¿Habéis aprendido a orar?

Texto: «Y aconteció que estando El orando en cierto lugar cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos». [Lucas 11:1]

De las sencillas palabras del texto se desprenden dos enseñanzas grandiosas: primera, que Juan enseñaba a orar a los que iban en pos de él, es decir, que aquellos a quienes él atraía hacia el camino de Dios eran por él educados y adoctrinados en las cosas de la fe. En la maravillosa brevedad con que en la Escritura se describen los hechos más importantes, se puede ver que el Bautista era un hombre ocupado fielmente en su ministerio y dedicado a la edificación de los creyentes. La otra, que Cristo oraba en tanto que sus discípulos en torno de él guardaban reverente atención y recogimiento.

Es un campo que se ofrece en el texto para el ejercicio de la más viva imaginación. Dejando a un lado el ejemplo de Juan, y refiriéndonos a la súplica que el discípulo hizo a Jesús, podemos pintar el cuadro con los más brillantes colores. Inmediatamente el Señor accedió a la petición que se le hizo. Todos se le acercan para escuchar sus benditas palabras. Y les dice: «Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu Nombre. Venga tu reino, sea hecha tu voluntad como en el cielo así también en la tierra,’ etc.».

La oración ha sido siempre la parte suprema en la vida particular de los cristianos, y obra milagros. Abraham ora, y halla mujer para su hijo; Josué ora, y el pecado de Acán es descubierto; Ana ora pidiendo un hijo, y Samuel es la respuesta; Daniel ora, y los leones se le rinden como mansas ovejas: Elías ora, y se termina la sequía de tres años y seis meses; la iglesia ora y el Espíritu Santo desciende en el glorioso pentecostés: y torna a orar, y Pedro es librado de la cárcel. Ezequías ora y su vida es prolongada por quince años, y el profeta le dice: «Tus oraciones y tus lágrimas han subido hasta la presencia de Dios». No solo tus oraciones han llegado hasta El, sino también tus lágrimas. Cornelio ora, y un ángel le aparece y le dice: «Tus oraciones y tus limosnas han subido delante de la presencia de Dios». No solo tus oraciones, sino también tus limosnas.

La oración acompañada de lágrimas es la oración ferviente; y acompañada de limosnas es una oración práctica. Se puede orar con la boca y con las manos y con los ojos; pero lo que mueve a todos es el corazón. No hay que olvidar que las limosnas, y todas las buenas obras, sin fe y sin amor son muertas: lo mismo que las palabras sin corazón son muertas también. En la oración es mejor un corazón sin palabras, que muchas palabras sin corazón.

Dice la Escritura que una de las recomendaciones del buen obrero es que sea «apto para enseñar». Desde luego necesita en todo habilidad para transmitir sus conocimientos a los creyentes. Se requiere que los instruya en la Palabra, que les explique las doctrinas, que les amoneste de los errores de los que se oponen, que los consuele con las promesas preciosas, es decir, el pastor tiene bajo su responsabilidad un programa elaborado, y harto difícil. Y en referencia a nuestro texto particular es preciso enseñar con empeño a todos los hombres de qué manera deben presentarse en oración delante de Dios.

Consideremos algunos puntos importantes, en relación con este tema. Un elemento valioso de la oración es la …

I. ACCIÓN DE GRACIAS

El primer paso que hemos de dar para acercarnos al Señor consiste en adorarle y darle gracias. La adoración es un acto de alabanza que, a decir verdad, muchos creyentes lo descuidan a menudo. Muchos están más prontos a pedir lo que necesitan que a rendirle homenaje a Dios. David oraba y llenaba su corazón de gratísimas canciones. Los Salmos son un conjunto admirable de oraciones y alabanzas. La oración cesará un día, pero la alabanza es la ocupación eterna de los seres que están en el cielo. Cuan cierto es que los que alaban a Dios están más cerca de El que los que oran. «El que ofrece sacrificio de alabanza me glorificará; y al que ordenare bien su camino, le manifestaré la salvación de Dios.» (Salmo 50).

La acción de gracias y el espíritu de adoración que nos ponen en actitud de orar, implican, ante todo, la reverencia con que debemos aproximarnos al altar de la gracia. Dios está en los cielos y nosotros en la tierra. No podemos hablarle a El con «vana palabrería», no debemos incurrir en vulgaridades, ni ser descomedidos como si quisiésemos tratar a Dios al igual que tratamos a los hombres. Sírvanos de ejemplo el hecho de que los mismos ángeles se cubren con las alas cuando adoran a Dios y claman: «¡Santo, Santo, Santo!» (Isaías 6:3).

Así pues, la introducción de nuestras oraciones debe ir compuesta de alabanza, de adoración, de acciones de gracias. Estas tres se confunden en una sola y viene a ser la llamada con que tocamos a las puertas de la misericordia. Me gusta oír cantar los himnos a Dios y tomar parte en ellos. Hay una dulce inspiración para el alma en los cantos que se elevan a Dios. Parece que en ellos va envuelto el perfume de nuestra gratitud. Si alguna persona tiene corazón agradecido a los favores de Dios, debe saber que su testimonio agradará al Señor como le agradó a Cristo la acción del leproso que se devolvió a darle las gracias por haber sido sanado. En todos los corazones nobles y puros la gratitud tiene el ardor de una verdadera pasión. Los animales brutos han dejado la ingratitud a los hombres. El perro lame la mano de su amo. «El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su Señor: Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento». (Isa. 1).

La gratitud es el fundamento y lazo de nuestros sentimientos religiosos. El hombre ingrato nunca es sincero, y su religión es dudosa. Se cuenta de un rico hacendado que se acercó a la cabaña de un humilde labriego, y ya iba a entrar cuando notó que estaban haciendo oración, sentados a la mesa, y se detuvo. Tenían una miserable casa, una escasa provisión de alimentos y pobres vestidos. Poro el hombre decía: «Gracias Padre, por todo esto que tenemos. Tenemos mucho bien y poco mal, y por encima de todo tenemos a Jesús mismo, y a Ti, ¡nuestro Padre amantísimo!» El rico se avergonzó, y brilló en su mente la primera idea de lo que vale la religión cuando nos une a Dios por la fe. Así los pobres son ricos; y sin esto, los ricos son pobres, y miserables, y desnudos.

II. LA PETICIÓN

… es el segundo elemento. El que hace oración y no pide algo, pierde el tiempo. Dios es el dador de toda buena dádiva y de todo don perfecto. Nos ha sido dicho: «Pedid y recibiréis.» Jesús dijo: «Todo lo que pidiereis a mi Padre, en mi nombre, os será dado». A veces los que oran lo hacen por mero hábito. Tienen ya la forma que convierte las oraciones en rezo sin valor alguno, y repiten palabras y palabras sin sentido. Esto es ofensivo y necio. Debemos pedir con sinceridad presentando de manera urgente y comedida nuestros deseos y nuestras necesidades. El que pide recibe como la mujer gentílica que pidió ser socorrida y el Señor la colmó de bienes. El publicano pidió misericordia, y descendió a su casa justificado. El ladrón en la cruz pidió poco y recibió mucho.

Hace pocos días estuve en un servicio religioso en donde se hicieron numerosas oraciones. Un hombre que se hallaba al lado mío hizo una larga oración con muchas palabras bonitas y con términos que sonaban como si ya los supiese de memoria, como un eco repetido mil veces, y acabó su jornada de palabras sin haber hecho ni una sola petición al Señor. Yo lo había seguido por un rato uniendo mi oración a la suya, pero al fin le dejé ir solo por su camino y yo continué en oración secreta. Supongo que los demás que se hallaban presentes hicieron otro tanto.

¡Qué bella es la oración que pide! Esa es valiosa y asciende al trono divino de la gracia. Os ruego que busquéis en las Escrituras y veáis como pidieron Nehemías, y David, y Job, y Ester, y Ana, y Simeón, y los ciegos, y los leprosos, y todos recibieron lo que pedían.

III. LA RECOMENDACIÓN

…es el tercero y último elemento que constituye la oración verdadera. Esto quiere decir que debemos recomendar nuestras plegarias y para eso hay que valerse de la orden del Maestro: «todo lo que pidiereis en mi NOMBRE». Ese Nombre precioso y valiosísimo es la más positiva garantía de que nuestras oraciones serán oídas, y es al mismo tiempo la base y única seguridad de nuestra esperanza. Una oración que no es hecha «en el nombre de Cristo» es incompleta, es un cheque sin firma y sin endoso, una carta sin sello, una torre sin cimiento; y acusa arrogancia y presunción, porque ¿qué somos nosotros para atrevernos a hablar a Dios y pedirle dones sin valernos de su Hijo Jesucristo? ¿Y cómo podremos ser oídos sin su intercesión y sin su gracia?

No quiero sino dar en este breve bosquejo una ligera idea de lo que mi tema encierra. A mis lectores les toca ensanchar las sugestiones aquí mencionadas y añadir otras muchas más, tales como: la confesión que hemos de hacer de nuestras faltas; el interés que debemos sentir por los demás hombres pidiendo por ellos y no solamente por nosotros; la sumisión, es decir, la conformidad que hemos de tener pidiendo a Dios que sea hecha la voluntad suya y no la nuestra; y muchos otros puntos, todos de gran valía para hacer nuestras oraciones completas y verdaderas. En todas las cosas tenemos mucho que aprender. La Escritura es nuestro texto. Cristo nuestro ejemplo. El Espíritu Santo nuestro guía. Amén.

El Atalaya Bautista, 1930

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