Como formar parte de la familia de Dios

Juan 1:6-13

“Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él” (Jn. 1:6-7). La luz verdadera fue anunciada por un mensajero especial del cielo. “Un hombre enviado de Dios … por testimonio” (Jn. 1:6-7). Esa es una vida perfecta que cumple el propósito de Dios, aunque puede ser tanto solitario como breve. No es necesario que un hombre viva por mucho tiempo, pero para que su vida no sea un fracaso, es necesario que viva para la gloria de Dios. Tan pronto como nos convertimos en “hijos de Dios” al nacer de nuevo desde arriba, entramos en esa relación con él que nos permite ser como Juan, “un hombre enviado de Dios … por testimonio” (Jn. 1:6-7). Por tanto, ¿cómo podemos llegar a ser hijos de Dios? La respuesta aquí es breve y simple: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12). Ningún hombre tiene el derecho de ser llamado hijo de Dios que no lo haya recibido. “Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch. 17:26), pero la sangre de las naciones no es lo mismo que la sangre de Cristo. Aquí se pone mucho énfasis en él a quien debemos recibir. El acto de recibir sirve solo porque nos pone en contacto con aquel ser supremo.

I. El quien hizo al mundo (Jn. 1:10). El mundo fue hecho por él. El que hizo al mundo puede renovar fácilmente un alma humana. Su poder creativo se manifestó mientras estaba en el mundo por sus obras milagrosas, como alimentar a los miles con unos pocos panes, y calmar la tempestad y las olas furiosas.

II. El quien estaba en el mundo (Jn. 1:10). El que hizo el mundo, y que se humilló a sí mismo para nacer en el mundo a semejanza de carne pecaminosa, para que pudiera entrar en contacto personal con los pecados y las tristezas del hombre. En el mundo pero no del mundo, entre los pecadores pero completamente separados de ellos, en el mundo como el representante visible del Dios invisible.

III. El quien es la luz verdadera (Jn. 1:9). Esta es la única luz que “alumbra a todo hombre”, porque esta luz verdadera es la vida de los hombres. El que es eternamente perfecto, con todas las perfecciones de la eternidad. Él es la “luz verdadera”, la “vid verdadera”, y el “pan verdadero”. Él es “la verdad”. Recibirlo es recibir la luz de la vida.

IV. El quien fue rechazado por los suyos. “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:10-11). Lo conocían como el hijo de José, pero se negaron a reconocerle como el Hijo de Dios. Aunque con él vivieron y se movieron, no lo reconocieron. Disfrutaron con entusiasmo sus recompensas diarias, pero a él no lo recibieron personalmente. Nadie pudo convencerlo de pecado. Nadie pudo hallar falta en él. Sin embargo, los suyos no le recibieron. El hecho de que primero fue rechazado y luego aceptado por sus propios parientes es otra prueba de la divinidad de su carácter. Hizo las obras que ningún otro hombre podía hacer, y así lo atestigua sus afirmaciones. Todos los que lo reciben deben estar preparados para sufrir reproche con él.

V. El quien tiene autoridad para hacernos hijos de Dios. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12). Esta prerrogativa es suya solamente. Ningún privilegio de la iglesia o la imposición de manos pueden dar a alguien el derecho de convertirse en un hijo de Dios. Es solamente por él que recibimos el Espíritu de adopción (Rom. 8:15). No hay otra manera por la cual podamos convertirnos en hijos de Dios sino a través de “la fe en Cristo Jesús” (Gal. 3:26). Cristo vino como el enviado de Dios, para redimirnos, para que pudiéramos recibir la adopción de hijos (Gal. 4:4-5). Él tiene el derecho de adoptar por haber tenido el poder de redimir. Los que lo reciben, reciben la redención del pecado y la culpa.

VI. El quien tiene poder para regenerar el alma. “Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:13). Convertirse en un hijo de Dios implica la regeneración por el Espíritu de Dios. No es un nacimiento natural, “no son engendrados de sangre”. No puede ser producida por ninguna cantidad de energía carnal, “ni de voluntad de carne”. Tampoco puede venir por el esfuerzo intelectual, “ni de voluntad de varón”. Es de Dios, y es la respuesta inmediata de Dios a nuestra fe en su Hijo Jesucristo. Todos los que lo reciben, nacen de Dios. ¿Cómo puedes llegar a ser parte de su familia? “Recíbelo.”

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