como resultado de la sugerencia de un creyente chino, para una publicación en chino. Fueron traducida a al inglés y ahora al español con la esperanza de que sean usadas para la salvación de almas y para la edificación de un mayor número de creyentes.
Nos hemos esforzado para que ese cuadro de la lepra y su limpieza sea entendido por los que no han tenido el privilegio de conocer las Escrituras desde su niñez. Tal vez algunos lectores pensarán que el estudio es muy sencillo, que tiene mucha repetición, y que su estilo es algo peculiar. Podía ser que tengan algo de razón; sin embargo, lo hemos traducido y rogamos a los lectores tener en mente que fue escrito primeramente para nuestros hermanos Chinos.
PRIMERA PARTE
El Leproso y su Plaga
Capítulo 1
LA PLAGA DE LA LEPRA
Muchos de nuestros lectores saben que la Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, está llena de cuadros o tipos maravillosos de nuestro Señor Jesucristo y de las cosas concernientes a Él. En el Nuevo Testamento se refiere a esos cuadros como “sombras” (Col. 2:17; Heb. 8:5; 10:1). “La ley, teniendo la sombra de los bienes venideros”. Unas de esas sombras son tan claras y dadas en tanto detalle que al mirarlas nos asombramos de su claridad y hermosura.
De todas, una de las más hermosas es “La Ley del Leproso”.
La lepra es la más odiosa y asquerosa de todas las enfermedades. Su fin es la muerte y, más que cualquier enfermedad, es un cuadro de la muerte obrando en vida, porque los diferentes miembros afectados realmente mueren, mientras que la persona sigue viviendo.
El principio de la lepra es como el principio del pecado, tan insignificante e insidioso que no causa alarma. Vemos en Levítico 13:2 que a veces era “blanca”, así como el pecado en el principio no nos asusta, sino muchas veces se presenta como cosa inofensiva y atractiva, pero en realidad allí está la MUERTE. “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23), así como el fin inevitable de la lepra es la muerte.
La lepra puede afectar cualquier parte del cuerpo. No era lo que HACIA el leproso sino lo que ERA que le hacía inmundo. Todos hemos sido formados en maldad y concebidos en pecado, (Sal. 51:5). Ya éramos inmundos al nacer. Es lo que SOMOS, además de lo que hacemos, que nos hace inmundos. El leproso tenía que ir al sacerdote (no al doctor) para que fuera limpiado. Hay que notar que “no era solamente cuestión de ser sanado sino también limpiado. Así vemos que la lepra es un cuadro propio del pecado.
Uno de los temas de la Biblia que vemos desde Génesis hasta Apocalipsis es el pecado y su limpiamiento; así, en los capítulos 13 y 14 de Levítico, hallamos el mismo tema manifestado con tal poder y destreza que nos compele a inclinarnos en adoración y confesar que solo la mano de Dios podía dibujar semejante cuadro y solo el amor de Dios era capaz de trazar esa manera de efectuar la limpieza. No solamente la lepra es un tipo del pecado pero, si tenemos vista espiritual para verlos, encontraremos que estos dos capítulos están llenos de otros cuadros asombrosos.
Al estudiarlos juntos procuraremos, con la ayuda de Dios, señalar unos de los detalles interesantes en ese cuadro del pecado y su purificación.
Primero notemos y siempre tengamos en mente que es DIOS – no el hombre- que nos da ese cuadro pleno de lecciones provechosas.
La introducción al tema está en el capítulo 13, versículo 1: “Y habló JEHOVÁ a Moisés y a Aarón, diciendo”. Al leerlo recordemos que estamos considerando las mismas palabras del Dios vivo y verdadero.
En el versículo dos leemos: “Cuando el hombre tuviere en la piel de su carne hinchazón, o postilla, o mancha blanca, y hubiere en la piel de su carne como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote, o a uno de los sacerdotes sus hijos”. “Hinchazón, o postilla, o mancha blanca”. Estas palabras expresan mucho. “Hinchazón”. ¿No nos habla esta palabra del orgullo que hincha a cada uno, el orgullo o la soberbia que causa contención y es la raíz y el centro de tantos males y pecados? Probablemente no hay uno que esté enteramente libre de esas hinchazones odiosas. Aun los que se creen ser muy humildes, en realidad, muchas veces son orgullosos de su humildad.
La Palabra nos dice que “la ciencia hincha” (1 Co. 8:1) y qué sorprendente es notar que la ciencia a que se refiere aquí es el conocimiento de Dios y sus caminos. Ciertamente esto nos debe llamar la atención a considerar que aun el conocimiento de la Biblia nos puede hinchar y manifestar una hinchazón que oculta la lepra.
Hay muchas diferentes clases de hinchazón, o sea orgullo, pero la peor y la más común es el orgullo del conocimiento de la Palabra del mismo Dios. El Fariseo tenía una hinchazón de esa clase, (Lc. 18:11). Faraón y Nabucodonosor también fueron afligidos por una hinchazón pero de otra clase. Nuestro lector, sin duda, podrá pensar en muchos otros que tenían la misma manifestación de lepra, posiblemente incluyéndose a sí mismo.
“Postilla” es una cosa que tapa alguna herida o llaga vieja. ¡Cuántos de nosotros padecemos de postillas! Alguien nos trató mal en el pasado y allí todavía está la postilla en nuestros corazones. Nunca hemos perdonado de veras al que nos ofendió aunque hemos procurado ocultar la postilla vieja. Es como la raíz de amargura (He. 12:15) escondida en la tierra, tapada pero dispuesta a brotar en cualquier momento y contaminar a muchos; así, como la postilla tapa la lepra pero puede contaminar a otros. Amigos, tengamos cuidado de estas postillas, son peligrosas. El Rey Saúl estaba gravemente enfermo de ellas.
“Una mancha blanca” o lustrosa. Hebreos 11:25 nos habla de “comodidades temporales de pecado”. El pecado proporciona placer y muchas veces se presenta como una cosa blanca, brillante, inofensiva. En Hebreos 3:13 Dios nos habla del “engaño de pecado”. El pecado siempre es engañoso, nos ciega al peligro y nos dice que es provechoso, inocente, blanco. ¿Te acuerdas cómo entró el primer pecado en el mundo? Satanás lo presentó a la mujer como una cosa “blanca”. Ella vio el árbol prohibido del bien y del mal, vio que era “bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría” (Gn. 3:6). Lo vio muy “blanco”, cosa de desear, y tomó de su fruto y comió.
Satanás ha estado ocupado en presentar esas manchas blancas desde aquel día y sabe que su fin será la manifestación de la lepra. Los lugares más “blancos” (atractivos) en las ciudades, de noche generalmente, son los más pecaminosos. Son cuevas de maldad llenas de lepra.
Amigos ¡mucho cuidado con las manchas “blancas”! Tarde o temprano se manifestará la lepra.
Favor de notar especialmente las palabras importantes “será traído a Aarón el sacerdote”. Encontramos el mismo mandato en capítulo 14, versículo 2, referente a la cuestión de la purificación. Todo dependía del sacerdote cuando era asunto de decidir si el enfermo tenía lepra o acerca de la cuestión de limpiar al leproso. Él que tenía “hinchazón, o postilla, o mancha blanca” podía decir “yo no considero de importancia estas manifestaciones, estoy de la misma opinión que los científicos que dicen que estas cosas no valen la pena”. Él tenía que aprender primeramente que su propia opinión o la de cualquier otro ser humano no era de ningún valor, solamente la del sacerdote. Todo dependía de lo que diría el sacerdote.
Tal vez no quería ir al sacerdote, pensando que él mismo podía diagnosticar acerca de la hinchazón, postilla o mancha blanca y esperando que se curara solo. Pero la Palabra de Dios es enfática: “será traído al sacerdote”. No dice que él mismo tenía que ir sino “será traído”.
Querido lector, ¿has sido traído al Señor Jesucristo, el Sumo Sacerdote? ¿Has puesto tu vida delante de la mirada de sus ojos que son como llama de fuego? Tal vez hay cosas o costumbres en tu vida que tú sabes que no están exactamente bien. ¿Qué hay de estas cosas? ¿El Sacerdote los ha mirado? Tú sabes que Él tendría que decir que son inmundas. Tal vez tienes amigos que te han traído al Señor Jesús en oración pero si no has sido traído ya, esperamos que al leer este artículo seas traído a Él hoy. Tal vez dirás: “Oh, estas cosas no importan, solamente es hinchazón”. Sí, pero ¿será el pecado de orgullo la raíz de esa hinchazón? Solamente el Sacerdote puede decirlo. Ve a Él, amigo, ve pronto mientras hay tiempo y esperanza. Sería mil veces mejor saber la verdad ahora que acabar en el infierno sin saber que ibas camino a él por tu condición.
Verás que el Sacerdote (el Señor Jesucristo) no es impaciente ni cruel sino lleno de amor y compasión. Él mirará la hinchazón, el orgullo natural, aquella postilla que indique algún otro mal viejo, tal vez un pleito o resentimiento contra otro; aquellas manchas blancas que no te parecen tan malas, alguna indulgencia que dices es inocente. El no mirará descuidadamente, Su ojo ve todo y nunca se equivoca. Si había alguna duda, tenía que ser encerrado el llagado por siete días y, si era necesario, por aun otros siete días (vs. 4-7).
Pero nuestro Sacerdote, el Señor Jesucristo, ya encerró al hombre, ya le dio la oportunidad de librarse de la acusación de ser leproso. Él probó a Adán en el huerto del Edén en inocencia, pero muy pronto la lepra del pecado apareció. Probó al hombre antes del diluvio con la conciencia como guía y, cuando Dios lo miró, vio la lepra desarrollada en una medida tan terrible que destruyó a todos, menos ocho personas. No había otro remedio para semejante enfermedad. Probó a Noé y sus hijos y otra vez la lepra del pecado se manifestó. Entonces tomó a Abraham y sus descendientes y los separó de las demás naciones con el mismo resultado. Después les dio la ley pero eso tampoco tuvo éxito.
Finalmente mandó a su propio Hijo amado, el Señor Jesús, y el hombre lo mató. Y ahora ¿qué dice Dios? Se acabó la prueba. No hay necesidad de encerrar más al hombre. Leamos Romanos 3:10, 12, 22, 23: “No hay justo ni aun uno”; “no hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno”; “No hay diferencia; por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. También Romanos 11:32; Gálatas 3:22. Toda boca ha sido tapada, (Ro. 3:19).
Ni tú puedes decir una palabra justificándote. El Sacerdote ya te ha pronunciado a ti y a todos inmundos.
El Sacerdote te está mirando, amigo, y dice que TU eres pecador. Dice que TU no eres justo y que no haces bien. TU boca está cerrada. Lo único que puedes hacer es taparla como el leproso de antaño, y clamar “¡Inmundo, inmundo!” Has sido traído al Sacerdote; él te ha examinado, él ha visto que la plaga que tienes es lepra. Él ve que el pelo se ha vuelto blanco. ¿Qué quiere decir esto? Es indicio a sus ojos que la muerte está obrando en ti, ya está en la sangre; el juicio seguirá y después la “muerte segunda”.
Amigo, la plaga está más profunda que la piel (Lv. 13:3). Está en el corazón y el Sacerdote declara: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jer. 17:9, 10, y añade “¿quién lo conocerá? Yo Jehová que escudriño el corazón”. Él sabe que tú no conoces tu propio corazón. Sólo el Señor sabe cuan malo eres. Él sabe que no quieres creer que tu caso es desesperado e incurable. Pero así es, y tu condición es triste en extremo.
En Génesis 1:31 leemos: “Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí era bueno en gran manera”. Esto describe al hombre antes de que apareciera el pecado, pero ¡ay! el pecado entró y entonces leemos de otra manera en Génesis 6:5-12: “Y vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal. .. Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida”: “Jehová miró … sobre los hijos de los hombres, por ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos declinaron, juntamente se han corrompido: No hay quien haga bien, no hay ni siquiera uno” Sal. 14:2, 3. Claramente vemos que el Sacerdote ha mirado y ha visto que toda persona en este mundo tiene lepra.
El Sacerdote te ha mirado a TI y ha dicho que eres inmundo. Lector, el Sacerdote nunca se equivoca y te ama tanto que nunca diría eso de ti si no fuera cierto. Hace unos años almorcé con un doctor. Era una autoridad sobre esa enfermedad, la lepra. Me contó que hacía dos o tres días un joven había llegado a su clínica para mostrarle una llaga en su mano que no se sanaba. El doctor le hizo muchas preguntas y, examinando la mano, encontró que tenía lepra. Era joven y aparentemente gozaba de buena salud. Tenía esposa y niños pequeños; no sospechaba que la llaga que tenía fuera lepra. Al contarme la historia y cómo tenía que decirle al joven que era leproso, las lágrimas corrieron por las mejillas del doctor quien mostraba mucha tristeza y simpatía por la condición del pobre “inmundo”.
Nuestro Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo, ha llorado también por los “inmundos” por el pecado, los que no quieren llegar a Él para ser limpiados.
Lector, el Sacerdote TIENE que pronunciarte inmundo porque lo ERES. Tal vez no tienes la menor sospecha de que estás perdido, arruinado e inmundo y que vas camino al infierno, pero eso es realmente TU estado a menos que el Sacerdote ya te haya limpiado.
Tú dices, tal vez: “Pero no siento que esté inmundo”. Lo que tú sientes o piensas no vale nada.
Cuentan que hace mucho un señor que se llamaba M. Damien, fue a trabajar entre los leprosos de Molokai, una de las islas de Hawaii. Trabajó por muchos años, gozando de buena salud, pero una noche mientras se lavaba los pies, por casualidad dejó caer un poco de agua caliente en los dedos y no sintió ningún dolor aunque le causó ampollas. Inmediatamente realizó que tenía lepra porque uno de los primeros síntomas es el perder la sensibilidad en la parte afectada. Así tú, amigo, que eres pecador, has perdido el sentido o sabrías luego que tienes la enfermedad terrible, la lepra. Se puede meter una aguja en la parte afectada por la lepra y el enfermo no siente nada. Así el hombre pecador no siente los golpes de la conciencia, ni le redarguye, y no realiza que es pecador. El Sacerdote, el Señor Jesús, te ha pronunciado inmundo. Él dice de TI “No hay justo ni aun uno”, ni aun TU eres justo. El leproso podía decir: “Pero yo estoy muy bien de salud”. “Lo siento”, contestaría el sacerdote, “pero es mi triste deber decirte que eres inmundo”.
Los sentimientos y opiniones del hombre no tenían importancia, todo dependía de la palabra del sacerdote. “El sacerdote mirará …. y le dará por inmundo”. Ya el caso estaba decidido. El hombre sabía que estaba inmundo porque el sacerdote lo decía, no porque él sentía o pensaba que estaba inmundo, o porque sus amigos opinaban así. La opinión del sacerdote era la última palabra.
Cuando las autoridades en las Islas de Hawaii decidieron aislar a los leprosos en una parte ruda conocida como la Isla de Molokai (donde trabajaba M. Damien) resolvieron deportar a cada persona en quien se hallaba el rasgo más pequeño de la lepra; jóvenes, ancianos, ricos y pobres. Cumplieron la ley con el rigor más exacto. En todas partes de las islas la policía buscaba y cogía a cualquiera que había sido pronunciado leproso por un doctor. Fueron sacados de sus hogares, separados de sus familiares y llevados contra su voluntad, en muchos casos, al leprocomio destinado para ellos. Niños fueron arrancados de los brazos de sus padres, y padres separados de sus hijos. Esposos y esposas, fueron apartados para siempre. No mostraron respeto a persona y una pariente cercana de la reina de Hawaii estaba entre los primeros que fueron mandados al exilio.
Eso es exactamente lo que nos hace el pecado. Esposos y esposas, padres e hijos, los más queridos amigos tienen que ser separados para siempre si el pecado no ha sido limpiado.
CAPITULO 2
Todo Cubierto
Ahora leamos los versículos 12 y 13 del mismo capítulo 13: “Mas si brotare la lepra cundiendo por el cutis, y ella cubriere toda la piel del llagado desde su cabeza hasta sus pies, a toda vista de ojos del sacerdote; entonces el sacerdote le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto toda su carne, dará por limpio al llagado: hase vuelto toda ella blanca; y él es limpio”.
¡Qué raro! Cuando el enfermo había sido traído al sacerdote hacía algunos meses o años, sólo tenía una pequeña hinchazón,” postilla o mancha blanca. El sacerdote le pronunció inmundo y tenía que salir fuera del real y vivir aislado de todos. Ahora que la lepra le CUBRE TODA la piel ¿qué dice el sacerdote? “Tú estás limpio”. ¡Raro, en verdad! ¿Qué quiere decir?
Nos habla de un pobre pecador que no puede decir nada bueno de sí mismo. En la Biblia podemos leer de muchos leprosos (o sea pecadores) cubiertos de lepra que fueron todos limpiados. Veamos a Pedro en Lucas 5:8. Él realizó por primera vez que estaba cubierto de lepra. Dice: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (o sea “hombre lleno de pecado”). A una taza llena de agua no se le puede añadir otra cosa, no hay lugar. En un hombre lleno de pecado no hay lugar para algo bueno. Así era Pedro. En el mismo capítulo, versículos 12 y 13 dice: “Y aconteció que estando en una ciudad, he aquí un hombre lleno de lepra, el cual viendo a Jesús, postrándose sobre el rostro, le rogó, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Entonces, extendiendo la mano, le tocó diciendo: Quiero: sé limpio. Y luego la lepra se fue de él”. El Sacerdote, nuestro Salvador, está esperando a hombres semejantes que necesitan ser limpiados, no hay necesidad de esperar. Oye al ladrón en la cruz: “Recibimos lo que merecieron nuestros hechos” (Lc. 23:41), sin embargo, el mismo día estaba en el Paraíso con el Señor. Ve al hijo pródigo, (Lc. 15:21) él dijo: “he pecado contra el cielo y contra ti” e instantáneamente los brazos del padre estaban alrededor de su cuello y “besóle”. Veamos al publicano en Lucas 18:13; él exclamó: “Dios, sé propicio a mí pecador” y “descendió a su casa justificado”. Oigamos a Pablo: “Yo sé que en mí (es a saber en mi carne) no mora el bien” (Ro. 7:18). Y Job dijo en el capítulo 39:37: “Yo soy vil, ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca”; “Me aborrezco, y me arrepiento en el polvo y en la ceniza” (42:6). Entonces fue justificado en el momento que se reconoció
como pecador y lo confesó.
Ahora veamos a Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios” (6:5). En el mismo momento llega la contestación: “es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (v. 7).
Sí, amigo, todos estos hombres recibieron limpieza de la misma manera. Todos realizaron, no solamente que eran leprosos, sino que estaban LLENOS de lepra desde la mollera hasta la planta de los pies, (Is. 1:4-6). Ni uno solo de ellos estaría en el cielo por sus propios méritos u obras buenas. Todos son testigos de que “no hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno” (Ro. 3:12). Todos ellos eran pecadores perdidos y arruinados e iban camino al infierno, todos lo realizaron y lo confesaron, ocupando el lugar de pecador que les correspondía. Solo así obtuvieron perdón y limpieza. Solamente así podrás TU también recibir perdón y limpieza del pecado.
Leemos en Job 33:27, 28: “Él mira sobre los hombres; y el que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado; Dios redimirá su alma, que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz”. No habrá ni una sola persona en el cielo que cante: “Nunca he pecado y por eso estoy aquí”. El cántico allá hablará de la ruina sin esperanza del hombre y de la infinita gracia de Dios en salvarlo.
Entonces, amigo, ¡ven, ven ahora! Ven cómo estás al Sacerdote, lleno de gracia. Él te espera. Dice: “Venid luego …. y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Is. 1:18).
Él sabe que tú estás lleno de lepra de pecado. Y ¿tú tomarás el lugar como pecador, confesando que estás lleno de pecado, sin quererte justificar en lo más mínimo? Si lo haces recibirás limpieza, perdón, paz y bendición.
En los versículos 14 y 15 leemos: “Mas el día que apareciere en él la carne viva, será inmundo. Y el sacerdote mirará la carne viva, y lo dará por inmundo. Es inmunda la carne viva: es lepra”. Esto nos habla del hombre que, aunque reconoce que es pecador, sin embargo, continúa en el pecado. Está todo cubierto de la lepra pero hay carne viva, pecado, obrando en él. Es de notar que aunque hay muchos en las Escrituras que dijeron “he pecado” no todos recibieron limpieza. Por ejemplo, Faraón (Ex. 9:27; 10:16); Balaam (Nm. 22:34); Achán (Jos. 7:20); Saúl (1 S. 15:24; 26:21); Semei (2 S. 19:20); y Judas (Mt. 27:4), todos estos confesaron que habían pecado pero perecieron sin recibir perdón y limpieza. Todos admitían tener la lepra pero tenían la carne viva, no había ningún aborrecimiento ni apartamiento del pecado. No había verdadero arrepentimiento. El pecado activo todavía se veía en ellos.
Estos otros confesaron “he pecado”, pero ellos, sí, recibieron perdón y limpieza: David (2 S. 12:13); Nehemías (9:33); Job (39:37; 42:6); Isaías (6:5; 64:6); Jeremías (14:7, 20); Daniel (9:5); Miqueas (7:9); el hijo pródigo (Lc. 15:21); y el ladrón en la cruz (Lc. 23:41).
Cuando Dios en su gracia maravillosa limpia un pecador esa misma gracia hace brotar en el perdonado un deseo profundo de ser santo, de no estar dominado más por el pecado (Ro. 6:14). Si uno que profesa ser salvo y limpiado permite al pecado seguir activo en su vida es prueba que no sabe nada de la gracia de Dios que limpia y perdona. Juan dice en su primera epístola, 3:8: “El que hace pecado, es del diablo”. Esto no quiere decir que después de limpiado nunca vamos a pecar. El apóstol Juan claramente habla de algunos que decían: “Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” (1:8). No engañamos a Dios ni a otros sino solamente a nosotros mismos.
Y aunque pecáremos, habiendo sido salvos, no es prueba que no somos salvos. Cuántas veces el diablo ha molestado a creyentes recién convertidos por eso. Una oveja puede caer en una zanja y ensuciarse pero eso no prueba que no es oveja y estará descontenta hasta que pueda salir y limpiarse otra vez. En cambio un marrano se deleita en revolcarse y vivir constantemente en la suciedad y el lodo; como el pecador “practica” el pecado. Al contrario, la oveja odia la inmundicia. “La puerca lavada” vuelve siempre a revolcarse en el cieno, (2 P. 2:22) porque siempre fue puerca, nunca fue oveja.
El que es limpiado por el Señor Jesús y nace de nuevo es cambiado no solamente afuera sino también adentro. Dios le da un corazón nuevo, una naturaleza nueva que odia y aborrece el pecado y si cae en el pecado no puede estar contento o en paz hasta que lo confiesa, se aparta y es perdonado y restaurado, (Pr. 28:13).
CAPITULO 3
Completamente Inmundo
Notemos ahora los versículos 42-44 del capítulo 13: “Mas cuando en la calva o en la antecalva hubiere llaga blanca rojiza, lepra es que brota en su calva o en su antecalva. Entonces el sacerdote lo mirará, y si pareciere la hinchazón de la llaga blanca rojiza en su calva o en su antecalva, como el parecer de la lepra de la tez de la carne, leproso es, es inmundo; el sacerdote lo dará luego por inmundo; en su cabeza tiene su llaga”.
Es muy común que la lepra se muestre primero en la frente. ¡Cuántos hay hoy día que tienen la plaga en la cabeza! Sin embargo, no tienen idea que están completamente inmundos. Tienen sus propias ideas y razonan en sus propias mentes. Confían en sus opiniones en lugar de la Palabra de Dios. El orgullo, especialmente el orgullo intelectual, es la raíz del mal cuando la lepra se manifiesta en la cabeza. ¡Cuántos intelectuales tienen la plaga en la cabeza! Vemos un ejemplo terrible en Uzías cuyo orgullo le impulsó a tomar el lugar y hacer un oficio que solamente tocaba a los sacerdotes. “Mas cuando fue fortificado, su corazón se enalteció hasta corromperse; porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar sahumerios en el altar del perfume. Y entró tras él el sacerdote Azarías, y con él ochenta sacerdotes de Jehová, de los valientes. Y pusiéronse contra el rey Uzías, y dijéronle: No a ti, oh Uzías, el quemar perfume a Jehová, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que son consagrados para quemarlo: sal del santuario, porque has prevaricado, y no te será para gloria delante del Dios Jehová. Y airóse Uzías, que tenía el perfume en la mano para quemarlo; y en esta su ira contra los sacerdotes, la lepra le salió en la frente delante de los sacerdotes en la casa de Jehová, junto al altar del perfume. Y miróle Azarías el sumo sacerdote, y todos los sacerdotes, y he aquí la lepra estaba en su frente; e hiciéronle salir apriesa de aquel lugar; y él también se dio priesa a salir, porque Jehová lo había herido” (2 Cr. 26:16-20).
CAPITULO 4
“¡Inmundo! ¡inmundo!”
“Y el leproso en quien hubiere llaga, sus vestidos serán deshechos y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro: habitará sólo; fuera del real será su morada” (Lv. 13:45, 46).
Estos versículos tristes nos dan un cuadro vívido del pecador. Podría ser que antes el leproso ocultaba la lepra con su ropa pero ahora tenía que deshacerla. No había modo de tapar su inmundicia. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (He. 4:13).
Adán procuró taparse con hojas de higuera pero fracasó. Cuando Dios bajó al huerto, Adán tenía que confesar: “Oí tu voz … y tuve miedo, porque estaba desnudo; y escondíme” (Gn. 3:10). Pobre pecador, Dios te ve desnudo. Toda mancha está clara y visible a Él; no se puede encubrir nada de sus ojos. Como Adán fracasó, tú no tendrás éxito tampoco. “El que encubre sus pecados, no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Pr. 28:13).
“Su cabeza descubierta”. No hay nada para tapar tu cabeza; entre ti y el cielo no hay nada de abrigo o amparo. Toda la ira del Dios santo que aborrece el pecado descansa sobre tu cabeza
descubierta; “la ira de Dios está sobre” ti, (Juan 3:36).
En Números 5:18 el sacerdote “descubrirá la cabeza de la mujer” infiel. No hay nada debajo del cual puede esconderse.
En el Salmo 140:7 leemos de uno que pudo decir: “Tú pusiste a cubierto mi cabeza” pero el pobre leproso debía quitar cualquiera cubierta que tuviera, “su cabeza descubierta” nos habla de una verdad terrible y solemne.
Querido lector, ¿está cubierta tu cabeza? o ¿el ojo de Dios solo ve inmundicia y contaminación – sin tener tú ninguna cosa bajo la cual podrás esconderte?
“Embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo!” Aunque su cabeza tenía que estar descubierta, su boca debía estar cubierta. Aun su aliento estaba contaminado. No hay ni la menor sugerencia que por hacer lo mejor que podía, algún día estaría bien en la presencia de Dios. No, no podía estar ni en la presencia de sus semejantes que no estaban contaminados como él. Su único clamor era un grito de prevención. Qué necedad pensar que el pecador puede limpiarse a sí mismo cuando aún su aliento es impuro.
El resto del capítulo se refiere a la lepra en una casa o en cualquiera cosa de piel. Si el Señor permite, vamos a considerar estos versículos más adelante, pero ahora sigamos la senda del desdichado leproso, y veremos la manera en que Dios lo limpia cuando el hombre es inútil y sin esperanza de limpiarse a sí mismo.
SEGUNDA PARTE
EL LEPROSO LIMPIADO
CAPITULO 5
Cómo Dios Limpia
El Señor Jesús nos cuenta que había muchos leprosos en Israel en el tiempo del profeta Eliseo y que ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el Siro, (Lc. 4:27).
Aunque ninguno de esos fue limpiado, había un capítulo largo en el Antiguo Testamento dando instrucciones exactas acerca de la única manera de ser limpiado.
Ciertamente es igual en nuestros días. Hay millones de pecadores en este tiempo y cualquiera o todos podrían ser salvos si se sujetaran a ser limpiados en la manera que Dios ha provisto.
Dios introduce su manera de limpieza con casi las mismas palabras que usó acerca del modo de saber si una persona tenía lepra o no: “Y habló Jehová a Moisés, diciendo”. Lo que sigue son las mismas palabras del Dios vivo y son fieles y verdaderas. Escuchémoslas con todo el corazón. “Esta será la ley del leproso cuando se limpiare: Será traído al sacerdote” (Lv. 14:1, 2).
¿Te acuerdas del primer día cuando aquella hinchazón, o mancha apareció y fuiste traído al Sacerdote? ¿Te acuerdas que no querías ir a Él? ¿Te acuerdas de su decisión triste: “Tú eres inmundo”? ¿Te acuerdas cuando por primera vez realizaste que eras pecador? Tal vez pensaste: “Yo no soy tan malo como muchos otros”; sin embargo, sabías que tenías la plaga cuyo fin es la muerte.
Pero ahora tu estado está peor, la enfermedad está progresando. En días anteriores podías tapar el mal con la ropa y aun así tenías que salir fuera, romper tu ropa, descubrir la cabeza y clamar: “¡Inmundo! ¡inmundo!” Pero sigue aumentando y esparciéndose el mal. Ahora cubre tu cara y cabeza, tu cuerpo, piernas y pies – todo está cubierto. ¡Todo se ha vuelto blanco! Estás en verdad en una condición triste. No hay ni un puntito donde cabría la punta de un alfiler que no esté leproso. Verdaderamente estás lleno de lepra.
Ahora ¿qué sucede? Tal vez un amigo te encuentra triste y desconsolado fuera del real, y no solamente así, sino también sin esperanza. Tu amigo te mira y dice: “Ven, te llevaré al sacerdote. Estás todo cubierto de la lepra. Ahora podrás ser limpiado”. Tú le dices: “No, estoy peor que nunca, no hay esperanza para mí. No hay otro leproso en un estado tan desesperado como yo. Ve, estoy completamente cubierto”. “Sí”, dice el amigo, “y por esa misma razón estás listo para ser limpiado. Ven, ahorita al sacerdote”. Tal vez ternas la mirada escudriñadora del que antes encontró la manchita y te mandó al aislamiento fuera del real. Pueda ser que por eso no quieras ir al sacerdote pero tu amigo insiste y te lleva a él. Él se goza porque sabe lo que te espera. Sin duda, tu corazón está lleno de vergüenza y temor.
Tú, lector creyente, ¿tienes amigos o parientes incrédulos? ¿Los has llevado al Sacerdote? ¿Los has llevado a Él en oración? ¿Les has hablado del Evangelio o los has llevado a las reuniones donde podían oírlo? Es un privilegio hacerlo pero muchas veces somos muy indiferentes o lerdos y no lo hacernos. Que seamos más fieles con nuestros amigos y familiares incrédulos quienes son, en realidad, pobres leprosos fuera del real.
Tenemos en Juan 1:40-42 la narración hermosa de uno que hizo exactamente eso. Andrés halló al Señor – o el Señor le halló a él – y ¿qué hizo? “Halló primero a su hermano Simón”. Ya había pasado la hora de las diez, se había acabado el día pero Andrés no esperó comer o descansar sino “primero” buscó a su propio hermano y “le trajo a Jesús”. No leemos mucho acerca de Andrés pero su hermano era Simón Pedro y qué bendición ha sido él, por sus escritos, a miles y miles hasta el día de hoy. Y aunque es poco lo que sabemos de Andrés, ese poco es muy admirable. Tal vez era su línea especial de trabajo. La próxima vez que leemos de él es en Juan 12:20-22 donde lleva ciertos griegos al Señor. ¡Obra feliz! Que el Señor nos enseñe a cada uno cómo llevar a otros, uno por uno, al Señor. El amigo que llevaba un leproso al sacerdote era una persona muy importante. Que seamos más como él; no es mencionado su nombre, sin embargo, era el eslabón en la cadena sin la cual el leproso no podría ser limpiado.
Vemos al leproso y su amigo caminando para encontrar al sacerdote pero el pobre leproso no puede entrar al real donde vivían los sanos. Está contaminado e inmundo. ¿Cómo podrá consultar al sacerdote? Él vive en la casa de Dios, en el centro del real. El sacerdote mismo ha divisado la necesidad y leemos en versículo 3: “El sacerdote saldrá fuera del real”. El Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo, salió fuera de su gloria hace más de 1900 años. Bajó a este mundo malvado y, aun estando aquí “llevando su cruz, salió al lugar que se dice de la Calavera” (Jn. 19:17). Sí, el Sacerdote ya salió “fuera de la puerta” (He. 13:12). Él te ve, pobre pecador contaminado, y ya salió a donde tú estás (Lc. 10:33). Está esperando limpiarte. “¿Quieres ser sano?” (Jn. 5:6). Esta es la pregunta, lector, que eres todavía leproso; contesta inmediatamente: “Con todo el corazón, quiero ser limpio”.
Y mirará el sacerdote, y viendo que está sana la plaga de la lepra” (Lv. 14:3). Aquellos ojos de llama de fuego te escudriñan otra vez. Antes te escudriñaban para ver si había una manchita de lepra en ti y el sacerdote tuvo que decir que estabas inmundo. Ahora te escudriñan para ver si hay un lugarcito que no tenga la lepra y si estás todo cubierto para poder decir que estás limpio. En aquel entonces miraba para ver si estabas del todo limpio de la plaga terrible, ahora mira para ver si estás completamente cubierto de ella. De la misma manera, nuestro Sacerdote, el Señor Jesucristo, escudriña al pecador que llega a Él. Si llega como pecador, realizando que está completamente arruinado, culpable y perdido, sin reclamar que haya algo bueno en él y confesando que está lleno de pecado, el Sacerdote mirará y, si ve que está en esa condición, entonces puede ser limpiado. Él es “un pecador que se arrepiente” y por él habrá “gozo delante de los ángeles de Dios” (Lc. 15:10).
Pero si sucede que todavía hay un pedacito de su cuerpo libre de la plaga, si el leproso puede todavía mirar a otro y decir: “estoy mejor que tú, no tengo tanta lepra como tú tienes”, si todavía se gloría y se jacta de alguna cosa buena que cree estar en él, entonces tiene que regresar a su hogar fuera del real. No está listo para ser limpiado. El Apóstol Pablo podía decir: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga. 6:14).
CAPITULO 6
“Dos Avecillas Vivas, LIMPIAS”
Sigamos viendo al leproso que está VERDADERAMENTE TODO CUBIERTO de la lepra. El sacerdote mira, no para ver si la lepra ya está limpiada, sino para ver si está CURADA. Ahora ve que no hay ningún puntito donde no está la plaga y ¡qué gozo! ahora puede ser hecho limpio.
Ahora, lector, favor de notar especialmente LO QUE EL LEPROSO TENIA QUE HACER para ser limpio. Otro lo lleva al sacerdote y él sale del real, mira y decide si el leproso está en condición de ser limpiado. ¡Ahora escucha! El sacerdote habla y manda “que se tomen para el que se purifica dos avecillas vivas, limpias, y palo de cedro, y grana, e hisopo” (v. 4). El leproso era demasiado pobre e inútil para obtener las avecillas y otras cosas por sí mismo y el sacerdote no le manda a él traerlas. No, él manda a otro (no al leproso) proveer las dos avecillas y otras cosas necesarias para su limpieza.
Nos recuerda la pregunta de Isaac: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?” y la contestación de Abraham: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío” (Gn. 22:7, 8). Dios siempre tiene que proveer la ofrenda. Nosotros, los pecadores, tendríamos que morir en nuestros pecados, si fuera necesario buscar un sacrificio apropiado porque nunca hallaríamos uno adecuado. Pero la Palabra de Dios dice: “El sacerdote mandará luego que SE TOMEN PARA EL”.
Dios ha provisto las dos avecillas, vivas y limpias. Las dos juntas forman un cuadro hermoso de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. “Y mandará el sacerdote matar la una avecilla en un vaso de barro sobre aguas vivas” (v. 5). Otra vez el leproso se pone a un lado mientras otro provee el sacrificio y también lo mata. Mira un momento ese cuadro: un vaso de barro; adentro, una avecilla sin mancha. El cielo es el medio ambiente de la avecilla pero, baja y entra en un vaso de barro de la tierra y dentro de ese vaso de barro es matada: ¡Qué cuadro de nuestro Señor Jesucristo! Él baja de su hogar en los cielos, deja su trono, y toma un cuerpo terrenal. Ciertamente nuestros cuerpos son vasos de barro. La palabra “Adán” quiere decir “tierra roja”. Así, nuestro Señor tomó un cuerpo terrenal. ¡Cómo admiramos a ese Hombre celestial al leer de Él andando aquí en el mundo en su cuerpo humano! En ese mismo cuerpo de barro le mataron. Los hombres impíos le clavaron en la cruz y su sangre preciosa fue derramada.
La avecilla fue matada en un vaso de barro, sobre aguas vivas. Aguas vivas tienen poder. ¡Qué poder maravilloso hay en las aguas vivas de las cataratas del Niágara! Muchas veces en la Biblia el agua habla de la Palabra de Dios (Sal. 119:9; Ef. 5:26, etc.). Las aguas vivas nos hablan de la Palabra viva aplicada a nuestros corazones por el Espíritu. “La Palabra de Dios es viva y eficaz” (He. 4:12). Habla de la muerte de Cristo y me dice, por el poder del Espíritu, que el Señor Jesucristo murió por MI, que fue por MIS pecados que Él murió. Tal vez muchas veces has oído de Su muerte; muchas veces, por decirlo así, has visto la avecilla matada en el vaso de barro pero, lector querido, ¿has realizado alguna vez que fue POR TI? ¿Le has visto morir sobre las aguas vivas? “La fe es por el oír; y el oír por la Palabra de Dios” (Ro. 10:17). Es por la Palabra viva que recibimos fe viva. Del costado herido del Señor fluyeron “sangre y agua”.
Versículo 6: “Después tomará la avecilla viva, y el palo de cedro, y la grana, y el hisopo, y lo mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas vivas”.
Ya se ha dicho que las dos avecillas forman un solo cuadro del Señor Jesucristo. Le hemos visto bajar del cielo y tornar el cuerpo preparado para Él y en ese vaso de barro morir en la cruz por nosotros. No se quedó en la cruz sino que, llevando aun esas marcas de la muerte en sus manos, pies y el costado, fue puesto en el sepulcro, pero al tercer día resucitó todavía llevando las mismas huellas de la muerte. Así vemos la avecilla viva siendo metida entre la sangre de la muerta y saliendo con el plumaje manchado por la muerte.
¡Qué maravilloso cuadro de la muerte y resurrección del Señor Jesucristo! Pero todavía el sacerdote detiene la avecilla en su mano. Todavía no está libre para ascender a su propio hogar en los cielos.
Pero no fue sólo la avecilla viva que fue metida en la sangre; sino también el palo de cedro, y la grana y el hisopo fueron mojados en la sangre. EL PALO DE CEDRO representa las cosas más grandes y altas de la naturaleza; EL HISOPO nos habla de las cosas más pobres, humildes y amargas de la naturaleza. Salomón “disertó de los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared” (1 R. 4:33). Lo que es de más estima en la naturaleza debe pasar bajo la sangre. El hombre o la mujer más inteligente, la persona más bondadosa, más honesta y correcta – todos ellos pueden obtener la salvación solo por la sangre del Señor Jesucristo. El peón más ignorante, pobre y miserable, cuya vida es amargada por dura servidumbre, él también solo por la sangre PUEDE SER SALVO. LA GRANA habla de los que son de familia real, los que ocupan los puestos más altos en la tierra – los reyes, etc. – tienen que ser salvos por la sangre igualmente como los más bajos y pobres.
Pero las cosas mencionadas en el versículo seis nos enseñan otra lección – son cosas del mundo, y cuando Cristo fue crucificado, el mundo me fue crucificado a mí, y yo al mundo, (Ga. 6:14). Este mundo es culpable de la sangre del Hijo de Dios, mi Salvador, y Él y yo no podemos ser amigos del mundo. La cruz está puesta entre mí y el mundo. La Palabra nos enseña claramente que: “Cualquiera pues que quisiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4).
Versículo 7: “Y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le dará por limpio; y soltará la avecilla viva sobre la haz del campo”.
¡Hermoso versículo! Contemplemos esa escena maravillosa. El pobre leproso ha sido traído de su lugar fuera del real y el sacerdote ha salido a él. Otro ha provisto dos avecillas vivas y limpias. Otro ha matado una de las avecillas y ahora la sangre está en un vaso de barro; las plumas de la avecilla viva están manchadas por la sangre, también el palo de cedro, la grana y el hisopo – todo manchado de sangre. El pobre leproso mira todo eso pero no ha habido ningún cambio en él, ni en su condición. Pero ahora el sacerdote rocía la sangre siete veces sobre el mismo leproso una, dos, tres veces … hasta seis y todavía no hay ningún cambio pero ¡la séptima vez el hombre queda limpio! La sangre lo ha limpiado. Sin la sangre no había manera que el leproso fuera limpiado. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22). La sangre tenía poder de limpiar al leproso de toda su inmundicia. La avecilla limpia, limpia al leproso inmundo. No importa cuán vil e inmundo fuera el leproso, lo que importaba era que la avecilla fuera limpia. Siete veces quiere decir perfección de limpieza. Ahora la sangre preciosa de Cristo tiene poder para limpiar al pecador más vil y más inmundo del último rasgo de pecado. Hay que tener presente que es la sangre y solo la sangre de Cristo la que puede limpiar a un pobre pecador hoy día.
Pero ¿cómo SABIA el pecador que estaba limpio? ¿Desapareció la lepra de repente al ser rociado por la sangre la séptima vez? ¿Cómo podía SABER que estaba limpio? En el momento que la sangre fue rociada sobre él por séptima vez el sacerdote le PRONUNCIABA SER LIMPIO “le dará por limpio” (v. 7).
Al mirar esa escena interesante podemos imaginar al sacerdote decir “sé limpio”. La sangre de la avecilla lo hizo limpio. La palabra del sacerdote le da la seguridad que está limpio. Antes la palabra del sacerdote le hizo saber que estaba inmundo y la palabra del mismo sacerdote le da ahora el conocimiento que está limpio.
Pero eso no es todo; el momento que el sacerdote le da por limpio (o en otras palabras le pronuncia limpio) toma la avecilla viva, manchada por la sangre de la avecilla muerta, y la deja ir libre sobre la haz del campo. La obra del sacrificio estaba terminada, el leproso estaba limpio y sabía que lo estaba y ahora no había porqué guardar la avecilla viva aquí abajo en la tierra.
Exactamente de la misma manera el Señor Jesucristo se levantó de entre los muertos llevando las huellas de la muerte en su cuerpo y, después de un breve período aquí entre los hombres, ascendió a los cielos, todavía llevando las mismas marcas. Todo eso prueba que Su obra es completa, que Su victoria está ganada, que nuestros pecados han sido deshechos y que Él mismo, y nosotros con Él, estamos aceptos en los cielos. En un día venidero Él se presentará a Sí mismo a la Iglesia “gloriosa para Sí, una iglesia que no tuviese mancha ni arruga, ni cosa semejante”, (Ef. 5:27). Las heridas y cicatrices, resultados de la lucha aquí abajo en el mundo, habrán desaparecido de nosotros cuando estemos en el cielo. Pero por toda la eternidad el Señor Jesucristo llevará las marcas de la muerte en las manos, los pies y el costado.
Si su obra en la cruz no hubiera sido cabal, si no hubiera limpiado de veras nuestros pecados, si un pecado hubiera quedado sobre Él, nunca hubiera podido resucitar de la tumba ni ascender al cielo. Pero, ¡alabado sea Dios! la obra es completa. Ha sido aceptada en el cielo y Él ha vuelto a su hogar en los cielos, como prueba positiva que todo está completamente acabado, “consumado es”.
Supongamos que un vecino encuentra ahora al leproso y le dice: “¿Qué estás haciendo por acá? Tú eres leproso”. El que había sido leproso diría: “Ciertamente yo era leproso, pero ahora ¡gracias a Dios! he sido limpiado. “¡Limpiado!” contestaría el vecino. “Sí, no hay posibilidad de estar equivocado. Primero, tengo la sangre rociada sobre mí y además oí la voz del mismo sacerdote diciéndome que ya estaba limpio. Y no solo eso sino que también con mis propios ojos vi la avecilla viva, con sus plumas ensangrentadas, volar al cielo. Tú conoces la ley y sabes que el sacerdote no deja ir libre a la avecilla hasta que declara limpio al que era leproso”.
“Pero” continúa el amigo “¿quieres decir que tú te sientes limpio aunque admites que estás todo cubierto de lepra?”
“Amigo” contesta, “eso no es lo importante. El sacerdote dijo que ESTOY LIMPIO y así es. Cómo sabes él, y sólo él, tiene autoridad de declararme limpio y ahora sé que estoy limpio, no importa lo que sienta”.
El leproso se goza al recordar aquella vista de la avecilla viva volando libre hasta el cielo, su hogar de antes.
Así es con nosotros, los que hemos sido limpiados por la sangre del Señor Jesucristo. Al ver por la fe que el Señor y Salvador regresa a su hogar en los cielos, sabemos que es acepto por Dios y que nosotros somos aceptos en Él, (Ef. 1:6).
El Salvador vivo en el cielo, nos enseña que su obra de limpieza está completa. Su resurrección y ascensión nos dice que Él es Vencedor sobre la muerte y la tumba. La batalla más grande del universo ha sido librada y ganada y ahora Él puede cantar triunfalmente, y nosotros con Él: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Co. 15:55).
Resucitó y ascendió,
Con poder la muerte ya venció.
Ascendió y a su trono ya volvió,
Sí, triunfante con sus santos a reinar.
¡Revivió! ¡Ascendió! ¡Aleluya, ascendió!
CAPITULO 7
LAVADO Y RASURADO
“Y el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todos sus pelos, y se ha de lavar con agua, y será limpio: y después entrará en el real, y morará fuera de su tienda siete días” (Lv. 14:8).
Ahora, en los ojos de Dios, el leproso está limpio y sin mancha. El sacerdote ha declarado que está limpio y esta declaración tiene toda la autoridad y certeza de Dios mismo.
¿Qué sigue? El hombre inmediatamente procura limpiar todo lo tocante a él y traer todo a conformidad con la maravillosa posición que él ocupa ahora ante Dios – limpio y sin mancha.
En los siete versículos anteriores hemos visto que el hombre no tenía que hacer nada, todo fue hecho por otro y él solo tenía que aceptarlo, no tenía que hacer una sola cosa. Solo se requería que él confiara en la sangre derramada y creyera la palabra del sacerdote. No había ni una cosita que él podía hacer, excepto mirar con asombro y gratitud el desarrollo del plan maravilloso de limpieza de Dios. Pero ahora todo cambia. AHORA el leproso limpiado empieza a trabajar; mirémosle:
Primero, lava su ropa. Antes, sin duda, ella era tan vil e inmunda que nadie se atrevería a tocarla. Hemos visto leprosos sentados al lado del camino mendigando, vistiendo ropa completamente asquerosa. Ellos mismos eran inmundos ¿para qué procurar guardar limpia su ropa?
Ahora todo está cambiado. El hombre está limpio en los ojos de Dios, y por la fe él está limpio en sus propios ojos. Ahora tiene que aparecer limpio a la vista de los demás.
O tal vez en días pasados él había podido guardar su ropa más limpia que los demás leprosos que se maravillarían que podía mantenerla tan bonita. Él mismo, sin duda, estaría muy satisfecho de poder tener su ropa en tan buena condición.
Pero AHORA, limpio y sin mancha en los ojos de Dios, ve que su ropa no es como debe ser. Tiene que ser lavada.
La ropa representa lo que nos toca más de cerca en nuestra asociación con los demás, las cosas o personas con quienes estamos relacionados, lo que el mundo mira como nuestras conexiones. Tal vez el mundo estaba acostumbrado a vernos en los salones de billar, en las cantinas y cines o parrandeando por otros lugares de vicio y pecado. Todas esas costumbres tienen que ser “lavadas”. ¿Cómo podemos limpiarnos de nuestras costumbres y compañías? El Salmo 119 v. 9 nos da la contestación: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu Palabra”.
Levítico 13:47, 59 nos habla de la lepra en el vestido. Esto representa el pecado en derredor nuestro aunque la persona misma esté libre de la plaga. No es suficiente que estemos limpiados nosotros mismos. No podemos seguir con las costumbres o asociaciones pecaminosas, aunque estén conectadas con el mundo de negocios, o asuntos religiosos, etc.
¿Qué sucede ahora? “Raerá todos sus pelos”. Era contra la ley para un Israelita hacerse calva en su cabeza o raer la punta de su barba, (Lv. 21:5; 19:27). Era señal de vergüenza y reproche, (Is. 15:2; Jer. 41:5; 48:37; 2 S. 10:4, 5).
Pero AHORA tiene que quitarse todo el pelo. Toda su hermosura y gloria natural tiene que ser quitada. Todo lo que podría abrigar algo de inmundicia debe ser raído, costara lo que costara.
El que es lavado por la sangre hallará que está llamado a participar del vituperio de Cristo al andar en la senda que es conforme a la Palabra de Dios. En países donde estamos acostumbrados a ver cabezas y caras rasuradas, es difícil realizar la vergüenza y burla que atraería sobre sí el leproso, al ser raído todo su pelo. Leemos en la Palabra de los que en otro tiempo fueron hechos espectáculo con vituperios y tribulaciones, (He. 10:33). También vemos que Moisés escogió “antes ser afligido con el pueblo de Dios, que gozar de comodidades temporales de pecado. Teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los Egipcios” (He. 11:24-26). Se nos exhorta a nosotros también a llevar su vituperio, (He. 13:13). El mismo Señor experimentó reproche y vituperio: “Tú sabes mi afrenta, y mi confusión, y mi oprobio: Delante de ti están todos mis enemigos. La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado: y esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo: y consoladores, y ninguno hallé” (Sal. 69:19, 20). Nadie ha sentido tan hondamente como Él, el vituperio y la vergüenza. Ud. y yo, hermanos, tenemos el privilegio de llevar su vituperio en alguna medida. Que podamos estimarlo como mayores riquezas que los tesoros de este mundo.
En un país donde cada hombre tenía bastante pelo y una barba abundante, el leproso limpiado, sin pelo, ni barba, sería en verdad un espectáculo. Al andar por el camino tal vez muchos le señalarían con el dedo, haciendo chistes acerca de su apariencia tan rara. ¿Valdría la pena? Era infinitamente mejor ser limpio y estar en la congregación del Señor sin pelo y barba que estar vagando con pelo y barba fuera del real, clamando: “¡Inmundo, inmundo!” Tenía que esperar siete días todavía antes de entrar en su tienda pero pronto pasarían esos días y él entraría a su amado hogar, lejos del vituperio y reproche, para gozar de paz y alegría con sus seres amados. Podía ser testigo a todos a su alrededor, mientras tenía la oportunidad, de la gracia y el poder que lo había limpiado y vuelto a traer a la congregación del Señor.
Pero todavía queda más. El leproso tenía ahora que lavarse a sí mismo con agua. Eso es algo más íntimo que lavar su ropa y sus costumbres y maneras. Eso toca a cada hábito de la vida. Limpia los pensamientos, y alcanza las palabras, hechos y costumbres. “Cuál es su pensamiento en su alma, tal es él” (Pr. 23:7). Todo debe ser limpiado, no ahora por sangre, sino por agua.
La avecilla fue muerta solo una vez. La sangre fue rociada una sola vez, pero el agua puede ser aplicada muchas veces. Conforme seguimos estudiando nuestro capítulo (el 14) veremos que tenía que lavarse otra vez el séptimo día, no con sangre sino con agua. Algunos se acordarán que en el tabernáculo, el lavacro, donde los sacerdotes tenían que lavar sus manos y pies, estaba puesto entre el altar y el tabernáculo, allí se lavaban siempre, cada vez que entraban al tabernáculo en servicio. Allí vemos la necesidad constante de limpieza de la contaminación del mundo (no por sangre, esa limpieza fue efectuada una vez y no puede ser repetida) por agua, el agua de la Palabra de Dios.
Esta referencia de la limpieza por el agua nos trae a la memoria muchos versículos en el Nuevo Testamento. Por ejemplo: después de darnos la promesa hermosa de que el Señor Todopoderoso sería un Padre para nosotros, la Palabra continúa, diciendo: “Así que, amados, pues tenemos tales promesas, limpiémonos de toda inmundicia de carne y de espíritu, perfeccionando la santificación en temor de Dios” (2 Co. 7:1).
Efesios 5:2 nos dice que “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave”. Inmediatamente después dice: “Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos: Ni palabras torpes, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen: sino antes bien acciones de gracias” (Ef. 5:3, 4).
¿No corresponde eso exactamente con el hecho de lavar la ropa, raer el pelo y lavar nuestros cuerpos? Luego encontraremos que cuando rehusamos participar en comunicaciones corruptas, necedades, chistes, etc., llevaremos reproche y seremos hechos espectáculo delante de los impíos y aun por parte de los creyentes carnales.
¡Qué admirable es el poder dar lueguito una contestación lista y graciosa! Pero allí hay peligro de contaminación. “En las muchas palabras no falta pecado” (Pr. 10:19). “Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor el perfume del perfumista: así una pequeña locura, al estimado por sabiduría y honra” (Ec. 10:1).
La Palabra nos exhorta a ser sobrios y graves. Por ejemplo, (1 Ts. 5:8; Tito 2:2, 12).
Hay muchísimos pasajes en el Nuevo Testamento para el creyente que ponen énfasis en la necesidad urgente de la limpieza, como en el caso del leproso, de la ropa y persona. Sin duda no se ha dado la importancia debida a esa limpieza práctica que debería ser efectuada por el creyente después que haya sido limpiado por la sangre. Si realizamos lo que le ha costado al Señor limpiarnos con su sangre debemos nosotros limpiarnos por la Palabra de todo lo que no le agrada a Él en nuestras vidas.
Desde el versículo uno hasta el siete, como hemos visto, el leproso NO HACE NADA para contribuir a su limpieza. Solo trae al sacerdote su lepra e inmundicia y todo es hecho para él. Pero en el momento que el sacerdote le ha declarado ser limpio y ha dejado ir la avecilla viva, desde ese momento el leproso limpiado empieza a trabajar para sí, no para ser visto limpio delante de Dios – ya está limpio – pero para que su condición exterior corresponda a su condición limpia delante de Él. Vemos esos dos aspectos muy claramente expuestos en Tito 3:4, 5, 8, “Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, no por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, más por su misericordia nos salvó, por el lavacro de la regeneración, y de la renovación del Espíritu Santo. Palabra fiel, y estas cosas quiero que afirmes, para que los que creen a Dios procuren gobernarse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres”.
Medita también en Colosenses 2:20; 3:1-14: “Si sois muertos con Cristo … Si habéis pues resucitado”. Aquella avecilla limpia no había hecho nada para merecer la muerte. No estaba inmunda ni contaminada; sin embargo, murió en lugar del leproso inmundo. En la vista de Dios el leproso murió con la avecilla y se levantó con ella, lo que nos habla tan claramente de la resurrección de Cristo. En la mente de Dios el que era leproso ahora es un hombre nuevo con nueva vida. Así Dios nos mira “muertos con Cristo” y “resucitados con Cristo” – criaturas nuevas con nueva vida. Continúa diciendo el versículo tres: “Muertos sois, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. En tipo, cuando murió la avecilla limpia, yo, el pobre, vil leproso, morí con ella. Cuando ascendió, yo también ascendí, una nueva criatura con nueva vida. Cuando voló a los cielos, llevó mi vida y la escondió allí con Cristo en Dios.
CAPITULO 8
Fuera de su Tienda
“Después entrará en el real, y morará fuera de su tienda siete días” (Lv. 14:8).
Limpio, rasurado y lavado, ahora puede regresar al real. ¡Qué día feliz para él! Antes estaba lejos, fuera del real, pero ahora está hecho cercano por la sangre de aquella avecilla limpia. ¿No nos recuerda de Efesios 2:13? “Mas ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo”. Ahora nadie puede negarle la entrada al real del cual toda inmundicia debe ser excluida.
Pero no puede entrar todavía a su propio hogar. Tiene que quedarse fuera por siete días. ¿Qué nos enseña eso? Muchos, al saber que sus pecados son limpiados, quisieran irse luego a su Hogar para estar con Cristo y así escaparse de todos los vituperios y las pruebas que les tocan en este mundo. Pero no puede ser así, aunque sea verdadero amor a Cristo lo que les hace desear estar con Él. El hombre del cual fue echado una legión de demonios (Mr. 5) le rogó al Señor estar con Él pero le contestó: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y como ha tenido compasión de ti” (v. 19). El Señor le mandó ser testigo de Él y “se fue y comenzó a publicar en Decápolis cuán grandes cosas Jesús había hecho con él” (v. 20). Fue, como el leproso limpiado, rasurado y vestido con ropa limpia, un poderoso testigo del poder y la bondad de Dios. Por siete días el limpiado tenía que vivir y andar en el real. No tenía dónde esconderse de los vituperios y burlas de los que le encontraban. Pero, aun sin hablar, sería testigo a todos de que era leproso limpiado y hecho cercano. Siete en la Biblia habla de perfección y en ese caso nos habla del período perfecto que el Señor dispone dejar a cada uno de los suyos “en el cuerpo … ausentes del Señor (2 Co. 5:6). Ese período para el ladrón en la cruz fue solamente de pocas horas de duración; sin embargo, ¡qué testimonio dio en ese breve espacio de tiempo! Su testimonio ha hecho eco por muchos siglos, y muchos pobres leprosos inmundos han hallado esperanza y limpieza por el testimonio de él. Para otros, esos siete días se han alargado por muchos años, hasta por una vida larga. Para cada uno es un período de tiempo perfecto y se decide por nuestro Sacerdote. Por Él los “días están determinados … tú le pusiste términos, de los cuales no pasará” (Job 14:5).
Si hubiera podido, el leproso se hubiera escondido en su casa del vituperio de los hombres hasta que su pelo y barba hubieran crecido. Pero Dios le había escogido para ser testigo de Él y conforme crecía el pelo tenía que ser quitado otra vez, como veremos.
Dios te ha escogido a ti, querido creyente, para ser testigo de Él. Por esa razón te ha dejado aquí en este mundo que le ha rechazado. El Señor Jesucristo era el Testigo fiel y verdadero, (Ap. 3:14). Hermanos, escudriñemos nuestros corazones. ¿Somos testigos fieles y verdaderos de Él?
CAPITULO 9
Rasurado y Lavado Otra Vez al Séptimo Día
“Y será que al séptimo día raerá todos sus pelos, su cabeza, y su barba, y las cejas de sus ojos; finalmente, raerá todo su pelo, y lavará sus vestidos, y lavará su carne en aguas, y será limpio” (Lv. 14:9).
Los días de testificar pasan y llega el séptimo día. ¿Qué debe hacerse? ¿Necesita más sangre para que esté preparado para entrar al hogar tan deseado? No, ya vimos que la sangre fue derramada y ofrecida una sola vez. “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14). Pero sí, necesita rasurarse y lavarse otra vez. Mientras estemos aquí en este mundo, antes de irnos con el Señor, veremos que hay necesidad constante de rasurarnos y lavarnos. ¿Notaste que las instrucciones aquí acerca de quitarse el pelo, son más detalladas que la primera vez? Esto nos dice que al crecer en la vida cristiana y conocer más al Señor debemos ser más y más conformados a su semejanza y menos conformados al mundo.
Tal vez el pelo de la cabeza representa la inteligencia natural; el de su barba la experiencia, el de las cejas y pestañas la observación – todo debe ser conformado al Señor Jesucristo, y a su muerte.
No solo se tenía que raer el pelo otra vez sino también lavar su ropa y su cuerpo. Esto nos habla de la necesidad constante de la limpieza por agua (o sea la Palabra) de los pensamientos, palabras y hechos. Que seamos más cuidadosos acerca del quitar del pelo y la limpieza necesaria porque estamos en un mundo lleno de influencias que contaminan. Pronto estaremos en nuestro Hogar; entonces no oiremos más acerca de la necesidad de esa limpieza con agua. El “mar” delante del trono en Apocalipsis 4:6 será de vidrio semejante a cristal, hablando de la pureza establecida que nunca puede ser contaminada ni será necesaria para efectuar la limpieza.
Tenemos otra lección en el “séptimo día”. El día séptimo en las Escrituras nos habla del sábado, el día de descanso. Leemos: “Seis días harás tus negocios, y al séptimo día holgarás” (Ex. 23:12). Pero el descanso de ese séptimo día es interrumpido por las contaminaciones que necesitan limpieza, y en lugar de descanso hay trabajo. En lugar de gozar del sábado de descanso prescrito por la ley, vemos al hombre ocupado rasurándose, bañándose y lavando su ropa. ¿No dice esto al oído abierto que donde ha entrado el pecado y la contaminación, el descanso del día séptimo ha pasado y un nuevo orden de cosas ha sido introducido?
CAPITULO 10
EL OCTAVO DIA
Y el día octavo tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de flor de harina para presente, amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica se presentará con aquellas cosas al que se ha de limpiar delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo del testimonio” (Lv. 14:10, 11).
Al fin pasaron los siete días y ha llegado el día octavo, el día deseado. Ahora puede regresar a su hogar y al círculo feliz de la familia donde todo es amor, gozo y paz. El vituperio y la vergüenza son cosas del pecado. Los días de testificar se han acabado y puede entrar a su hogar, dulce hogar.
“El Día Octavo” en las Escrituras tiene un significado especial. Siete días completaron la semana, terminando con el sábado, el día séptimo. El día siguiente era e día después del sábado, o sea el primer día de otra nueva semana. Aquí se llama “el día octavo”. En el capítulo 23 de Levítico veremos la diferencia. En los versículos 11, 15 y 16 leemos del “siguiente día del sábado”. Esos versículos nos hablan, en tipo, de la resurrección del Señor Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo. En los versículos 36 y 39 leemos del “octavo día”. Eso nos habla de un principio enteramente nuevo. Nos habla del tiempo cuando Cristo reinará mil años y todo pecado será sujetado. Después el diablo será desterrado para siempre y una eternidad de gozo y paz empezará. Será un principio nuevo, como dice el Señor: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21:5).
En verdad aquel día octavo fue un principio nuevo para el que había sido leproso. Los días tristes de andar fuera del real ya pasaron para siempre. No había más necesidad de rasurarse o lavarse. No más estará lejos de su hogar y de sus amados. Una vida de amor, gozo, paz y adoración había empezado.
Ahora, con todas las ofrendas (menos la de paces) en su mano, hablando de los varios aspectos y excelencias del sacrificio grandioso de Cristo mismo, aquel hombre, que recién era un leproso despreciado llega a ser presentado ante el Señor. Las ofrendas de la culpa, la expiación, la presente y del holocausto están todas incluidas, como también el log de aceite, hablando del Espíritu Santo por el cual Cristo se ofreció a Sí Mismo a Dios, (Heb. 9:14). En virtud de estas ofrendas el hombre que estaba lejos, se acerca a Dios. Parece que no hay otro que tuvo ese privilegio maravilloso de ser PRESENTADO ante Dios de esa manera.
Da gusto contemplar la escena. Aquel que hace solamente ocho días había sido un leproso inmundo, fuera del real, con su cabeza destapada, su ropa deshecha, clamando: “¡Inmundo! ¡inmundo!” ahora no solamente está dentro del real sino que está llevado a la casa de Dios y allí presentado delante de Dios. ¡Bendito, feliz, maravilloso lugar! ¡y este lugar es nuestro ahora! “A vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos de ánimo en malas obras, ahora empero os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de muerte, para haceros santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de él” (Col. 1:21, 22).
“Extraños y enemigos de ánimo” exactamente como el leproso fuera del real. “Ahora empero os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de muerte” nos habla del leproso purificado y vuelto al real por medio de la muerte de aquella avecilla que lo limpió. ¿A qué lleva todo eso? “Para hacernos santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de él”, o en otras palabras para presentaros santos, etc. delante de él (Ef. 5:27).
Ciertas personas favorecidas son presentadas en la corte del rey pero tú y yo, hermano, ¡tenemos la perspectiva maravillosa de estar un día presentados al Rey de reyes! ¡Qué admirable expresión! “El sacerdote que le purifica presentará” al hombre. No es un extraño que nos llevará a presentarnos a Dios. No, es el mismo Sacerdote que nos limpió, el Sacerdote que hemos conocido y amado tanto tiempo aquí. Será Él Mismo que nos presentará a Dios. ¿Tendremos miedo cuando nos toma de la mano y nos lleva a aquel lugar de gloria para presentarnos a Dios? No, porque será aquella misma mano bendita que fue clavada y que nos ha guiado todos estos años por el desierto de este mundo.
Un hermano preguntó a un creyente chino: “Sr. Chang, ¿Cómo es que 1 Pedro 2:11 dice: ‘Os ruego como a extranjeros y peregrinos’ y Pablo dice ‘ya no sois extranjeros ni advenedizos’?” (Ef. 2:19). Él quedó pensando, extrañado por un momento, y entonces le volvió a preguntar: “¿Es extranjero Ud. aquí en este mundo?” “Sí”, contestó “aun mi propia familia casi no me reconoce”. “Bueno, cuando se encuentre con el Señor allá en el cielo, ¿será extranjero?” Con una sonrisa alegre iluminando su rostro, contestó: “¡Oh, no! Él es mi mejor Amigo, Le he conocido por más de cuarenta años”.
Cuando estemos al fin reunidos
Con los redimidos más allá,
Cantaremos con fervor
En presencia del Señor:
“Es Jesús el mejor amigo”.
Conforme más vivamos como extranjeros aquí por habernos guardado rasurados y lavados, no conformándonos a este mundo, tanto menos seremos como extranjeros allá.
Pensamos en el gozo, honor y privilegio que nosotros experimentaremos al llegar allá, pero ¡qué gozo será para Él! cuando nos presente ante Dios. ¿No verá Él del trabajo de su alma y será saciado? (Is. 53:11). Nada menos podría satisfacer el corazón del Señor Jesucristo. ¿Qué será nuestro gozo comparado con el gozo de Él? Tenemos un vistazo en Judas 24 de su gozo en aquel tiempo: “A aquel, pues, que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros delante de su gloria irreprensibles, con grande alegría”. Hubo una ocasión cuando Él dijo: “Mi alma está muy triste hasta la muerte” (Mt. 26:38.). Estaba “muy triste” pero entonces tendrá “grande alegría.” Cuando Él encontró la oveja perdida la puso sobre sus hombros “gozoso” pero en aquel día, habiendo llevado a los suyos al Hogar, se gozará con “grande alegría”. Durante todo el peregrinaje al Hogar Él “pastoreólos con la pericia de sus manos” (Sal. 78:72). Los ha sostenido y guardado para que no tropezaran y ahora ha llegado el fin del viaje y con grande alegría presenta a Dios los trofeos de su gracia y poder.
Pero ¿cómo es posible que presente como “irreprensible” a uno que tiene tantas faltas? Es en virtud de los tres corderos que el leproso lleva en sus manos, al ser presentado, que él es tenido por “irreprensible”. Notarás que, al ser presentado cada cordero, dice del sacerdote “y hará expiación por él” (vs. 18, 19, 20). “Expiación” quiere decir “cubierto”, cubierto por la sangre de las ofrendas de la expiación, la culpa y el holocausto. Dios lo mira sin falta, ni culpa o mancha y además lo ve en todas las excelencias de la hermosura y justicia de Aquel a quien representan los tres corderos. Está cubierto de tres capas (por así decirlo), nos habla de la ofrenda única del cuerpo de Jesucristo en sus tres aspectos. Estas ofrendas no se podían separar de la ofrenda del presente, (que hablaba de su vida sin pecado en esta tierra), ni del aceite. Si el hombre hubiera procurado entrar a la presencia de Dios para ser presentado, sin esas ofrendas, Él nunca lo hubiera aceptado; pero con las ofrendas en sus manos, el hombre que no podía estar en la presencia de sus semejantes, estaba aparejado para estar en la presencia de Dios. No fue porque se haya quitado el pelo y se haya lavado que ya estaba listo para estar en la presencia de Dios, aunque esas cosas eran buenas y necesarias. Fue la sangre solamente lo que lo preparó para entrar en aquella presencia maravillosa. Así también nosotros que en otro tiempo estábamos lejos, hemos sido hechos cercanos POR LA SANGRE DE CRISTO, (Ef. 2:13), y nosotros también hemos sido “aceptos en el Amado” (Ef. 1:6). Solamente en Él y por la virtud de Su sangre podemos ser “aceptos”.
En 1 Juan 3:2, 3 leemos: “Sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es. Y cualquiera que tiene esta esperanza en él, se purifica, como él también es limpio”. No nos purificamos para poder verle a Él y ser semejantes a Él, sino que nos purificamos porque ya tenemos la seguridad y esperanza de verle y ser como Él es por el sacrificio de Sí Mismo y por su preciosa sangre. Nos purificarnos ahora no por la sangre sino por el agua de la Palabra.
CAPITULO 11
La Ofrenda Por La Culpa
“Y tomará el sacerdote un cordero, y ofrecerálo por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda agitada delante de Jehová” (Lv. 14:12).
Qué gozo indecible para Dios cuando el leproso se presentaba con el cordero de la expiación. En tipo hablaba del Cordero que Dios iba a proveer, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Hijo Unigénito de Dios. Y con el cordero estaba el log de aceite que tipificaba el Espíritu Santo. Vemos a las tres personas de la Trinidad ocupadas en dar la bienvenida al pecador redimido a su Hogar en los cielos.
“Y degollará el cordero en el lugar donde deguellan la víctima por el pecado y el holocausto, en el lugar del santuario: porque como la víctima por el pecado, así también la víctima por la culpa es del sacerdote: es cosa muy sagrada” (v. 13).
Vemos que la lepra además de ser considerada como inmundicia era también contada por culpa contra Dios y necesitaba la ofrenda por la culpa. Así nosotros tenemos que realizar que no solo estamos contaminados por el pecado sino que también hemos pecado individualmente contra Dios. Es bueno llegar al punto de clamar: “A ti, a ti solo he pecado” (Sal. 51:4). El pobre pródigo en Lucas 15 tuvo que aprender esa lección, como vemos cuando clamó: “Padre, he pecado contra el cielo, y contra ti” (v. 21).
Si traes a la memoria los diferentes casos de lepra mencionados en el Antiguo Testamento entre el pueblo de Israel, verás que en cada caso esa terrible enfermedad fue mandada por un gran pecado cometido: María, (Nm. 12); Giezi (2 R. 5); Uzías, (2 Cr. 26). En el caso de Giezi la lepra fue pegada a él y a su simiente para siempre. No se sugiere que hubo pecado en Naamán, (2 R. 5) pero él no era del pueblo de Israel. Parece que Dios usó la lepra como un castigo para su pueblo y pueda ser que la ofrenda por el pecado expiaba el pecado que había causado el castigo. No hay duda que en tipo nos habla la ofrenda por la culpa de la muerte de Cristo que expía los hechos de pecado que cometemos. Pero la ofrenda por la culpa, como la ofrenda por el pecado, era del sacerdote. Cuando el sacerdote comía de la ofrenda por la culpa se apropiaba la culpa del que ofrecía. ¡Qué gracia incomparable! Es exactamente lo que ha hecho nuestro Gran Sacerdote por nosotros.
“Y tomará el sacerdote de la sangre de la víctima por la culpa, y pondrá el sacerdote sobre la ternilla de la oreja derecha del que se purifica, y sobre el pulgar de su mano derecha, y sobre el pulgar de su pie derecho” (v. 14).
La sangre de la ofrenda por la culpa que ha borrado toda la culpa, ahora marca la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha, y el pulgar del pie derecho del leproso purificado. Es la insignia de cada uno que entra en el cielo de gloria. Cada uno tiene que admitir que su cabeza, con toda su intelectualidad y habilidad, tiene necesidad de ser purificada por la sangre preciosa. Sus manos han sido usadas muchas veces para pecar contra Dios, pero ahora la sangre en el pulgar de la mano derecha es la señal que todo ha sido perdonado. Cuántas veces nuestros pies se han descarriado para seguir nuestro propio camino, (Is. 53:6) pero ahora la sangre en el pulgar del pie derecho dice a todos que “Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros”.
¡Qué maravilloso que el que se agachó para lavar los pies de los suyos, se humilla también para marcarlos con su sangre preciosa!
Su cabeza santa una vez fue coronada de espinas, y “fue desfigurado de los hombres su parecer”. (Is. 52:14). Su sangre preciosa manchó su cabeza y ahora marca mi cabeza para ser de Él para siempre. Sus manos y pies fueron traspasados por mí y por toda la eternidad llevará las marcas de los clavos crueles; ahora mi mano y pie llevan la señal de la sangre que los compró.
Una señorita cristiana, preguntó a un creyente si él creía que era malo que ella fuera a un baile. El anciano le contestó: “Todo depende de si tiene o no la sangre en el pulgar del pie derecho”. La señorita lo miró extrañada porque no entendía. Él, entonces, le explicó acerca del leproso purificado que tenía la señal de la sangre en la oreja, la mano y el pie, significando que todo había sido comprado con la sangre del Salvador. Cuando ella realizó que su pie estaba señalado con la misma sangre preciosa de su Salvador, sabía que no podía usarlo para bailar con los impíos.
Cuando veamos las multitudes sin número en el cielo veremos que cada uno llevará la misma marca; cada uno se gozará cantando aquel canto nuevo: “Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y nos has redimido para Dios con tu sangre, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Ap. 5:9).
CAPITULO 12
El Log de Aceite
“Asimismo tomará el sacerdote del log de aceite, y echará sobre la palma de su mano izquierda: Y mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite
con su dedo siete veces delante de Jehová”, (Lv. 14:15, 16).
Ya hemos visto que el aceite habla del Espíritu Santo. En estos dos versículos el sacerdote deja de estar ocupado con el leproso, quien por el momento está olvidado, y esparce el aceite delante de Jehová. Hemos visto que el leproso era presentado ante Dios en el poder del Espíritu Santo y por virtud del sacrificio de Cristo. Ahora EL ACEITE está esparcido delante de Dios. Esto nos recuerda de que Dios se deleita en el Espíritu Santo. Es fácil olvidar que el Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad; no solo una influencia, sino el verdadero Dios.
Siete indica perfección y es maravilloso recordar que en un mundo lleno de pecado, tristeza y sufrimiento hay Uno que mora aquí ahora en Quien Dios toma contentamiento. Recordamos como Dios el Padre miró desde el cielo abierto cuando su Hijo estaba en esta tierra y de Él, y sólo de Él, dijo: “Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento” (Mt. 3:17). De la misma manera Dios puede ahora mirar al Espíritu Santo y, para toda la eternidad, será su delicia en el cielo. Aunque mora en cada creyente y es su poder para hacer la obra de Dios tenemos que recordar que primeramente el Espíritu Santo está aquí para Dios y para su gloria.
“Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre la ternilla de la oreja derecha del que se purifica, y sobre el pulgar de su mano derecha, y sobre el pulgar de su pie derecho, sobre la sangre de la expiación por la culpa” (v. 17).
El aceite puesto encima de la sangre en la oreja, la mano y el pie representa el poder y la energía del Espíritu Santo para la vida del creyente, y su alabanza y servicio en el cielo. El Señor prometió que el Consolador estaría con nosotros para siempre y seguramente que todas las actividades del cielo serán llevadas a cabo en el poder de Él.
“Y lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá sobre la cabeza del que se purifica: y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová” (v. 18).
Es precioso notar que no se acaba el aceite. Aunque se esparce siete veces delante de Jehová y se pone en la oreja, la mano y el pie, sin embargo, queda más todavía. Nos recuerda de Juan 3:34: “No da Dios el Espíritu por medida”. El Espíritu Santo es más que suficiente para toda necesidad, no importa cuánto necesitamos de su poder y energía. Después de que cada requerimiento del aceite hacia Dios y el hombre es plenamente llenado, todavía hay y ésta se derrama sobre la cabeza del leproso. En Israel, los que fueron ungidos eran los sacerdotes y los reyes y, algunas veces, un profeta y LOS LEPROSOS PURIFICADOS. ¡Qué compañía más maravillosa a la cual están introducidos! ¿No nos habla eso del lugar en que el Señor nos ha puesto? En Apocalipsis 1:6 leemos: “Nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre”. En 1 Pedro 22:9, 10 somos llamados “real sacerdocio”. El cántico nuevo de Apocalipsis 5:9, 10 dice: “y nos has hecho reyes y sacerdotes”.
Todo eso va mucho más allá de nuestros sueños o entendimiento. ¿Quién podría concebir el pensamiento que uno tan pobre, vil, inmundo y despreciado fuera puesto en una posición que ningún otro Israelita podía ocupar – la de SACERDOTE y REY? Era el pensamiento y propósito de Dios. Nosotros solamente nos inclinamos en adoración y nos maravillamos al contemplar aquella escena. “Y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová”(v. 18).
Este versículo completa el cuadro maravilloso que empezó en el versículo 12. No fue el aceite sino la sangre de la ofrenda por la culpa que efectuó la expiación. Vemos en Levítico 17:11: “La misma sangre expiará la persona”. La sangre, no el aceite, es lo que hace la expiación. Solo la sangre puede cubrir los pecados. Esa declaración al fin del versículo 18, al fin de la porción que incluye la ofrenda por la culpa y el aceite, nos muestra como el Espíritu de Dios está tan íntimamente conectado con la ofrenda de nuestro Señor Jesucristo, (Heb. 9:14). Vemos al hombre que se purifica no solamente purificado por la sangre sino también protegido bajo la sangre, y todas sus culpas cubiertas por ella. Verdaderamente podemos exclamar: “Bienaventurado aquel cuyas iniquidades son perdonadas, y borrados sus pecados” (Sal. 32:1).
¿Qué más se podría añadir a semejante cuadro? Parece que una pincelada más lo arruinaría, pero hallamos que faltan dos escenas todavía para su perfección. “Ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pecado, y hará expiación por el que se ha de purificar de su inmundicia, y después degollará el holocausto” (v. 19).
¡Qué obra tan perfecta y cabal la de nuestro Salvador que llevó a cabo en la cruz! No solamente todas las culpas son borradas por la sangre de la ofrenda por la culpa; sino que también aquella raíz incurable del pecado fue juzgada. La ofrenda por el pecado nos dijo que solamente la muerte nos podría librar de eso. Aquella naturaleza vieja no está perdonada, sino juzgada. Nuestra ofrenda por el pecado ha muerto y nosotros morimos con Él y con Él somos resucitados. Cuando estemos en la gloria aquella naturaleza vieja y pecaminosa ya no nos molestará más, como lo hace ahora, causándonos mucha tristeza y vergüenza.
Queda una escena todavía para completar el cuadro.
“Y hará subir el sacerdote el holocausto y el presente sobre el altar. Así hará el sacerdote expiación por él, y será limpio” (v. 20).
En la ofrenda por la culpa el ofrecedor ponía su mano sobre la cabeza de la ofrenda y todos sus pecados y culpas fueron traspasados de él al animal, quedando él libre de la culpa. En el holocausto el que ofrecía ponía también su mano en la cabeza de la ofrenda pero en ese caso toda la eficacia y virtud de la ofrenda pasaba al que ofrecía. El holocausto es especialmente la parte de Dios en aquella ofrenda poderosa de la cruz. El holocausto no fue llevado porque el hombre había pecado sino ofrecido como el culto o la adoración más alta que el hombre podía llevar a Dios. La presente nos habla de la vida pura y santa de nuestro Señor Jesucristo aquí en la tierra.
Ahora la purificación del leproso está terminada y sin duda recuerda la historia de aquellos días: su vida triste fuera del real, su limpieza, su presentación a Dios, las señales puestas en su persona por la sangre que ha borrado todas sus culpas, aquella posición nueva en que ha sido puesto como rey y sacerdote, aquella ofrenda por el pecado que le ha librado de su propia naturaleza vieja. ¡Qué historia! ¿Qué puede ofrecer él ahora al que ha hecho todo eso por él? Su corazón rebalsa de adoración, alabanza y gratitud y trae lo que da también el gozo más grande al corazón de Dios. Ofrece el holocausto con la flor de harina por presente. Ofrece a Dios el sacrificio de su propio Hijo amado (en tipo) de la manera en que fue especialmente para Dios y le trae a Él también aquella vida sin tacha aquí en la tierra, tan diferente de la vida suya. No sólo ha sido puesto el leproso purificado en la posición de sacerdote y rey pero ahora ha sido hecho adorador, y lo dejamos inclinado ante el altar con el holocausto ascendiendo a Dios como olor suave y le oímos exclamar: “Ungiste mi cabeza con aceite: mi copa está rebosando” (Sal. 23:5).
La verdadera adoración es la superabundancia del corazón ocupado en el Señor – tan lleno que rebalsa en culto y alabanza. Eso es lo que quiere decir aquí el holocausto y el presente, ambos ascendiendo a Dios como olor suave.
Hemos procurado, en alguna medida, seguir al leproso desde donde estaba fuera del real hasta donde ocupa lugar como adorador ante el altar con el holocausto ascendiendo a Dios en olor suave. ¡Qué senda ha pisado! Y así ha sido nuestra senda, hermano. ¡Qué gracia infinita! Ojalá que conmueva nuestro corazón para amar más fervorosamente al que ha hecho tanto por nosotros.
CAPITULO 13
La Aplicación Presente
En el Salmo 119:96 leemos: “Ancho sobremanera es tu mandamiento”. Creemos que esta maravillosa historia tiene otra interpretación con distinta lección para todos nosotros. Muchas porciones de la Escritura tienen más de una aplicación o lección. Pueden tener una enseñanza para el tiempo presente y otra para el futuro. Hemos estado viendo lo que habla de nuestra llegada al Hogar allá arriba. Sabemos por ciertos pasajes, como Efesios 2:6, que Dios nos ve, aun ahora, como resucitados de los muertos y sentados en los cielos. “Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; por gracia sois salvos; y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:4-7). Eso no es algo que será hecho en el futuro sino que ya está hecho por Dios.
Vemos que en un sentido no tenemos que esperar hasta que lleguemos a nuestro Hogar en la gloria para gozar de las bendiciones del “Octavo día”. Dios ha hecho todas las cosas nuevas para nosotros. Aun ahora ya estamos aceptos en el Amado. Ya hemos sido presentados como santos y sin mancha delante de Él. Es AHORA que Él es poderoso para guardarnos sin caída y aun AHORA se deleita en presentarnos “delante de su gloria irreprensibles, con grande alegría” (Judas 24). Este tipo no será cumplido en toda su plenitud hasta que lleguemos al Hogar pero qué bendición es saber que en un sentido, aun ahora, podemos probar y gozarnos de esas bendiciones!
Aun ahora gozamos de las bendiciones que resultan de la aceptación de la ofrenda por la culpa y aun ahora llevamos la sangre en la oreja, la mano y el pie. Querido hermano, que Él nos dé gracia, en medio de este mundo contaminado, para andar de una manera digna de la señal que ha sido puesta sobre nosotros.
Tengamos cuidado que no entre a ese oído señalado con la sangre nada que traería deshonra al que derramó su sangre por nosotros. Que todo lo que oigamos, hablemos o pensemos sea conforme a Su voluntad y Su muerte. La oreja marcada con sangre representa toda la cabeza, (Fil. 4:8).
Esta verdad no solamente tiene un aspecto negativo sino también otro positivo. ¡Qué la cabeza mía, con el intelecto, los oídos, la boca, los ojos, todo, todo, sea para Él para siempre. ¡Oigamos, pensemos y hablemos para Él! Las orejas, manos y los pies son marcados con la señal de la muerte, el precio que fue pagado para comprarnos para Él. ¡Quiera Dios que nuestras facultades nunca sean usadas para otro! Esa mano mía que en un tiempo fue usada para servir al enemigo, ha sido comprada con la preciosa sangre y con gusto debe trabajar y pelear por Él que la compró para ser de Él.
“El que hurtaba, no hurte más; antes trabaje, obrando con sus manos lo que es bueno, para que tenga de qué dar al que padeciere necesidad” (Ef. 4:28). En otro tiempo mi mano tomaba las cosas que eran de mi vecino; ahora trabaja para dar a mi vecino o algún otro que tenga necesidad. Eso es el resultado de tener la sangre en mi mano.
Mi pie que antes estaba libre para seguir su propio camino ahora está ungido por la sangre preciosa. “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio de la paz, de los que anuncian el evangelio de los bienes!” (Ro. 10:15).
La sangre me dice que ya no soy mío sino soy comprado por precio: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque comprados sois por precio: glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro Espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:19, 20).
La sangre en mis miembros me dice: “Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado por instrumentos de iniquidad; antes presentaos a Dios como vivos de los muertos, y vuestros miembros a Dios por instrumentos de justicia” (Ro. 6:13).
Al ver la sangre y realizar el precio que Él pagó por mí, canto de todo corazón:
Que mi vida entera esté
Consagrada a Ti, Señor;
Que a mis manos pueda guiar
El impulso de tu amor.
Lávame en tu sangre, Salvador,
Límpiame de toda mi maldad.
Traigo a Ti mi vida, para ser, Señor,
Tuya por la eternidad.
Que mis pies tan solo en pos
De lo santo puedan ir,
Y que a Ti, Señor, mi voz
Se complazca en bendecir.
Toma ¡Oh Dios! mi voluntad;
Y hazla tuya, nada más;
Toma, sí, mi corazón,
Por tu trono lo tendrás.
Al meditar en todo esto estamos constreñidos a exclamar: “Para estas cosas ¿quién es suficiente?” (2 Co. 2:16). Conforme más reconocemos nuestra propia inutilidad, diremos: “No que seamos suficientes de nosotros mismos … sino que nuestra suficiencia es de Dios” (2 Co. 3:5).
Nunca tendríamos poder de andar por este mundo contaminado, (y que contamina) con la sangre marcando nuestros miembros, si no fuera que el aceite es puesto encima. Esto nos habla del poder del Espirito Santo para sostenernos en medio de circunstancias diversas y para guardarnos de caer o tropezar durante todo el tiempo de nuestro peregrinaje aquí. Solo el Espíritu Santo nos puede guardar de traer deshonra sobre esa preciosa sangre, que nos señala como creyentes en Cristo Jesús. Solo Él nos puede dar el poder de rendir nuestros miembros y todo nuestro ser a Dios para usados para Él y en su servicio. Nunca podríamos agradecerle a Dios demasiado por el aceite ungido sobre la sangre.
Démosle gracias a Dios también por el valor de la ofrenda por el pecado. Aun aquí y ahora estamos muertos al pecado y vivos a Dios, (Ro. 6:11). Y aun aquí y ahora gozamos de aquel privilegio maravilloso de ser sacerdotes reales. En verdad que somos participantes en el rechazamiento de nuestro Rey ausente, sin embargo, nos dice AHORA que somos real sacerdocio, (1 P. 2:9). Sí, y también es ahora, aquí en esta vida, que somos adoradores. En Juan 4:23 vemos que el Padre busca adoradores (no adoración, sino adoradores). ¿A quién se le ocurre que hallaría estos en las personas de pobres leprosos contaminados pero ya limpiados y acercados? Pero así es. Sí, aun ahora, tú y yo, creyentes en Cristo tenemos el privilegio infinito de traer nuestro holocausto (de lo cual no podemos separar el presente). Los traemos con corazón rebozando y los ofrecemos al Señor quien ha hecho todo por nosotros. En verdad podemos decir con corazones llenos de gratitud: “Ungiste mi cabeza con aceite: mi copa está rebozando” (Sal. 23:5). Y al mirar hacia el futuro podemos cantar con toda seguridad: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida: Y en la casa de Jehová moraré por largos días” (Sal. 23:6).
Entonces, ya en nuestro Hogar “en la casa de Jehová” experimentaremos en toda su plenitud y gloria inefable, todas esas bendiciones que hemos contemplado y aun gozado aquí, y diremos: “Verdad es la que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; mas yo no lo creía, hasta que he venido y mis ojos han visto, que ni aun la mitad fue lo que se me dijo: es mayor tu sabiduría y bien que la fama que yo había oído” (1 R. 10:6, 7).
CAPITULO 14
“Mi Flaqueza, Mi Flaqueza, ay de mí”!
Is. 24:16
Hemos estado considerando esa porción exquisita de la santa Palabra de Dios y cada vez que se lee se puede ver brillar nuevos rasgos de gloria y hermosura, de modo que nunca podemos decir que hemos terminado de aprender de este o ningún otro pasaje de la Biblia. Quién sabe si el pueblo de Dios en aquel tiempo entendía todo lo que encerraba esa porción preciosa o si la apreciaba. ¿Y nosotros? ¿Cuánto entendemos de las glorias, excelencias y valor de nuestro precioso Salvador, quien ha sido revelado a nosotros en una medida mucho más amplia que a aquel pueblo de antiguo?
Ahora llegamos a la próxima porción de nuestro capítulo:
“Mas si fuere pobre, que no alcanzare su mano a tanto, entonces tomará un cordero para ser ofrecido como ofrenda agitada por la culpa, para reconciliarse, y una décima de flor de harina amasada con aceite para presente, y un log de aceite; y dos tórtolas, o dos palominos, lo que alcanzare su mano: y el uno será para expiación por el pecado, y el otro para holocausto; las cuales cosas traerá al octavo día de su purificación al sacerdote, a la puerta del tabernáculo del testimonio delante de Jehová” (Lv. 14:21, 22, 23).
¡Cuántas veces estamos “pobres”! ¡Nuestra aprehensión de Cristo es tan pobre! Sin embargo, si confiamos en Él, su preciosa sangre nos limpia. ¡Gracias a Dios! No es mi estimación de su valor, sino la estimación de Dios lo que vale.
Tal vez soy tan pobre que en lugar de llevar los corderos para la ofrenda por la culpa sólo puedo alcanzar a llevar dos tórtolas o dos palominos; sin embargo, seré limpiado y aceptado de la misma manera. Ninguno que llega en el nombre precioso del Señor Jesús será rechazado. La fe puede ser muy poca; el aprecio del valor de Él muy pequeño, pero si llegamos por AQUEL NOMBRE, Dios, a quien llegamos, comprende todo su valor y somos aceptos en Él. Podemos sentir profundamente nuestra pobreza pero eso no nos evita llegar a Él. Lleguémonos tal como estemos en aquel nombre digno y todo nos saldrá bien.
Notemos como el Espíritu de Dios en los versículos 23-32 cuenta otra vez con mucho detalle la historia maravillosa que hemos estado considerando. ¡Vale la pena repetirla! Parece que Él mismo no se cansa de mirar esas cosas que, en su gracia infinita, nos ha estado revelando. No nos cansemos nosotros tampoco de esas vistas; meditemos en ellas y alimentémonos de sus preciosas lecciones. No es de ninguna manera una casualidad que dos capítulos largos estén ocupados acerca de la lepra y la purificación de ella. Que el Señor nos ayude a entrar más y más en la profundidad y plenitud de esas maravillosas enseñanzas para ver mejor las glorias y hermosuras que brillan en ellas. Como su Autor, son infinitas.
Señor, “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley” (Sal. 119:18). Levítico 14:33 hasta 53 trata de la lepra en una casa y su limpieza. Esto sería aplicable después que el pueblo de Israel llegara a Canaán y nos habla ahora de pecado en una asamblea del pueblo de Dios. Es un tema muy solemne e importante el cual cada creyente debería considerar seriamente. Va más allá del alcance de este estudio pero recomendamos a los lectores leer y meditar con oración en esa porción de la Palabra de Dios.
Traducido del Inglés por M. de K.
Contendor Por La Fe, 1960
