La formación de un ministro (con el ejemplo del apóstol Pablo)

El discurso de Pablo ante Agripa en Hechos 26 es un modelo en más de un sentido. Es un sermón modelo. Es una defensa modelo. Es un modelo psicológico.

Es un modelo de cómo debe actuar un cristiano en una tribulación. Es una ilustración modelo de las palabras de nuestro Salvador: “Y aun ante gobernadores y reyes seréis llevados por causa de mí, para testimonio a ellos y a los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mateo 10:18-20).

Además de todo esto, sin embargo, se nos presenta en este sermón el modelo de ministro. Todo lo que entra en la formación de un verdadero predicador del evangelio está envuelto en este poderoso mensaje. Pablo comienza con su propio testimonio personal, y así tenemos delante de nosotros primero al hombre.

El Hombre

Cuando Dios se dispone a hacer un predicador, comienza con el hombre. ¿Qué clase de hombre? Un hombre cambiado, un hombre transformado.

Pablo iba en la dirección equivocada con verdadera vehemencia cuando encontró a Jesucristo en el camino a Damasco. No es necesario que uno sea derribado por una luz cegadora, pero sí debe haber una experiencia original con Jesucristo. Demasiados viven de una experiencia de segunda mano.

Pablo preguntó: “¿Quién eres, Señor?” (Hechos 9:5), luego: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6). Notarás que la palabra “Señor” viene al final en la primera pregunta y al principio en la segunda. Después de encontrarnos con el Señor, Él debe venir siempre primero. Algunos siempre están preguntando “¿Por qué?”, pero un ministerio exitoso se edifica sobre el “quién” y el “qué”, la visión y la aventura, el Rey justo y la tierra lejana. “Cuando vio la visión, en seguida procuramos partir” (Hechos 16:10); ese es el orden.

Pablo vio al Señor. También Isaías, y clamó: “¡Ay de mí!” También Job, y “se aborreció” a sí mismo. También Habacuc, y su cuerpo tembló y la podredumbre entró en sus huesos. También Daniel, y su hermosura se volvió en corrupción. También Juan, y cayó a Sus pies como muerto. Moisés falló en su primer intento como libertador porque “miró a todas partes” (Éxodo 2:12). Más tarde tuvo éxito cuando “se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27).

El predicador de Dios debe ser un hombre que ha mirado a Dios y ha sido iluminado, de modo que su rostro no sea avergonzado. Debe haber contemplación, resplandor y valentía.

El Hombre con una Misión

Pablo era un hombre con una misión. El Señor le dijo: “Porque para esto te he aparecido, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti; librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío” (Hechos 26:16-17). El verdadero ministro es salvado y enviado, convertido y llamado.

Los ministros solían creer que habían recibido un llamado divino. Hoy muchos entran al ministerio como una profesión, igual que entrarían al derecho o a la medicina. Pero predicar es un llamamiento, y cualesquiera que sean otras razones que pueda tener un joven Samuel, debe oír la voz inconfundible. No basta con gustar de predicar o simplemente sentir que uno debe hacerlo. Debe existir la santa compulsión que dice: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:16). “Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4:20), dijeron los apóstoles, y aquel predicador está en la verdadera sucesión apostólica que arde con el fuego santo de Jeremías que no le permite callar, como lo expresó Amós en un tiempo malo.

El predicador es un hombre con una misión, llamado para ser enviado. Es un misionero, un embajador. Ese fue el objetivo de la misión de Pablo, declarado por el Señor Jesucristo: “Para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18). ¡Qué misión!

El predicador es un abridor de ojos. Debe convertir a los hombres de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero. Observa de paso que la conversión trae una transformación radical. A la luz de este y otros pasajes similares, uno no puede dejar de pensar en las multitudes en nuestras iglesias hoy que no dan evidencia alguna de haberse convertido de los ídolos a Dios.

Esta es una misión que lleva a hombres y mujeres al perdón de pecados y a la herencia entre los santos. Y todo es por la fe en Jesucristo. El predicador no es un simple reformador o idealista que anda con pintura religiosa tratando de embellecer el mundo. Tiene una misión revolucionaria. Sale a transformar hombres, a abrir sus ojos a su condición real, a convertirlos de las tinieblas a la luz, a tratar con el problema del pecado, a hacer de ellos santos. Y el medio es: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo” (Hechos 16:31).

Ningún hombre debe emprender todo esto sin asegurarse de su conversión y su llamado: de haber sido salvado y enviado.

El Hombre con un Mensaje

Este hombre con una misión también tiene un mensaje. Pablo declara ante Agripa que no ha sido desobediente a la visión celestial. “Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, perseveré hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes” (Hechos 26:22).

Aquí tenemos un predicador obediente a su llamado. Recibe ayuda de Dios. Persevera fielmente, dando testimonio a pequeños y a grandes. Algunos olvidan a los pequeños por pescar a los de arriba, y algunos descuidan a los de arriba, olvidando que, aunque “no muchos” de ellos son llamados, Dios no dijo “no ninguno”.

¿Y cuál es el mensaje? “Diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: que el Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles” (Hechos 26:22-23).

Pablo comienza con el Antiguo Testamento como la Palabra de Dios, lo cual no pocos de sus sucesores parecen ignorar por completo. Luego presenta el evangelio: Cristo muerto y resucitado, como declaró a los corintios.

Después de casi dos mil años de predicación, todavía hay una asombrosa ignorancia acerca de lo que constituye un sermón del evangelio. El evangelio no es simplemente que Cristo vino, vivió, enseñó, o aun que murió, a menos que se siga la noticia de Su muerte por nuestros pecados con Su resurrección para nuestra justificación.

No hemos sido enviados a dar al mundo buenos consejos, ni meramente a presentar un Carácter Ideal o al Maestro de Maestros. Somos testigos de dos hechos históricos colosales: que Cristo murió y resucitó “conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:4). Este fue el mensaje de la iglesia primitiva. Es el mensaje de todo verdadero predicador a través de los siglos.

No es un secreto para esconder, sino una historia para proclamar. Es un día de buenas nuevas, y nosotros callamos. El evangelio es noticia para todos, para el Norte, el Este, el Oeste y el Sur. “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas.”

La Manera del Hombre

Pablo no solo era un hombre con una misión y un mensaje, sino que también lo declaraba de una manera que llevó a Festo a decir: “Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco.” Creo que no solo el contenido del discurso de Pablo, sino la manera en que lo entregó provocó esta interrupción de su oyente pagano. Y aquí el gran apóstol seguía los pasos de su Señor, de quien sus amigos dijeron: “Está fuera de sí” (Marcos 3:21), y de quien los judíos dijeron: “Demonio tiene, y está fuera de sí” (Juan 10:20).

La manera del predicador también puede ser un testimonio. En Hechos 4:13 leemos: “Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan… se maravillaban.” No solo lo que dijeron sino el modo en que lo dijeron captó la atención. Abraham Lincoln solía decir que cuando iba a la iglesia quería que el predicador predicara como si estuviera peleando con un enjambre de abejas. Evidentemente esperaba que el ministro estuviera emocionado por su mensaje.

El viejo dicho: “Si la congregación se duerme, despierten al predicador”, es un buen consejo. Los hombres se han desvivido por causas menores. Si las preocupaciones baratas de la vida pueden embriagar tanto a los hombres que los hagan perderse a sí mismos, ¿no debería el mensaje del evangelio hacer que un hombre esté “lleno de vino nuevo”, un loco por amor a Cristo?

Dijo Matthew Mead: “Si la predicación de Cristo es para el mundo locura, entonces no es de extrañar que los discípulos de Cristo sean para el mundo locos.” Moody dijo: “No eres bueno para nada hasta que el mundo te considere un fanático.”

Si el evangelio no es verdad, nada importa; si es verdad, ¡nada más importa!

El Hombre con un Motivo

Finalmente, Pablo revela su motivo. Agripa dice: “Por poco me persuades a ser cristiano” (Hechos 26:28). Pablo responde: “Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas” (Hechos 26:29).

Pablo era un persuasor porque estaba persuadido—persuadido de que nada podría separarlo del amor de Dios en Cristo, persuadido de que el Señor era poderoso para guardar su depósito para aquel día. Y conociendo el temor del Señor, persuadía a los hombres.

Visualiza esta escena. Mira a los altivos gobernantes en sus pedestales, y delante de ellos este pequeño judío, este embajador encadenado, cuya presencia corporal era débil y su palabra despreciable. Piensa especialmente en el contraste entre Agripa y Pablo: ¡un rey esclavizado y un prisionero entronizado!

Herodes Agripa fue el último rey judío en Palestina y Pablo era el representante del Rey venidero de los judíos, ahora rechazado pero que un día se sentará en el trono de David.

Los antepasados de Agripa habían estado todos involucrados con el cristianismo. Su padre ejecutó a Jacobo. Su abuelo asesinó a Juan el Bautista. Su bisabuelo mató a los niños en el nacimiento de Jesús. Era Cristo y el anticristo frente a frente.

En tal situación, las desventajas parecen estar del lado de Pablo, mientras se encuentra allí, un ministro encadenado, un profeta en prisión. Pero no olvides que, en lugar de desear ser rey, ¡Pablo deseaba que el rey fuera cristiano! ¡Gracias a Dios por un evangelio que hace que un predicador, en vez de querer ser monarca, desee que todos los monarcas sean ministros!

El motivo de Pablo era claro: buscaba convertir en cristianos a todos los que encontraba. Daba testimonio a pequeños y a grandes; ya fueran carceleros o los de la casa de César, mujeres junto al río, fariseos en las sinagogas o turbas airadas en Jerusalén, anhelaba convertirlos a todos a Jesucristo. Un hombre así, con tal misión y mensaje, y que procede con tal manera y motivo—¿te extraña que trastorne al mundo entero?

Pablo deja claro que Cristo se le apareció para hacerlo ministro (Hechos 26:16). Habla del evangelio “del cual fui hecho ministro” (Efesios 3:7; Colosenses 1:23, 25). Él no se hizo predicador a sí mismo, ni otros lo hicieron. Fue una obra divina, no el resultado de la educación formal.

Siempre que se permite que Dios haga una obra completa, Él produce un predicador según el patrón de Pablo. Este predicador puede no tener el tamaño o calibre de Pablo, ni producir los mismos resultados en cantidad, pero la calidad será la misma, con los ingredientes esenciales presentes en este orden: un hombre, una misión, un mensaje, una manera, un motivo. Y todo esto está envuelto en otra expresión del mismo predicador: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

Moody Monthly, 1950

 

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