La gracia de dar

“Más bienaventurado es dar que recibir.” Hechos 20:35

Pidieron una vez al famoso predicador Swift que hablase sobre la Caridad y demandara una colecta para cierta obra de beneficencia. Consintió Swift, subió a la plataforma, abrió la Biblia, y dijo:

“Mi texto se lee en los Proverbios 19:18, “A Jehová presta el que da al pobre; y él le dará su pagar” y mi sermón reza: Si esta garantía os parece bastante buena, venid con vuestro dinero.”

Un ministro ha observado aquí en Nueva York que “el dinero es la persona misma que lo posee.” Y lo prueba de esta manera: Un obrero que gana dos pesos por día, recibe doce pesos de raya el sábado en la tarde. ¿Y qué son esos doce pesos? Es una semana de músculos, y de esfuerzos, convertida en monedas. Entonces es lógico que el obrero se echó a la bolsa una semana de sí mismo. O un tenedor de libros que recibe un salario de ochenta pesos al mes, al recibir su pago, no recibe sino sus esfuerzos mentales, su habilidad y su talento, convertidos en metálico. Y, desde luego, se echa en el bolsillo un mes de sí mismo. Y siguiendo en escala ascendente, nos fijaremos en el comerciante que al hacer el balance anual de sus negocios resulta con una ganancia neta de diez mil duros. Son diez mil pesos que representan la fuerza de sus cálculos y lo acertado de su genio mercantil en las gestiones de su negocio. Y, por consecuencia, al guardar en el banco esa suma ha depositado diez mil pesos de sí mismo.

Y hay razón para creer que es así. Luego, desde el momento que lo entendemos de ese modo, comenzamos a notar que el dinero no es meramente oro y plata y níquel y cobre, y billetes, sino que es algo casi humano, algo que está identificado con nuestra habilidad y con nuestra inteligencia, y algo que tiene poder en sí porque es precisamente lo que se ha obtenido mediante un cierto desgaste de nuestras fuerzas físicas y mentales. Entonces se sigue que el que emplea bien el dinero, está haciendo un uso sabio de sí mismo. Y el que lo emplea mal, lo hace para su propio daño y destrucción. Ha sido dicho, y con justa razón, que lo que el joven gana en el día, entra en su bolsillo; y lo que gasta en la noche, entra en su carácter. El que da a su madre todo lo que gana le está dando parte de sí mismo. Y si yo doy diez pesos para la circulación de la Biblia no he hecho, sino, en suma, dar una parte de mí mismo para esa causa. Y si un hombre da cien para la obra misionera, pues del mismo modo, esa cantidad es una parte del mismo hombre trasladada a China, al África, o al lugar a que se destine por los directores de la junta de misiones.

Nuestra iglesia de Nueva York dio hace pocas semanas una suma dedicada a la obra de educación en Puerto Rico. Y dimos veinte dólares para la circulación de las Biblias en Brasil. En consecuencia una parte de nuestra vida como iglesia, una porción de nosotros mismos, ha sido trasladada para servicio y ayuda en la isla de Puerto Rico, y otra, en la república del Amazonas.

En el citado libro de los Proverbios dice (3:9) “Honra a Jehová de tu sustancia” Este dicho parece corroborar la idea de que el dinero es más que oro y plata. Es nuestra sustancia. Y dándola al Señor, para su causa, para el servicio de su iglesia, para la propagación de su Palabra, honramos a Él.

Y Dios, que es justo, ha establecido una ley para igualar a todos los dadores. Sin esa ley los ricos tendrían mucha ventaja sobre los pobres. Observad bien este arreglo que ha hecho el Señor. Un rico que puede dar unas cien monedas de oro parecería mucho más grande y generoso que un pobre que sólo puede, y eso a costa de grandes sacrificios, desprenderse de unas cuantas monedas de cobre. Pero la regla de Dios es esta: Él se fija más en lo que nos queda en
nuestro poder después de haber dado, que en la dádiva. El rico puede dar mil pesos, y le sobran en su caja cien mil. El pobre da una peseta y le sobran tres. ¿Quién ha dado más? Según nuestra manera de ver las cosas el rico ha dado más que el pobre; pero según Dios, la ventaja la lleva el pobre contra el rico.

Nosotros juzgamos las cosas casi siempre al revés. Por ejemplo, el mismo texto nos dice que más bienaventurado es dar que recibir, y nosotros muy a menudo lo entendemos del otro modo. La enseñanza de Jesús es esta: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás os será dado por añadidura.” Pero por regla general los hombres dejan el reino de Dios para lo último, y buscan primero las añadiduras.

¿Y qué cita hallaremos en la Escritura que compruebe nuestra declaración? ¿Qué ejemplo que la aclare? ¿Quién no se acuerda de aquel pasaje de los evangelios que nos da la historia de la ofrenda de la pobre viuda? Leámoslo para refrescarlo en nuestra memoria: “Y alzando Jesús los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las limosnas. Vio también a una viuda pobrecilla echar allí dos blancas, y dijo: “En verdad os digo, que esta viuda, tan pobre como es, echó más que todos; porque todos estos de lo que les sobra han echado para las ofrendas de Dios; mas ésta, de su escasez ha echado todo el sustento que tenía.”

Dios aprecia nuestras dádivas. Pero no cuando damos de lo que nos sobra, ni cuando damos sin ganas, sino así está escrito: “Dios ama al dador alegre.” En cierta ocasión un niño pequeño y su hermana mayor se hallaban presentes en una reunión en que se hacía una colecta especial para las Misiones. El niño sacó una moneda de cobre, el único centavo que tenía, y se dispuso a echarlo en el platillo. La hermanita le dijo en voz baja: “No lo des, pues es una moneda que no vale casi nada y nadie se va a fijar en ella.” Pero el niño, sin desanimarse, alargó el brazo y puso su moneda en el canastillo de las ofrendas. Al terminarse la reunión y antes de ser despedidos, el tesorero se levantó a leer su informe, y dijo: “La colecta ha arrojado un total de ciento veintitrés pesos y ochenta y un centavo.” El niño que estaba muy pendiente de la lectura, dio con el codo a su hermana y le dijo lleno de contento: “¿Ya lo ves? ese es el mío; dijiste que nadie se fijaría, y ya el tesorero se lo ha dicho a toda la congregación.”

Pablo después de alabar a los corintios porque abundan en fe, y en palabra, y en ciencia, y en solicitud, en amor, les dice: “mirad que abundéis en esta gracia también.” Es decir, en la gracia de dar. Es una gracia que no debe ser descuidada, y es tan importante, que algunos han tenido la virtud de descubrir que veinte por ciento de los versículos de la Biblia, se refieren a este tema.

Fijaos en que la limosna a nadie empobrece, como el robo ni el juego hacen ricos a nadie, ni la prosperidad hace sabios. Acordaos que la propiedad del necesitado está en el bolsillo de todos, y que al hombre menesteroso le pesa más una bolsa vacía que una llena. Y aprended a dar. Dad para las Misiones, dad para las Biblias, dad para el ministro, dad para la construcción de templos, dad para el sostenimiento de la iglesia y para su extensión, dad para los hospitales, dad para los pobres, dad a Dios, que al hacer, hacéis préstamos a Él y Él os pagará con abundancia.

La gracia de dar nos hace semejantes a Dios. Él es el dador de toda buena dádiva y de todo don perfecto. Dar es ser compasivo y misericordioso. Dice la Escritura: “Misericordia y verdad no te desamparen, átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón: y hallarás gracia y buena opinión en los ojos de Dios y de los hombres.” O, en otras palabras, pon este adorno sobre tu pecho. En vez de ataviarte con piedras finas, y con artículos valiosos, debes adornar tu corazón con estas virtudes y gracias, y mira que así te acercas a la perfección, porque la mayor de las perfecciones en la criatura es parecerse al Creador, y a ello nos exhorta el mismo Jesús, diciendo: “Sed misericordiosos, así como vuestro Padre celestial es misericordioso.” Y como la semejanza es causa de amor, ama Dios a los que tienen misericordia, y los llama bienaventurados, y les ofrece que ellos alcanzarán misericordia.

La gracia de dar es un medio de glorificar a Cristo. Él dijo que lo que se hace con los pobres Él lo recibe como si hubiera sido hecho a él mismo. “Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.” Es proverbial que el que acude al necesitado, no se verá en necesidad. Es grande injusticia allegar, y afanar para sí, y dejar al pobre sin auxilio. Un consejo de los antiguos reza así: “Cuenta a tus hijos, y cuenta entre ellos a Dios, si tienes dos, sea Dios el tercero; si tienes tres, sea Dios el cuarto; y así sucesivamente. Y gasta en el pobre lo que gastas con un hijo, y lo habrás gastado con Dios, y no te excuses ni le niegues parte de lo tuyo, que David dice: “Mozo fui, y he envejecido, y nunca he visto al justo desamparado, ni a sus hijos que mendiguen pan.” Doroteo, obispo de Tiro, escribiendo acerca de Jonás profeta, dice, que fue hijo de la mujer que sustentó a Elías con limosnas, y contra el cual no prevalecieron ni las ondas del mar donde le echaron, ni la ballena que le tragó, porque para el hijo del justo no hay daño que le dañe, ni mal que le haga mal. Y añade a decir: “Haz limosnas, y tus hijos, si los tienes, no por ello serán defraudados, sino recibirán de Dios crecido pago; y si no los tuvieres, haz más limosna, y Dios te los dará, como se los dio a las mujeres que hospedaron a Elías y a Eliseo, por la caridad que usaron para con ellos; como se los dio a Abraham y a Sahara, viejo él, y ella estéril, por haber hospedado a los peregrinos; y como se los dio a Isaac y a Rebeca por haber ésta dado de beber a Eleazar y a sus camellos”.

La dulcísima promesa de Cristo es un estímulo para los dadores. Él lo recibe como si lo hiciéramos a él personalmente. Habéis oído la historia del hombre que invitó al Señor a su casa. Jesús aceptó la invitación. Se fijó la fecha. Y el hombre en el día en que esperaba la gloriosa visita se levantó muy temprano y se dedicó con mucho afán a arreglar todos los cuartos de su casa. Estaba muy atareado cuando se presentó a sus puertas un niño pobre y desaliñado solicitando una caridad. El hombre lo despidió con desagrado y le cerró las puertas. Casi al mediodía vino una mujer viuda a pedirle socorro para sus necesidades. El hombre le negó toda atención y se excusó diciendo que estaba muy ocupado preparándose para recibir una visita. Ya muy tarde, cerca del anochecer, llegó un anciano, cansado del camino, pidiendo posada. El hombre, algo nervioso, temiendo que se pasase el día y que Jesús no honrase su casa con su prometida visita, no tuvo paciencia para oír la súplica del triste viajero, y lo rechazó con algo de enojo, negándole toda hospitalidad. Y al dormirse aquella noche, el hombre soñó que hablaba con el Señor, y que le reclamaba con el mayor respeto por qué no había venido a la cita. Pero Jesús le dijo: “Vine a tu casa tres veces, y tú me rechazaste. Vine en la forma de un niño pobre, y de una mujer desamparada, y de un cansado anciano; y las tres veces me cerraste las puertas de tu casa.”

¿Cuántos no correríamos solícitos a dar a Cristo todo lo que tenemos si le viéramos hoy por el mundo? ¿Quién no le ofrecería de todo corazón la casa y el dinero, y todo lo que tenemos, si le viésemos pasar por nuestras puertas? Pero El nada necesita de nosotros. Él está en los cielos, rodeado de su gloria y sentado a la diestra del padre. Pero nos ha dejado a los pobres, a los desamparados, a los huérfanos, a los enfermos, a los tristes, a los encarcelados, y a ellos, como a sus legítimos representantes, nos manda socorrer, vestir, cuidar, visitar y proteger.

Bienaventurado eres tú, si hay alguien que pueda decirte: “Yo estuve hambriento y tú me diste de comer; estuve desnudo, y me cubriste; estuve enfermo y me visitaste; estuve preso y abatido, y me diste ayuda y consolación.”

Considera lo mucho que haces por el mundo y sus vanidades y lo poco que te empeñas para Dios. El diablo dice a Cristo: “Yo, por todos estos que tengo no recibí bofetones, ni azotes, ni cruz, ni derramé mi sangre, ni les prometo el cielo, y mira los dones que me ofrecen, y como gastan en mi servicio lo que con tanto sacrificio han ganado, y como lo emplean gustosísimos en las pompas y diversiones del mundo. Ningún precio de licor les parece bastante subido, ninguna entrada al teatro es demasiado cara, ningún capricho o vanidad vale tanto que les impida el obtenerlo; y ahora, muéstrame los criados tuyos que así gasten por ti. Estas palabras, si te fijas, resultan más ciertas de lo que parecen a primera vista. Si no fíjate, cuando eras romanista, corrías con tu limosna cada domingo, pagabas mandas, gastabas en ceras y milagrillos, y andabas desalado tras el cura para ver de entregarle tu dinero, y ahora que eres cristiano, ¿te duele comprar un himnario, y una Biblia te parece demasiado cara?

Nunca te ha dolido emplear un duro en el boleto de la feria, dos para las corridas de toros, tres para la celebración de un baile, cuatro y cinco y seis y más en otros pasatiempos mundanos y en holganzas pecaminosas. Pero si te duele que el ministro haga una colecta para los pobres. Que el ministro pida una pequeña ayuda para una familia de una mujer viuda y atribulada. Que el ministro se interese en socorrer a un menesteroso … entonces, no sólo no das, sino que te duele que otros den … ¿no es eso mezquino y tonto? ¿no muestras un espíritu rebelde y maligno? No lo hagas así. Aprende a dar. Dile a Dios que te enseñe a ser generoso y que te guíe por ese camino de honor que El mismo ha trazado para nosotros sus hijos, siervos y creyentes, y por el cual nos busca una honra inmerecida, porque nos da la oportunidad de ser sus ayudantes y de colaborar con el Dios Altísimo siendo nosotros miserables y pequeños, débiles e insignificantes criaturas. Dios no te pide porque necesite. Él es rico y su abundancia es infinita. Nada le hace falta, pero quiere que sea para ti la bienaventuranza que alcanza a todos los dadores. Acuérdate que El, con los cuervos alimentó a Elías; con maná a su pueblo; y con cinco panes y dos peces a millares de personas. Y así puede alimentar a sus hijos. Pero debes agradecer que nos ha dejado una parte de trabajo para que empleemos nuestros dones, y una margen para el ejercicio de todas nuestras facultades; y eso, para que le imitemos y sepamos dar, dar, dar, y de ese modo nos asemejemos a Él. El sol da su luz y calor; los cielos sus influencias ocultas; el fuego su calor y fuerza; el agua su frescura; el aire sus mareas, aves, lluvias y el aura vital que respiramos. La tierra sus frutos; el mar sus pescados; el ganado lana, leche y carne; Dios te da el ser; el Hijo te dio su propia vida, y te llena de su gracia y verdad; y El compró a gran precio la vida eterna para ti; y el Espíritu Santo te da sus dones, te regenera y limpia y purifica tu alma. Mira a lo alto: de allí recibes mil ofrendas y presentes de rico valor; mira a la tierra y observa a la tierna planta que te brinda flores bellas y perfumadas; mira a las bestias y entre ellas advierte al caballo ligero que te sirve con fidelidad e inteligencia, y al buey paciente que te da su fortaleza, al perro que te cuida, y las aves que te dan su dulce canto para alegrarte y hacerte olvidar los afanes de la vida. ¿Y tú deberás sustraerte a la ley de dar? ¿No quieres hacer tu parte y contribuir para el bien de los demás, emplear tu dinero en toda causa buena y hacer sacrificios para el bien de tus semejantes? No puedes, si eres cristiano, tener un espíritu egoísta. Los cristianos son generosos, y ellos tienen derecho a ser considerados como los mejores y más fieles filántropos y altruistas.

Lector, te ruego que consideres estas palabras del texto. La verdadera caridad se hace por el amor de dar ayuda al que la necesita. Ella hace planes para el bien de otros, y al fin ese bien resulta más grande en el dador. A veces es un grande sacrificio, pero la recompensa siempre es mayor. El dador es bienaventurado, y bienaventurado será cuando se olvida de sí mismo. Cuando da con alegría, con amor y poniendo en ello su corazón y todos sus más sinceros afectos.

La caridad no es asunto para ser discutido. Los que aman a Dios no discuten el deber de dar, sino que dan. Y los que no aman a Dios no creen en el deber de dar, y no dan. Pero tú, fíjate en el texto. Sirvate de ejemplo la acción del Buen Samaritano de quien se ha dicho que el estímulo que ha dado a todas las obras de beneficencia alcanza a lo sublime y a lo maravilloso. El hecho de ayudar al herido se ha repetido por incontables veces. Con su bestia puesta al servicio del desgraciado, inició lo que ahora se conoce por ambulancias de emergencia. El dinero que dio en la posada fue el comienzo de muchos fondos que hoy se dedican a beneficio de los enfermos. Y, en suma, muchos hospitales se han fundado inspirados en su inolvidable ejemplo y muchas casas de asilo y de caridad para los niños y los ancianos ostentan su nombre que es símbolo de ayuda y anuncio de misericordia y de bondad.

Billy Sunday al comentar el texto de Juan 3:16, dijo, con el modo peculiar que él tiene de explicar las cosas: “Dios nos dio a su Hijo para probarnos su amor.” “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado.” Y añadió: “El amor lo primero que piensa es esto: dar. Algunos hombres dicen que aman a sus mujeres, y hace cinco años que no les compran un sombrero.”

La caridad es amor, y el amor es el cumplimiento de la ley. “Mas bienaventurado es dar que recibir” dice nuestro texto, y, lector querido, si mis sencillas palabras te han ayudado a estudiar este asunto, y te sientes más dispuesto a dar, y a ganar esta bienaventuranza gloriosa, habrán quedado recompensados los esfuerzos y el deseo del corazón de tu amigo hermano.

El Faro, 1918

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