La contribución loable del protestantismo en la historia de la iglesia

Con este artículo no estamos intentando promover al protestantismo por encima de la fe bautista, sino más bien reconocer la contribución positiva del protestantismo en la historia de la iglesia.

“Yo protesto” – 1 Corintios 15:31 (traducción literal de la Biblia King James en inglés)

La forma más fuerte de afirmación posible para los griegos estaba en la palabra νή, la partícula de juramento, que se traduce tanto en la versión King James como en la versión Revisada como “Yo protesto”. Esto parecería oponerse a la opinión prevalente en algunos sectores, de que el nombre “protestante” es objetable por el hecho de que sugiere una negación del error en lugar de una declaración franca y positiva de la verdad.

La palabra proviene de pro-testari, que significa testificar por o a favor de. En el latín, como en el inglés antiguo, se aplicaba no sólo a la presentación de evidencia, sino también a la demostración de un caso. Entonces, como ahora, se excluía el testimonio de oídas; el testigo, como “protestante”, debía testificar acerca de aquello que había “visto con sus ojos y palpado con sus manos” (1 Juan 1:1–3).

En la última entrevista de Jesús con sus discípulos, él dijo: “…y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Como testigos, mártires o “protestantes”, nuestra comisión es anunciar, de la manera más positiva, la verdad del Evangelio. El Evangelio es un caso en el tribunal; nosotros somos los testigos, y el mundo es el jurado que se sienta para juzgar la evidencia que presentamos para sostenerlo.

El nombre “protestante” fue aplicado por primera vez a Lutero y sus asociados en la Dieta de Espira, A. D. 1529, cuando presentaron una “Expostulación” formal contra ciertos errores; de igual manera que otros, por la misma razón, son llamados “Disidentes” y “No conformistas” en nuestros días. Pero la forma negativa de la Expostulación de Espira fue meramente incidental a la reafirmación, con tremendo énfasis, de ciertos hechos vitales y positivos.

Es un error suponer que el protestantismo, salvo en el nombre, comenzó con la Reforma. La Reforma fue solamente el resurgimiento de un principio dormido. En la mano de una de las momias de Belzoni, sacada de una cripta junto al río en Egipto hace cien años, se encontró un bulbo. Había estado en el puño de aquel muerto durante tres mil años; pero al plantarlo, se dice que brotó vida nueva. Todo lo que los reformadores hicieron fue abrir los rígidos dedos de una Iglesia muerta en el formalismo y tomar de allí una forma de religión que, aunque compartía la oscuridad de la muerte, nunca había muerto; y la plantaron, y como la semilla de mostaza de la parábola, creció y se hizo árbol, de modo que las aves del cielo anidan en sus ramas.

La Reforma: una restauración

Así pues, la Reforma no fue una revolución, pues no introdujo nada nuevo. Fue claramente un renacimiento o restauración: un regreso a lo original y esencial. La Iglesia había olvidado la fe de los padres; había cubierto la Escritura con fábulas viejas; había apartado a Cristo para dar lugar al Papa y a la jerarquía; había sustituido el eneldo, el comino y la menta del ceremonialismo por los asuntos más importantes de la verdad y la justicia. Las lámparas del santuario se habían apagado y había hambre de la Palabra. Finalmente, se alcanzó la abominación desoladora cuando el rey Enrique IV, bajo pena de excomunión, cruzó los Alpes en pleno invierno y se presentó en saco de cilicio en Canossa; donde, después de esperar tres días a la puerta del Papa, fue absuelto y se le permitió besar el pie de Su Santidad. La “edad oscura” estaba entonces en su punto más oscuro; era tiempo de una reforma, de hacer un día mejor.

En el museo de Praga hay una imagen, en un misal antiguo, que representa una hoguera en la cual un hombre enciende la chispa, otro sopla la llama y otro más agita una antorcha ardiendo. Estos son los tres protestantes originales, quienes fueron instrumentos bajo Dios para traer la Reforma, cada uno de los cuales representó uno de sus grandes principios positivos.

Juan Wycliffe

El hombre que encendía la chispa era Wycliffe, cuyo lema era: “¡Volvamos a la Biblia!” La orden de registro que Cristo puso en manos del pueblo cuando dijo “Escudriñad las Escrituras” había sido arrebatada y apropiada por el Papa y la jerarquía. En lo que concernía al pueblo, la Biblia era un libro cerrado: se guardaba en los claustros o encadenada a los altares mayores de las catedrales; y cuando se leía al pueblo, se leía en una lengua desconocida. Wycliffe dijo: “Traduciré las Escrituras al idioma vulgar, para que todo labrador pueda leerlas mientras trabaja en los surcos”. Su Biblia fue publicada en 1384 y fue inmediatamente puesta en el Index Expurgatorius. Wycliffe mismo fue perseguido hasta su muerte; y por orden del Concilio de Constanza sus huesos fueron exhumados y quemados; las cenizas fueron arrojadas al río, y el río las llevó al mar. Pero la nota clave del protestantismo había sido tocada: “¡Una Biblia verdadera y abierta!”

Las Escrituras permanecen solas como nuestra regla infalible de vida. Están separadas, por su absoluta verdad y confiabilidad, de todos los demás libros. Los hombres santos que fueron escogidos para escribir la Escritura fueron investidos con poder para declarar sin error todo el consejo de Dios. La piedra de toque de la Escritura es la veracidad. El hombre que niega la veracidad de la Escritura se coloca contra el consenso de las Iglesias protestantes, y es, en tal medida, un racionalista. La Iglesia protestante afirma su fe en la Escritura como una declaración verdadera de la voluntad divina.

La Biblia abierta

Las Escrituras son libres y abiertas a todo hombre. En conformidad con esta proposición, la Iglesia protestante ha multiplicado las Escrituras en el idioma vernáculo hasta que ahora se circulan en más de trescientas lenguas diversas y se esparcen por el mundo como hojas del árbol de la vida. Sostenemos que todo poder está en esta Palabra: poder de conversión, como está escrito: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu…” (Hebreos 4:12); poder de santificación, como está implícito en la oración pontifical de nuestro Señor: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17); el poder de la liberación última del mundo, como está escrito: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…” (Mateo 28:19), y otra vez: “Que prediques la palabra” (2 Timoteo 4:2), y otra vez: “Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié.” (Isaías 55:10–11).

Los últimos trescientos años son la gloria de toda la historia. A principios del siglo XVI el mundo estaba en tinieblas. Las Escrituras estaban guardadas en los monasterios, donde los monjes se ocupaban en iluminar misales, cantar oraciones y balancear incensarios. El pueblo afuera, el pueblo descalzo bajo la sombra de los monasterios, estaba en oscuridad absoluta. La verdad en las Escrituras abiertas voló por el mundo como el ángel de Milton con la antorcha encendida. Escuelas, hospitales e instituciones de misericordia se multiplicaron en el camino. El pueblo se volvió un poder. El mundo comenzó a reconocer la dignidad del hombre. La luz no vino como un estallido de sol, sino como cuando perforó las sombras primordiales del caos: temblorosa al principio, luego más brillante, hasta el día perfecto. Así avanza el mundo, bajo el poder iluminador de las Escrituras, hacia la restauración de todas las cosas.

Juan Hus

El segundo hombre en la hoguera era Juan Hus, cuyo lema era: “¡Volvamos a Cristo!” Él insistió en que todos los sacerdotes y mediadores debían hacerse a un lado para que el pecador pudiera, por Cristo solamente, tener acceso a Dios. Esto implicaba una negación incidental, aunque tácita, del valor de las imágenes, los confesionarios y la absolución eclesiástica. Hus fue llevado a la hoguera en el año 1415, llevando una gorra amarilla pintada con diablos rojos; sus cenizas fueron esparcidas en el río y llevadas al mar.

Pedro y la Roca

Como protestantes, sostenemos que Cristo es el fundamento de su Iglesia. Cuando dijo a Pedro, quien acababa de hacer la buena confesión: “Y yo también te digo, que tú eres Petros, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18), no quiso decir que Pedro sería el fundamento de la Iglesia, sino más bien la gran verdad a la que Pedro había dado expresión: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Decir que Pedro es la Roca es mala filología, mala filosofía, mala historia, mala religión y mal sentido común. El apóstol fue llamado Petros, una piedra, porque, a causa de su valiente declaración de la gran verdad fundamental, era una piedra tallada de la roca; así como a Escipión se lo llamó Africano porque había atravesado África, y a Balboa se lo llamó Pacífico porque desde los riscos de Panamá vio por primera vez el gran mar occidental. Esta interpretación es consistente con la Escritura, pues “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:11). También es consistente con la historia, porque de hecho Cristo —y no Pedro— ha sido y es el fundamento de la Iglesia cristiana. Si hubiera sido de otra manera, la historia de la Iglesia probablemente habría sido escrita así: “Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó” (Mateo 7:27). Pero tal como es, la historia permanece así: “Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca” (Mateo 7:25). Así se cumple la promesa: “y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18).

Sólo Jesús

Cristo está solo en su relación con la Iglesia. ¡Jesús solamente! Él es primero, último, centro, y todo en todo. Los santos en gloria están a una distancia infinita de Él. María, la madre virgen, fue bendita entre las mujeres, pero al fin y al cabo, sólo era una mujer. Fue una reprensión grave la que se dio a Juan en Patmos cuando cayó a los pies del ángel para adorarlo. Si alguna vez hubo un ser digno de adoración aparte de Dios mismo, sería seguramente aquel ángel fuerte que, con rostro resplandeciente, había corrido el velo para mostrar al evangelista exiliado sus visiones de la vida eterna. Pero cuando Juan quiso darle ese honor, él retrocedió horrorizado y dijo: “Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios” (Apocalipsis 22:9). Por esto los protestantes no tenemos santos en nuestro calendario. Por esto no tenemos Ave Marías en nuestra liturgia. Creemos que la palabra es imperativa y final: “¡Adora a Dios!”

El único Mediador

Cristo es accesible para todos. Negamos la necesidad de intermediarios entre el alma y Él. Su palabra es: “Venid a mí” (Mateo 11:28). La rasgadura del velo de arriba abajo, en la hora misma en que Jesús, muriendo, clamó en la cruz: “Consumado es” (Juan 19:30), significó que un camino nuevo y vivo quedaba abierto al Lugar Santísimo. Que sacerdotes, pontífices y potestades eclesiásticas de toda clase se hagan ahora a un lado. ¡Abran paso! La función de la Iglesia y de sus ministros no es guardar el propiciatorio del acercamiento del pecador, sino simplemente anunciar que Jesús espera para oír, consolar, fortalecer, perdonar y salvarlo. ¿Mediadores? ¡No! ¿Intercesores? ¡No! ¿Confesores? ¡Oh, no! Esto es juego de niños, pero con consecuencias serias. ¡Fuera todo intento de interferir con la soberanía de Cristo en las cosas sagradas! En la nueva dispensación del Espíritu, todo hombre es hecho rey y sacerdote para Dios.

Martín Lutero

El tercer hombre en la hoguera era Martín Lutero, quien clavó las Noventa y cinco Tesis del Protestantismo en la puerta de la capilla de Wittenberg en 1517. Su lema era: “¡Volvamos a la Cruz!” Su gran doctrina era la Justificación por la Fe, a la que llamó articulus ecclesiae stantis aut cadentis, “el artículo de una iglesia que permanece o cae”. Esta es la verdad fundamental del cristianismo; es la base del carácter personal; y es la suma y sustancia de toda verdadera predicación, ya que ningún hombre puede ser un verdadero ministro de Cristo si no señala con el dedo a la Cruz diciendo: “¡He aquí el Cordero de Dios!” (Juan 1:29).

El protestantismo en progreso

Este es, pues, el Protestantismo tal como fue delineado por la Providencia divina en la lógica de los acontecimientos. Su único pontífice es Cristo, cuyo nombre es sobre todo nombre que se nombra en el cielo o en la tierra. Su único Libro es aquel que fue escrito por hombres santos de Dios, movidos por el Espíritu Santo. Su cántico de alabanza es:

Loores dad a Cristo el Rey, suprema potestad;
De su divino amor la ley postrados aceptad.

Vosotros, hijos de Israel, residuo de la grey,
Loores, dad a Emanuel y proclamadle rey.

Gentiles, que por gracia de él gozáis de libertad,
Al que de vuestro ajenjo y hiel os libra, hoy load.

Naciones todas, escuchad y obedeced su ley,
De gracia y de santidad proclamadle rey.

Dios quiera que, con los que están del trono en derredor,
Cantemos por la eternidad a Cristo el Salvador.

En los asuntos de los hombres y las naciones, el Protestantismo ha estado vitalmente asociado con todos los movimientos de avance de los últimos trescientos años. En un concilio en Roma, A. D. 1514, la supuesta exterminación de los lolardos y valdenses fue celebrada con una proclamación que comenzaba: Nemo reclamat, nullus obsistit — “¡El último de los protestantes ha muerto!” Desde entonces, el mundo ha cambiado de manos. Las tres naciones que están a la vanguardia de la civilización y el progreso son Inglaterra, Alemania y América; todas protestantes. Si quieres encontrar romanismo, debes ir a España, Austria-Hungría y las repúblicas de Sudamérica. Una religión debe ser juzgada como un individuo: por sus frutos.

¿Está destinado a permanecer el protestantismo?

Eso está por verse. Debe morir o vivir bajo la ley de la supervivencia del más apto. En la gran plaza de Wittenberg se levanta un monumento a la Reforma, en cuya base está esta inscripción: Ist’s Gottes Werk, so wird’s bestehen; ist’s Menschen Werk, wird’s untergehen. “Si es obra de Dios, permanecerá; si es obra de hombres, caerá.” Si los grandes principios que constituyen la vida misma del protestantismo —a saber, la Supremacía de Cristo, la Autoridad Suprema de la Escritura y la Justificación por la Fe— son abandonados, no habrá razón para su continuidad; pero si sostiene estas proposiciones y las aplica fielmente a la gran obra de la evangelización universal, las puertas del Hades no prevalecerán contra él (Mateo 16:18).

The Converted Catholic, 1903. Título original del artículo: “The Positivism of Protestantism”

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