Las victoriosas aclamaciones de Cristo

La Biblia, al hablar de Dios, hace uso de nuestra fraseología humana. Habla de los ojos de Dios como si Dios tuviese ojos como los nuestros; cuando en verdad los ojos de Dios son ojos que pueden ver todas las cosas. También nos habla de los oídos de Dios, siempre atentos al clamor de sus hijos. Los pies de Dios también son mencionados. Mirad el cielo en un día de verano, con sus admirables cúmulos de nubes, y pensad en la expresión poética de Nahum: «Las nubes son el polvo de sus pies» (Nahum 1:3). Y: «El cielo es mi solio, y la tierra estrado de mis pies» (Isaías 66:1). Muchas veces leemos de su diestra, y la diestra de Dios es siempre símbolo de su gran poder para libertar.

La diestra de Dios simboliza al Señor Jesucristo. Él es el Hijo de la diestra de Dios, que está sentado a la derecha de su trono majestuoso. Raquel murió en el camino, y cuando sus ojos moribundos se fijaron en el niño recién nacido, ella le llamó Benoni, que quiere decir hijo de sufrimiento. Pero en seguida Jacob cambió su nombre por Benjamín, que significa hijo de la mano derecha. De la misma manera Cristo fue primero el Hijo de sufrimiento, pero ahora Él es el Hijo de la diestra de Dios. Su obra ha ganado la victoria de Dios para el hombre. Él es el Cristo victorioso.

I. Hemos de mirar a la cruz donde Cristo ganó la gran victoria, base de todas las demás victorias: pasada, presente y futura. Sin la cruz no hay victoria posible. Si no hubiera habido victoria en el Calvario, habría sido ello un fracaso eterno, de eternas tinieblas y sombras de muerte.

Consideremos un momento aquel centurión romano, encargado por su gobierno de vigilar la ejecución de los criminales que fueron condenados a muerte en el Calvario en aquel memorable día. Podemos ver con los ojos de la imaginación el cuerpo robusto del soldado romano, en pie, mirando inmóvil y frío el horroroso espectáculo. Parecía no poner ninguna atención en los gritos de espanto, las maldiciones, los gemidos y lamentos de aquellos que morían lentamente colgados de los maderos. Pero de pronto, el centurión habla. Mirando a Aquél que estaba en medio, este soldado hizo una de las confesiones más sorprendentes que jamás labio humano ha proferido: «Verdaderamente —dijo el centurión— este hombre era el Hijo de Dios» (Marc. 15:39). Pero, ¿cuándo este hombre hizo esta confesión y dio este testimonio? Fue cuando el colgado en medio de los malhechores, nuestro Señor, habló con «una gran voz». Por dos veces el bendito Salvador clamó desde la cruz a gran voz. La primera vez su clamor agonizante fue oído en medio de las tres horas de tinieblas. Aquel grito: «Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», debe ser repetido por nosotros con voces silenciosas. Cuando el Señor pronunció estas terribles palabras, su alma santa probaba una muerte que nuestras mentes finitas nunca serán capaces de comprender.

La segunda vez que Jesús clamó a gran voz, ocasionó la confesión del centurión romano de que hemos hablado. Y este segundo clamor a gran voz no fue un grito agonizante salido de aquella obscuridad terrible, sino que fue el clamor del poderoso vencedor. Fue el grito de uno triunfante, del que había ganado una batalla. En el griego es una sola palabra: «Tetelestai». «Consumado es». Entonces, inclinando su cabeza coronada de espinas, dio su espíritu.

Pero, ¿por qué fue entonces cuando el centurión hizo su confesión? Él se dio cuenta, al contemplar la muerte de Cristo, de que estaba frente a frente con lo sobrenatural. Seguramente aquel centurión habría visto morir a otros de aquella muerte cruel. El habría oído sus maldiciones y sus quejidos de agonía. Después habría visto cómo se desmayaban, volviendo muchas veces del sopor para debatirse en contorsiones de dolor atormentador. Después, gradualmente, los gemidos se apagaban, poco a poco, cada vez más débiles, hasta que exhalaban el último suspiro.

Pero, he aquí uno que había sufrido intensamente los azotes de la ley romana, porque más allá de los manejos del azote estaba el poder de Satanás para hacer que el sufrimiento del Señor fuera lo más terrible posible. Sin embargo, después de todo este horrible sufrir, y después de derramar su sangre, cuando llegó el fin de su agonía, el Señor estaba en posesión completa de sus fuerzas. Él no estaba desmayado a causa de la derrota. Él no murió como los otros mueren. ¡No! Sino que clamó a gran voz, diciendo: «¡Consumado es!» Y habiendo dicho esto, expiró. Todo ello impresionó profundamente al centurión romano. Para él esta extraña muerte de aquel crucificado era evidencia de que no era un mero hombre. En este clamor de Jesús encontramos la confirmación de sus propias palabras: «Yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, mas yo la pongo de Mí mismo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (Juan 10:17, 18). Algunos cristianos poco pensadores han hablado de la agonía de Nuestro Señor en Getsemaní como producida por temor de que Satanás pudiera quitarle la vida antes de ir a la cruz. Otros dicen que la causa de su muerte fue la rotura del corazón. Esto es falso, porque la muerte no podía tener derecho sobre Él, porque donde no hay pecado, la muerte no puede demandar su derecho. Satanás no podía tocar aquella vida. Aunque los judíos le quisieron apedrear, ni una sola piedra le tocó. Cuando su hora llegó, Él dio su vida. Él había puesto su vida en expiación por el pecado; el pecado de todos nosotros estaba sobre Él; y ahora, porque la paz había sido hecha por la sangre de la cruz, porque los requisitos de la justicia de Dios fueran satisfechos, Cristo gritó a gran voz su clamor victorioso: «¡Consumado es!» Pero, ¿quién es capaz de comprender todo el significado de este clamor de triunfo? Sólo podrá descubrirse en la eternidad venidera y gloriosa preparada para los redimidos.

Sin embargo, sabemos lo que todo eso significa para nosotros los que hemos creído. Sabemos que Él llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. Sabemos que por medio de su obra consumada en la cruz, la justicia de Dios nos cubre y nos declara libres. Sabemos que, «siendo justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo». Sabemos que Él es nuestra paz y que su sangre preciosa nos ha hecho cercanos al Padre.

Y aun más; sabemos que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él. En su muerte nosotros también hemos muerto. El pecado no puede tener ahora dominio sobre nosotros. Libertad de la esclavitud y del dominio del pecado es ahora el resultado de su victoria, y todos aquellos que andan en el Espíritu pueden vivir una vida victoriosa.

II. La segunda victoria nos lleva a la tumba vacía. Su cuerpo no pudo ver corrupción. La muerte no pudo sujetarlo. El Padre le levantó de los muertos, y también es igualmente cierto que Él mismo resucitó. Su resurrección física venció la muerte y el sepulcro.

Y, sin embargo, esta gran verdad esencial, la resurrección física de Nuestro Señor, es negada en el campo de la infidelidad más sutil del Cristianismo, conocido con el nombre de Modernismo. Hace algunos años un notable defensor de esta escuela racionalista, dijo: «Su cuerpo descansa en un sepulcro asirio, pero su alma sigue viviendo a través de los siglos». Si esto fuera verdad, mejor sería que cerrásemos nuestras Biblias para siempre, dejándolas a un lado como una cosa completamente sin valor. Si Cristo no resucitó de los muertos, resucitado literalmente, no espiritualmente, sino en un cuerpo humano glorificado, que había estado muerto y sepultado, entonces estamos sin Dios y sin esperanza, y somos de todos los hombres los más miserables. Leed la gran lógica declarada en la primera Epístola a los Corintios, capítulo 15.

Pero, ¿por qué hablar sobre esto cuando la resurrección de Nuestro Señor es una de las más grandes verdades auténticas de la historia? Dejad que los racionalistas traigan pruebas de que Cristo no resucitó físicamente de entre los muertos, ¿Pueden hacerlo? ¡Nunca! Tenemos evidencias sobre evidencias de que Él resucitó y dejó vacío el sepulcro. Hay una aclamación relacionada con este gran suceso. Desgraciadamente, nuestras Biblias no nos dan una traducción correcta de esa primera palabra que salió de los labios del Señor después de su resurrección, según el relato de San Mateo. En español es «salve», pero esta palabra en el original griego significa «regocíjense». Deben de haber sido proferidas por el Señor como una aclamación triunfante, «regocíjense, regocíjense!» Y diciendo estas palabras, tal vez señalaría el sepulcro vacío.

Y esta victoria de Nuestro Señor también es nuestra, si somos sus hijos por la fe en Él, podemos ahora clamar con gran voz y decir, con la autorización del Espíritu de Dios, «¿Dónde está, oh, muerte tu aguijón? ¿Dónde, oh, sepulcro, tu victoria?» La muerte y el sepulcro han sido vencidos. Ningún hijo de Dios debe temblar con el pensamiento de la muerte y sepultura. Si hace tres mil años una pluma inspirada pudo escribir: «Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo, ¡cuánto más nosotros, que sabemos más de lo que David sabía, estaremos completamente libres de la esclavitud del temor! Esta libertad la hemos visto grabada en la lápida que cubría la tumba de un gran sabio cristiano; «Esta es la posada de un viajero que pasa aquí la noche. Cuando llegue la mañana seguirá hacia la Nueva Jerusalén».

Hace algunos años, un famoso cirujano judío me confesó que había recibido una gran prueba de que el Cristianismo verdadero poseía algo que el judaísmo no conocía. Tenía este doctor entre sus enfermos a una joven como de veintitrés años sufriendo de una enfermedad incurable. Ella insistió un día, suplicándole que le dijese cuándo habría de morir. El doctor no cedía, pero después de las repetidas súplicas de la joven. Juntas con la insistencia de su madre, le contestó; «Si usted de veras quiere saberlo, yo siento decirle que, a mi juicio, usted no vivirá más de cinco semanas». Y entonces, con gran sorpresa del doctor, una sonrisa gloriosa cubrió su cara, y volviéndose a su madre, tomó sus manos entre las suyas, y dijo gozosa: «¡Oh, mamá, qué maravilla, cinco semanas más y estaré entonces con el Señor Jesucristo para siempre!» «¿Dónde está, oh, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh, sepulcro, tu victoria?»

III. Subió Dios con voces de júbilo. Jehová con estruendo de trompeta» (Salmo 47:5). Esto ha de referirse a su gloriosa ascensión. Él ascendió a los cielos para tomar su lugar a la diestra de la Majestad en las alturas. Fue un retorno glorioso y triunfante a la morada eterna en el tercer cielo, aquel lugar de gloria que Él había cambiado por el pesebre de Belén. Fue un regreso triunfante y glorioso, no como el Unigénito del Padre, sino como el Primogénito de los muertos. En su ascensión triunfante Él pasó a través de los cielos. Y como sabemos por las Escrituras, el aire que envuelve nuestro globo es el asiento de las malicias espirituales (Efe. 6:12). Ellos no pudieron impedir su regreso, así como tampoco su venida al mundo para salvar a la humanidad. Esta aclamación de júbilo les anunciaba su derrota. Ellos vieron subir al Señor a tomar su lugar de honor en el trono de su Padre, el que, no sólo le levantó de los muertos, sino que colocóle «a su diestra en los cielos, sobre todo principado, y potestad, y potencia, y señorío, y todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, mas aún en el venidero: Y sometió todas las cosas debajo de sus pies, y diólo por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquél que hinche todas las cosas en todos» (Efe. 1:20-23).

Él ha ganado la victoria completa sobre el reino de las tinieblas. Él ha vencido a Satanás y al ejército de demonios. Su subida a los cielos con sonido de trompeta proclamó esta victoria. A nosotros, unidos a Cristo, andando en el Espíritu, Satanás no puede hacernos daño o vencernos; para nosotros también él es un enemigo derrotado. Algunos cristianos hacen lo que no debían en sus vidas espirituales, esto es, luchar contra el pecado, y el viejo hombre con sus inclinaciones al mal. Ellos tratan de vencerlo por sus propios esfuerzos. Pero la Escritura nos dice que huyamos de los deseos juveniles, y que pongamos al viejo hombre en el lugar donde la muerte de Cristo le ha puesto, esto es, crucificado, muerto. Se nos ha dicho que mortifiquemos nuestros miembros, que pensemos que estamos muertos al pecado. Nosotros también podemos decir con Pablo: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20).

También los cristianos tienen temor del diablo y sus ataques. Ellos huyen de él como si tuviera el poder de vencerles. Pero como Jesucristo le derrotó, a nosotros se nos exhorta a «estar firmes» contra las asechanzas del diablo, a vestirnos de toda la armadura de Dios. La certeza es dada a todos aquellos que andan en comunión con el Hijo de Dios: «Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y de vosotros huirá» (Santiago 4:7).

Las tres victorias de Cristo son: sobre el pecado, sobre la muerte y el sepulcro, y sobre el poder de las tinieblas. Como hemos visto. Cristo exclamó en la cruz su triunfante grito: «¡Consumado es!». Él saludó a sus discípulos en la mañana de la resurrección con la aclamación de «Salve», «regocíjense». Y, por último, Él ascendió a los cielos con sonido de trompeta. Pero todavía hay dos más aclamaciones victoriosas de nuestro Señor anunciando grandes victorias que aun están en el futuro.

IV. «Porque el mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos juntamente con ellos, seremos arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor (1 Tes. 4:16, 17). Después de haber leído este pasaje, le preguntaron a cierto predicador si esas palabras tenían un significado literal, a lo que él contestó: «No, todo ese pasaje es alegórico». Pero cuando le pidieron que explicara el significado alegórico, no pudo hacerlo, por la sencilla razón de que no hay ninguna alegoría en él. Cada una de estas palabras escritas por Pablo inspiradas divinamente tendrá un cumplimiento literal. No será éste un suceso espiritual, sino un suceso literal. Será el Señor mismo quien descenderá del cielo y al hacer esto será con aclamación. Él habló de esto en el Evangelio según San Juan: «Vendrá hora, cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz» (Juan 5:28). Su aclamación abrirá todos los sepulcros de sus hijos y lo que fue sembrado en corrupción se levantará en incorrupción. Al mismo tiempo, todos los hijos de Dios que viven que han sido lavados en su sangre y salvados por su gracia, oirán la misma aclamación. Entonces, en un momento, en un abrir de ojos, serán transformados. Esto mortal será vestido de inmortal. La gran vuelta al hogar seguirá consistiendo en la reunión de toda la familia de Dios; «juntamente con ellos seremos arrebatados en las nubes». Pero el suceso supremo será «recibir al Señor en el aire», ¡Qué día glorioso será aquél cuando veamos su faz!

¿Y qué significará esto para Él? Él recibirá el trabajo de su alma. Todos los que el Padre le dio estarán allí, ni uno solo se habrá perdido. El poder del maligno trató de destruir la Iglesia y sus miembros, que son preciosos a su vista. Pero entonces será demostrado que las puertas del infierno no prevalecieron contra su Iglesia. Ésta será su gran victoria. Será el clímax glorioso de su gran amor con que nos ha amado. Entonces se la presentará «gloriosa para sí, una Iglesia que no tuviese mancha ni arruga, ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Efe. 5:22).

¿Qué significará esta aclamación para nosotros sus hijos? Nos dará nuestros cuerpos de redención, como el suyo. Terminará todas nuestras luchas, nuestros conflictos, nuestras penas y aflicciones. Le veremos cara a cara y seremos semejantes a Él. Poseeremos nuestra herencia comprada con su sangre y reinaremos con Él sobre la tierra. Será nuestra victoria como es su victoria.

¿Cuándo se oirá esta aclamación de nuestro Señor descendiendo del cielo? Las condiciones actuales son tales que no podrá tardar. «Y el Espíritu y la Esposa (la Iglesia) dicen: Ven. Así sea. Ven, Señor Jesús». Amén.

V. Balaán el profeta miró desde el monte al pueblo de Israel acampado en la llanura. El rey Balac le había suplicado que maldijera al pueblo de Dios. Pero las bendiciones de Balaán sobre Israel aumentaron: no podía maldecirlos, sino que bendición tras bendición salió de su boca. El habló del futuro y mencionó el «júbilo de Rey en él». El habló de un cetro que sería levantado de Israel. Este Rey sería mayor que Agag, el Amalezita, «su reino será ensalzado». Él vendrá victorioso sobre todos sus enemigos. Él herirá los cantones de Moab, y destruirá a todos los hijos de Set. Él tendrá dominio universal (Números 23 y 24). Todo esto es profético del día venidero cuando el Señor Jesucristo volverá a esta tierra para tomar el derecho al cetro de las naciones, cuando Él le pedirá al Padre y le dará por heredad las gentes y por posesión suya los términos de la tierra. Entonces Él gritará con la aclamación del victorioso. Él bramará desde lo alto porque es el juez de toda carne. «Alzará el grito, como los que pisan el lagar, contra todos los habitadores de la tierra… entra en juicio con toda carne». (Jer. 25:30-31)

Entonces con su aclamación de completa victoria, la derrota completa de sus enemigos y el establecimiento de su reino, las aclamaciones de gozo y alegría se oirán en toda la tierra: «Canta, oh hija de Sion: da voces de júbilo, oh Israel; gózate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén… Jehová es Rey de Israel en medio de ti; nunca más verás mal». (Sof. 3:14, 15). La creación también cantará de júbilo; «Vístense los llanos de manadas, y los valles se cubren de grano; dan voces de júbilo, y cantan». (Salmo 65:13). Y en las alturas se oirán las voces de los redimidos. Los aleluyas de los santos glorificados. Y ¡con cuánta ansiedad ha de esperar este pobre universo la aclamación del Rey del cielo y de la tierra!

He aquí las aclamaciones del Cristo victorioso; en la cruz, «Consumado es»; en mañana de su resurrección: «Regocíjense». Él ascendió a los cielos con una aclamación de triunfo, estando sujetos a Él ángeles y principados y poderes. Él volverá con aclamación para recoger a los suyos, y por último las aclamaciones del Rey, cuando todas las cosas sean puestas bajo sus pies.

España Evangélica, 1935

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