Cosas grandes es la demanda del día. Los rascacielos ya pasan de cien pisos, los barcos y los aviones se construyen de tamaños gigantescos, las bombas y los cohetes cada vez superan en tamaño a los anteriores, y miles de artículos de uso diario se producen en masa, en fábricas que parecen ciudades.
Las iglesias, también, han sido arrastradas por la corriente del desmedido afán por las cosas grandes, y procuran edificar templos gigantescos, reunir congregaciones que no caben en los templos, lograr miles de profesiones de fe y bautizar a centenares de candidatos; todo lo cual sería muy bueno, si no fuera que el deseo de informar cosas grandes nos ha hecho olvidar lo que hace verdaderamente grande a una iglesia y su obra.
El Maestro dijo que la grandeza consiste en servir; de manera que no es grande la iglesia que cuenta con mil miembros, sino la que está sirviendo a los miembros que tiene —sean muchos o pocos— y a la comunidad en que se encuentra.
En la iglesia de verdadera grandeza, hay sincero amor y compañerismo entre los hermanos, relación más difícil de conseguirse en las congregaciones muy numerosas. También es más difícil que la congregación más numerosa logre utilizar a todos sus miembros y desarrollarlos en el servicio cristiano. En estos y otros aspectos de la obra, es muy probable que las iglesias con unos cuatrocientos miembros cada una, hagan tres veces más que una sola iglesia con ochocientos miembros.
Aunque tampoco podemos decir que el tener un número reducido de miembros garantice la grandeza de la iglesia; hay iglesias de solamente cincuenta o cien miembros que no son grandes, porque en ellas no hay amor, no hay conversiones, no hay servicio, no hay desarrollo de los miembros.
Cualquiera que sea su tamaño, la iglesia verdaderamente grande es aquella en que reina un espíritu de unión en Cristo e impera el anhelo intenso de ver a otras personas venir a formar parte de esa unidad. No se buscan “profesiones”, sino conversiones; la regeneración del alma que restaura a la persona la imagen espiritual de Dios que todos perdimos cuando el pecado entró al mundo. Tan insistente es ese anhelo que todos los miembros son ganadores de almas; hacen trabajo personal, dirigen servicios en las casas, visitan las cárceles y los hospitales, y de toda manera posible ofrecen el nuevo nacimiento a sus conciudadanos. Establecen misiones y las nutren hasta que éstas también se convierten en iglesias que siguen el buen camino trazado por la iglesia madre.
La iglesia grande no se esfuerza por reunir a treinta, cincuenta o cien personas en una clase, pues sabe que se logra mayor eficiencia y más aprendizaje en las clases pequeñas, y provee suficientes salones y maestros para ministrar de una manera adecuada a todas las personas que deben venir a la escuela dominical. Con frecuencia establece alguna clase nueva, de acuerdo con la necesidad.
Así, no sólo logra que se dé más atención individual a los alumnos y que ellos aprovechen más, sino que también se utiliza a mayor número de los miembros en el servicio de la iglesia; y siempre se están buscando otras maneras de ayudarles a crecer en gracia y en servicio cristiano.
La iglesia grande no se queda callada respecto a asuntos sociales y cívicos; no acepta el “evangelio social,” y reconoce que su misión principal es la de ganar almas; pero también sabe que las personas regeneradas siguen viviendo en el mundo y que es necesario orientarlas acerca de la aplicación práctica de los principios cristianos en su trabajo, en las diversiones, en la política, etc.
Por supuesto, la iglesia grande también puede ser una gran iglesia; todo depende de que tenga una visión amplia de sus posibilidades, trabaje con entusiasmo, y en todo busque la dirección del mismo Maestro.
Dejemos de “contar cabezas y centavos” y midamos nuestro trabajo por las verdaderas bases de la grandeza; aprovechemos hasta el máximo las oportunidades que el Señor nos da, para que todas nuestras iglesias, grandes o pequeñas, sean grandes iglesias.
El Promotor de Educación Cristiana, 1951