Serie Los Fundamentos: La fe cristiana y la ciencia

Esta es una pequeña porción traducida de Los Fundamentos, una serie de libros publicados a principios del siglo veinte que se relaciona con el inicio del movimiento fundamentalista.

En muchos lugares se ha hecho circular con mucha maña la creencia de que los avances de la «ciencia», significándose con este término las ciencias físicas, — astronomía, geología, biología y sus semejantes — son dañosos si no destructores de las pretensiones de la Biblia, y de la verdad del cristianismo. Se pinta a la ciencia y al cristianismo como luchando el uno contra el otro. Se cree que sus intereses son antagónicos. Algunos libros, tales como «Conflictos entre la religión y la ciencia» de Draper, «La lucha de la ciencia con la teología en el reino de Cristo», por White, y «Fin de la religión cristiana», por Foster, han sido escritos con el objeto de mostrar que la guerra entre la ciencia y la religión crece cada día, y que por la naturaleza del caso no cesará hasta que la teología sea destruida y la ciencia impere en la inteligencia de los hombres.

No fue ésta la actitud de los antiguos investigadores de la ciencia. La mayor parte de ellos fueron cristianos. Naville, en su libro «Física moderna», ha mostrado que los descubrimientos más grandes hechos en las ciencias en los tiempos pasados, fueron obtenidos por cristianos. Esto en verdad tratándose de Galileo, Kepler, Bacon y Newton, y también es verdad que hombres como Faraday, Brewster, Kelvin y un gran número de los de tiempo más recientes. El finado profesor Tait, de Edimburgo, escribiendo en la «La revista internacional», dice: «La pretendida impatibilidad de la ciencia y la religión, ha sido afirmada con tanta confianza y frecuencia en tiempos recientes, que ha venido … a ser tomada como una garantía por los escritores de artículos directivos, etc., y de contado son creídos por sus confiados lectores. Pero todo ello es un error, y un error tan grave, que ningún hombre verdaderamente científico … a lo menos en Bretaña corre el riesgo más pequeño de cometerlo … Fuera de algunos pocos casos, verdaderamente excepcionales, los científicos y teólogos verdaderos de nuestros días no encuentran la necesidad de luchar.

El finado profesor G.J. Romanes en sus «Pensamientos sobre la religión», nos ha dejado su testimonio de que una de las cosas que más influyó para que volviera a la fe, fue el hecho de que en su propia universidad de Cambridge, casi todos los hombres que poseían los mayores adelantos científicos, eran cristianos declarados. «Era cosa curiosa», dice: «que casi todos los nombres más ilustres estaban del lado de la ortodoxia. Sir W. Manson, Sir George Stokes, Profesores Tait, Adams, Clerk Maxwell, y Bayley, sin mencionar un número de hombres intelectuales de menos importancia, tales como Routte, Fodhunter, Ferrers, etc., — todos eran cristianos declarados» (p. 137). Es posible que alguien diga que ahora las cosas han cambiado. Tal vez esto sea posible en algún grado, pero cualquiera que conozca las opiniones de nuestros principales hombres de ciencia, sabe que acusara la mayoría de ellos de tener sentimientos anticristianos e incrédulos, sería decir una gran calumnia.

Si por conflicto entre la ciencia y la religión se quiere significar que con frecuencia se ha cometido errores penosos, y se han levantado faltas de inteligencia desgraciadas, de uno y otro lado, en el curso del progreso de las ciencias — que las nuevas teorías y descubrimientos, como los de la astronomía y geología, han sido mirados con desconfianza por los que piensan que ellos afectan la verdad de la Biblia — que en algunos casos la iglesia dominante procura estorbar el avance de la verdad por la persecución — esto no puede ser negado. Es todo es una ilustración desgraciada de cómo los mejores hombres a veces yerran en asuntos que entienden de una manera imperfecta, o cuando son afectados por sus prejuicios e ideas tradicionales. Pero esto no prueba nada contra el valor de los descubrimientos, o del conocimiento profundo que de los caminos de Dios han logrado los hombres que los hicieron, o de la contradicción real entre la verdad nueva y las enseñanzas esenciales de la Escritura. Por el contrario, generalmente una minoría percibe desde el principio, que no existe falta de armonía con las verdades de la Biblia, y abriendo camino para la mejor inteligencia entre ambos, al fin obtienen nuevos puntos de vista en la contemplación del poder, sabiduría y majestad del Creador. No debe olvidarse por otra parte que el error no ha estado siempre de un solo lado; que también la ciencia en muchos casos ha expresado precipitadamente y sin ninguna garantía algunas teorías, y que con frecuencia ha tenido que retractarse de meras especulaciones hasta límites en que pueden armonizarse con las verdades reveladas. Si la teoría ha resistido a las novedades de la ciencia, con frecuencia ha tenido buenas razones para ello.

I. La ciencia y la ley. El milagro.

Tal vez ha sido más por su modo general de ver el mundo, que por sus resultados específicos, por lo que la ciencia ha aparecido como en conflicto con la Biblia y el cristianismo. La Biblia es el libro donde está consignada la revelación. El cristianismo es un sistema sobrenatural. El milagro en el mismo sentido, es la entrada de Dios, en palabra o en hecho, a la historia humana para los fines de la gracia y corresponde a su esencia. Por la otra parte los avances de la ciencia han hecho una impresión demasiado profunda del reinado universal de la ley natural. El efecto ha sido conducir a multitudes cuya fe no está fundada en la experiencia espiritual directa, a mirar de soslayo toda idea de lo sobrenatural. Dios, pretenden ellos, tiene sus agencias que operan por caminos absolutamente uniformes; entonces no pueden ser admitidos los milagros. Y puesto que los milagros se encuentran en la Escritura — todo el libro descansa en la idea de una economía sobrenatural de la gracia — el todo debe ser desechado porque está en conflicto con la mente moderna. El profesor G.B. Foster llega hasta el grado de declarar que un hombre difícilmente puede ser un inteligente honrado si en nuestros días cree todavía en los milagros de la Biblia.

Es por demás decir que esta repugnancia por el milagro, así como al rechazarlo de la Biblia, como si fuera una cosa nueva no es de estos últimos tiempos. Es tan antigua como el racionalismo. La encontraréis en Espinosa, en Reimarus, en Strauss y otros muchos. De Wette y Vatke, entre los primeros críticos del Antiguo Testamento, la manifestaron con tanta fuerza como sus discípulos lo hacen ahora; y la constituyeron en el eje de su crítica. Esta repugnancia gobernó los ataques hechos al cristianismo en la edad de los deístas. David Hume escribió un ensayo contra los milagros, con el que pensó dejaba establecida la materia para siempre. Pero considerando el asunto seriamente ¿puede defenderse este ataque a la idea del milagro, derivada de nuestra experiencia de la uniformidad de las leyes naturales? ¿No envuelve en sí misma una asunción vastísima, contraria a la experiencia y al sentido común? Merece la pena hacerse esta pregunta.

Primero, ¿qué es un milagro? Pueden darse diferentes definiciones; pero para nuestros propósitos bastará considerarlo como un efecto de la naturaleza, o una desviación de su curso ordinario, debido a la interposición de una causa sobrenatural. Según la idea bíblica del milagro, no es necesario desechar las agencias naturales, las cuales serán usadas o hechas a un lado según el caso. En la desecación del Mar Rojo para que pasaran los Israelitas tuvo una buena parte el viento que sopló, y éste fue enviado por Dios, conservando así el hecho su carácter de sobrenatural como un todo. Por el mandamiento de Dios se partieron las aguas en el tiempo y lugar requerido para que el pueblo pasara. Esto es lo que los teólogos llaman milagros «providenciales,» en los cuales, hasta donde podemos ver, bajo la dirección divina, las agencias naturales son suficientes para producir el resultado. Hay otros, sin embargo, que corresponden a una clase más conspicua, como la curación instantánea del leproso, o la resurrección de una persona funesta, en los que las agencias naturales son hechas a un lado enteramente. Esta es la clase sobre la cual versa principalmente la discusión. Son milagros en el sentido estricto de la palabra, que los hace efectos de causas que están más allá de las agencias naturales.

En seguida podemos preguntar; ¿qué se quiere significar con las palabras uniformidad de la naturaleza? Que hay una ley de la naturaleza, nadie lo disputa. Es un error suponer que la Biblia, aunque no fue escrita en el siglo XX no reconozca un orden regular o un sistema natural. El mundo es el mundo de Dios; y fue establecido por un decreto divino; Dios dio a cada criatura su esfera de acción y sus límites; todas las cosas continúan conforme a esta ordenanza (Salmo 119:21). Solamente la ley es una de las cosas que la Biblia no ve como teniendo una existencia independiente. Siempre es considerada como la expresión del poder y sabiduría de Dios. Esto nos da el punto de vista justo para considerar la relación de la ley con el milagro. ¿Qué significa «ley» natural? Es, y así lo concede la ciencia, solamente la observación registrada de la manera como encontramos, en nuestra experiencia, enlazadas las causas y los sucesos. En que ellos están enlazados no hay ninguna cuestión. Si no lo estuvieran, el mundo no podría ser habitado por nosotros. En seguida tenemos que preguntar ¿qué significa «uniformidad en relación con lo que estamos tratando? No queremos significar más que esto, que dadas ciertas causas, obrando ellas bajo condiciones semejantes, darán efectos semejantes. Esto es tan verdadero que nadie lo niega.

Entonces, según lo dice J.S. Mill en su lógica, y como ha sido notado hace tiempo, el milagro en el sentido estricto, no es una negación de estas verdades. Un milagro no es la afirmación de que las mismas causas produzcan efectos diferentes. Por el contrario, es la afirmación de que ha intervenido una causa nueva, y esta causa nueva que no pueden negar los teístas es una vera causa — la voluntad y el poder de Dios. Como cuando levanto mi brazo, o arrojo una piedra hacia arriba, no destruyo la ley de la gravitación sino impido o domino su acción al introducir una fuerza espiritual nueva, así, pero de una manera mucho más elevada, el milagro es debido a la interposición de la Primera Causa de todo, Dios mismo. Lo que los científicos necesitan probar para establecer su objeción al milagro, no es solamente que las causas naturales obran uniformemente, sino que no existe ninguna otra cosa más que las causas naturales; que con las leyes naturales acaba todo casualidad en el universo. Esto no lo podrán hacer nunca.

Es claro por lo que hemos dicho, que la cuestión real respecto al milagro no es la ley natural, sino el Teísmo. Se puede ver desde luego que para que la discusión sobre el milagro sea provechosa, ha de verificarse sobre la base del punto de vista teístico del universo. El ateo no puede admitir los milagros porque él no tiene Dios que los obre. El panteísta no los puede admitir tampoco, porque para él Dios y la naturaleza son la misma cosa. El deísta también no puede admitir los milagros, porque él ha separado tanto a Dios del universo, que no los puede juntar otra vez. La cuestión entonces no es si el milagro es pasible: desde el punto de vista del universo que tienen los ateos, materialistas o panteístas, sino es posible desde el punto de vista teísta — de un Dios inmanente en su mundo, y que obra sobre el mundo por una infinidad de modos. No digo nada de la honradez intelectual; pero sí me maravillo, como lo he dicho con frecuencia, de la seguridad del que pretende decir que para sus fines más santos y elevados en sus relaciones personales con sus criaturas, Dios no puede obrar sino dentro de los límites que la naturaleza impone; que Dios no puede obrar dentro o sobre el orden de la naturaleza según le plazca. Los milagros permanecerán o caerán según la evidencia que tengan; pero el intento de arrojarlos fuera por un dictado a priori fundado sobre la uniformidad de la ley natural, caerá inevitablemente. El mismo razonamiento puede aplicarse a la negación de la providencia o a la respuesta a las oraciones, sobre la razón de la uniformidad de la ley natural. No se pretende destruir el orden natural sino sólo se trata del gobierno o dirección de la naturaleza, de la cual hace el hombre un uso propio para fines especiales, sin destruirla, y de lo que tenemos ejemplos todos los días.

II. La Escritura y las ciencias especiales

Acercándonos más al conflicto supuesto de la Biblia del cristianismo con las ciencias especiales, la primera cuestión de importancia que se presenta, es: ¿Cuál es la relación general de la Biblia con la ciencia? ¿Cómo procura relacionarse con los adelantos del conocimiento natural? En esto, como era de temerse, frecuentemente se han cometido errores por una y otra parte — pues del lado de la ciencia se afirma que hay conflicto entre la Biblia y los resultados científicos, cuando en realidad no existe; y por el otro lado, los creyentes piden que la Biblia sea tomada como libro de texto de los nuevos descubrimientos científicos, procurando leerlos allí por métodos forzados. La verdad sobre este punto descansa sólo en la superficie. Con toda claridad no pretende la Biblia anticipar los descubrimientos científicos de diecinueve o veinte siglos. Su designio es diferente, a saber, revelar Dios su voluntad y propósito de gracia para los hombres, y como envuelto en ello, su relación general con el mundo creado, la dependencia de éste en todas sus partes, y gobierno ordenado de la providencia para fines sabios y buenos. Las cosas naturales se toman como ellas son, y se habla de ellas en lenguaje vulgar como se haría en nuestros días. El mundo descrito en la Biblia es el mundo de los hombres, el que vivimos y conocemos, y se le describe como aparece, no como la ciencia después de sus estudios nos lo presenta constituido. Expositores sabios de las Escrituras, ancianos y jóvenes, han reconocido esto y no han intentado forzar su lenguaje. Tomemos un solo ejemplo de esta verdad, el de Juan Calvino, quien escribió antes de que el sistema astronómico de Copérnico fuese aceptado por todos. En su comentario sobre el capítulo primero del Génesis, escribió estas palabras: «Quien supiera astronomía y otras artes recónditas, podría ir más lejos. Moisés escribió en estilo popular cosas que, sin ninguna instrucción, cualquiera persona ordinaria dotada de sentido común, puede entender. … No quiere que subamos al cielo, sino nos presenta cosas que tenemos a la vista.» En estos días, con toda la luz de la ciencia moderna que nos rodea, hablamos del sol y de las estrellas como de cosas que «salen» o «se ponen» y nadie entiende ni dice que hay conflicto con la ciencia. Por la otra parte es verdad que la Biblia, al pintar las cosas naturales, por el Espíritu de revelación que la anima, toma las cosas como son — con referencia a su propósito — para evitar que la mente se distraiga de las grandes verdades que intenta presentar.

Servirá para ilustrar estas posiciones en cuanto a la relación de la Biblia con la ciencia, si la consideramos principalmente en su aplicación con las ciencias de la astronomía y la geología, con las cuales se dice con más frecuencia que está en conflicto.

1. El cambio del sistema de astronomía de Ptolomeo al de Copérnico – de la opinión que consideraba la tierra como el centro del universo, a la opinión moderna y probablemente la verdadera, de que la tierra se mueve al derredor del sol, el cual con sus planetas no es más que uno de los mundos del cielo estrellado — naturalmente originó muchas investigaciones ardientes de aquellos que creyeron que la Biblia era partidaria del antiguo sistema. Por algún tiempo hubo una gran oposición de parte de muchos teólogos, así como de algunos estudiantes de la ciencia, a los nuevos descubrimientos hechos por el telescopio. La iglesia puso en una prisión a Galileo. La verdad prevaleció y pronto se percibió que la Biblia usa un lenguaje según las apariencias, y no era más partidaria del movimiento del sol al derredor de la tierra, que lo que son nuestros almanaques modernos que emplean la misma forma de expresión. En nuestros días cualquiera necesitaría viajar mucho para encontrar un cristiano cuya fe se debilitara por la verdadera doctrina del sistema solar. Se alegra de que la naturaleza sea mejor conocida, y lee su Biblia sin encontrarla más ligera contradicción. Sin embargo, Strauss creyó que el sistema de Copérnico había sido un soplo de muerte para el cristianismo; así Voltaire, antes de aquél, afirmó que el cristianismo sería destruido por el descubrimiento de la ley de gravedad y no sobreviviría un siglo. Newton, el cristiano de mente humilde descubrió la ley de gravedad y no tuvo tal temor, y el tiempo ha demostrado que fue él y no Voltaire, el que tuvo razón. Este es un buen ejemplo de los «conflictos» del cristianismo con la ciencia.

La objeción hecha al cristianismo conocida con el nombre de «objeción astronómica», es más bien la exageración de la ilimitación del universo, descubierto por la ciencia, en contraste con el interés particular de Dios por el hombre, que presenta el Evangelio cristiano: «¿Qué es el hombre para que hagas de él memoria?» (Sal. 8:4). ¿Es creíble que este pequeño punto entre infinidad de mundos, fuera escogido como el lugar de la exhibición tan tremenda del amor y gracia de Dios, según se manifiesta en la encarnación del Hijo de Dios, el sacrificio de la cruz y la redención del hombre? Casi ha pasado la época en que esta objeción se sienta ya de algún peso. Aparte del hecho importante de que hasta hoy no existe ninguna evidencia de que otros mundos estén habitados por seres inteligentes semejantes a los hombres — ni planetas, ni sistema conocido (sobre este punto puede consultarse el libro «Man and the Universe», de A. R. Wallace) — el pueblo pensador ha venido a comprender que el tamaño cuantitativo no es la medida del amor y cuidado de Dios; que el valor del alma no ha de estimarse en los mismos términos que el de las estrellas y planetas; y que el pecado no es una cosa menos ilegal aun cuando se pudiera probar que este mundo es el único punto en el universo donde ha sentado sus reales. Corresponde a la ciencia del Dios infinito cuidar tanto lo pequeño como lo grande; la hoja de la yerba no se movería, ni el insecto de vida efímera volaría, si Dios no estuviera presente y no le cuidara minuciosamente. La posición del hombre en el universo, no sólo por consentimiento, sino por prueba de la ciencia, es enteramente particular. Entre lo material y espiritual parece que es el único ser, como lo afirma la Escritura, que sirve de lazo a la creación (Heb. 2:6-9). Esta es la esperanza que tenemos en Cristo (Ef. 1:10). Aquí debemos hacer una reflexión y es que, mientras la extensión del universo físico es un pensamiento moderno, nunca ha habido tiempo en la iglesia cristiana cuando Dios — el infinito — no haya sido concebido, como adorado y servido por incontables ejércitos de espíritus ministradores. Nunca se ha pensado que el hombre sea la única inteligencia en la creación. El misterio del amor divino para nuestro mundo, en realidad ha sido tan grande antes como después del descubrimiento de la extensión del mundo estelar. El sentimiento del «conflicto» aunque no el de la admiración, despertada por «excelentes riquezas» de la gracia de Dios para el hombre en Cristo Jesús, se desvanece con el conocimiento creciente de las profundidades y alturas del amor de Dios que «sobrepuja a todo entendimiento» (Ef. 3:19). La demostración espléndida que la astronomía hace de la majestad del poder y sabiduría de Dios, no sufre nada con algún sentimiento de conflicto con el Evangelio.

2. Como con la astronomía, así sucedió con las revelaciones de la geología en cuanto a la edad y formación gradual de la tierra. Aquí también — según las circunstancias — se levantaron al principio dudas y sospechas. El buen Cowper pudo escribir en su «Task», de aquellos … «que escarban y horadan la sólida tierra, y de entre los estratos, extraen el registro que viene a enseñarnos, que quien hizo el mundo, e indicó a Moisés la fecha de aquello, cometió un error».

Si la intención del capítulo primero del Génesis fuera realmente darnos la fecha de la creación de la tierra y de los cielos, la objeción sería incontestable. Pero ahora como en el caso de la astronomía, las cosas son mejor entendidas, y pocos son los que se inquietan al leer sus Biblias, por saber como cosa cierta que el mundo es mucho más antiguo que los 6,000 años que le da la antigua cronología. Hoy vemos que la geología solamente ha dado extensión á nuestras ideas acerca de lo vasto y maravilloso de las operaciones del Creador, en las épocas del tiempo en las cuales el mundo, con su prolífica población de peces, pájaros, reptiles y mamíferos, estaba siendo preparado para habitación del hombre, — cuando las montañas surgían y los valles eran ahuecados, y las vetas de los metales preciosos eran incrustados entre las rocas de la tierra.

¿Contradice efectivamente la ciencia el capítulo primero del Génesis? Seguramente que no, si recordamos lo que hemos dicho del carácter esencialmente popular de las alusiones que la Biblia hace á las cosas naturales. No hay allí una descripción detallada del proceso de la formación de la tierra en términos anticipados de la ciencia moderna — términos que hubieran sido ininteligibles para los primeros lectores — sino una pintura sublime, verdadera según el orden natural, como se ve por los hechos manifestados por la sucesión geológica. Si nos dice cómo hizo Dios que existiera el cielo y la tierra, cómo separó la luz de las tinieblas y formó el mar y la tierra, vistió el mundo con la vegetación, dio al sol y a la luna sus reglas para el día y la noche, hizo volar las aves, y a los monstruos nadar en lo profundo del océano, creó los ganados y bestias del campo, y finalmente hizo al hombre, macho y hembra, a su imagen y semejanza, y le estableció como señoreador de la creación, este orden en las formas creadas, el hombre como corona de todo, estas ideas profundas de la narración, que presentan al mundo como estando en la relación debida con Dios, que son los fundamentos de una filosofía duradera de la religión, son verdades que la ciencia no ha destruido, sino confirmado por innumerables caminos. Los «seis días» pueden quedar todavía como una dificultad para alguno, pero si esto no es parte de los símbolos de la pintura — una gran «semana» divina de trabajo — alguno puede preguntar, como lo hizo San Agustín mucho tiempo antes de que fuera enseñada la geología, ¿qué clase de días fueron aquellos que transcurrieron antes de que el sol, con su medida diurna de veinticuatro horas fuera establecido para ese fin? No se hace ninguna violencia a la narración, si sustituimos con «épocas» — vastos períodos cósmicos — los «días» de nuestra corta escala arreglada con el sol. Así desaparece la última sombra de conflicto.

III. La evolución y el hombre

Hace pocos años que el punto en que se dice que hay conflicto entre la Escritura y la ciencia, es la aparente contradicción entre la teoría de la evolución y la historia bíblica de la creación directa de los animales y el hombre. Esto puede rebatirse, y así ha pasado en casos anteriores, por negar la realidad de un proceso de evolución en la naturaleza. Sin embargo, aunque la evolución no ha sido todavía comprobada, parece que hay una apreciación creciente de la fuerza de la evidencia del hecho de algún origen evolutivo de las especies — esto es, de alguna conexión del origen de las formas elevadas de las bajas. Al mismo tiempo se manifiesta una disposición creciente al limitar la extensión de la evolución, y a modificar la teoría en puntos muy esenciales — en aquellos puntos precisamente en que hay conflicto con las Escrituras.

Muchas de las dificultades sobre este asunto han nacido de la confusión indebida, o en la identificación de la evolución con el Darwinismo. El Darwinismo es una teoría acerca de la evolución, y obtuvo por algún tiempo un prestigio notable, tanto por la habilidad con que fue presentada como por la notabilidad del que la propuso. En nuestros días ese prestigio ha declinado, según puede verse consultando un libro como el de R. Otto «Naturalism and Religion», publicado en «The Crown Library». Una nueva teoría de la evolución se ha levantado que difiere de la de Darwin en tres puntos esenciales: 1. El carácter fortuito de las variaciones en que obra la «selección natural». Se considera ahora que las variaciones están más allá de líneas definidas, y son guiadas a fines definidos. 2. La insuficiencia de la «selección natural» (en lo que Darwin hizo más hincapié) para cumplir la tarea que Darwin les asignó. 3. La marcha lenta e insensible de los cambios por los que se supone se produjeron nuevas especies. En lugar de esto la nueva tendencia es buscar el origen de las nuevas tendencias en cambios rápidos y repentinos, cuyas causas residen dentro del organismo — en «mutaciones según se les ha llamado — así que el proceso puede ser breve y lento como se le supuso primero. En suma, la «evolución «es considerada ahora como un nombre nuevo de «creación, » solamente que según la nueva teoría produce la forma plástica de dentro para fuera, y no como se creyó antes, en lo externo. Con todo, es una creación, ni más ni menos.

En verdad no puede formarse ningún concepto de la evolución, que sea compatible con todos los hechos de la ciencia, que no tenga en cuenta, por lo menos en lo que toca a ciertos grandes puntos críticos, la entrada de nuevos factores en el proceso que llamamos creación. 1. Uno de ellos es la transición de la existencia inorgánica a la orgánica — la entrada del nuevo poder de la vida. No hay esperanza de obtener la vida de agencias químicas y mecánicas, y la ciencia ha abandonado ya ese intento. — 2. Otro punto es la transición del desarrollo de lo puramente orgánico, y este último no puede explicar lo primero. Aquí se levanta algo nuevo y desconocido antes, poderes espirituales. 3. El tercer punto está en la transición a la racionalidad, personalidad y vida moral en el hombre. Esto es, un hombre capaz de tener conciencia, de dirigirse como lo evidencia la vida progresista, que es diferente de la conciencia animal, y marca el principio de un nuevo reino. Aquí armonizan otra vez la ciencia y la Biblia. El hombre viene a ser la última obra creada por Dios — la corona y explicación de todo – hecho a la imagen de Dios. Para su origen ha de suponerse un acto especial del Creador, que lo constituye en lo que es. Este acto creativo no tiene que ver con el alma solamente, porque los poderes espirituales más elevados no podían ser depositados en un cerebro puramente animal. Debe haber una elevación también por el lado físico, correspondiente al avance mental. Tanto en el cuerpo como en el espíritu, el hombre viene de las manos de su Creador.

Si es aceptado este nuevo concepto de la evolución, la mayoría de las dificultades que nacen de la teoría de Darwin son removidas. 1. No hay que pensar más en un desenvolvimiento lento del estado animal — un antecesor bruto y salvaje de la forma de un mono. Su origen puede ser tan repentino como lo representa el Génesis. 2. No habrá necesidad de suponer una enorme antigüedad del hombre para dar lugar a ese desenvolvimiento lento. 3. No habrá necesidad de suponer que la condición original del hombre fue la sujeción a las pasiones brutales e impulsos naturales. El hombre puede haber venido de las manos del Creador en un estado de pureza moral, capaz de un desarrollo libre del pecado, como el Génesis y Pablo lo afirman. También sería un modo digno de ver, el origen del hombre. Esta opinión ha nacido también de la falta de pruebas suficientes, de aquella forma intermedia del mono, que según la otra teoría debe haber habido entre los progenitores animales y el ser humano perfeccionado. Esta opinión no es contradecida por la evidencia alegada de la muy grande antigüedad del hombre — 100,000, 200,000, o 500,000 años — en la cual se cree algunas veces con mucha confianza; porque muchas de estas medidas de tiempo extravagantes, son precarias en extremo. Puede consultarse sobre este punto el libro: «God’s Image in Man and Its Defacement».

La conclusión de todo es que hasta el presente, la ciencia y las enseñanzas de la Biblia acerca de Dios, el hombre y el mundo, no están en conflicto real. Cada uno de los libros escritos por Dios arroja luz sobre el otro, y ninguno contradice el testimonio esencial del otro. La ciencia misma parece ahora más dispuesta a tener ideas menos materiales acerca del origen de las cosas, de lo que estuvo hace una o dos décadas, y se muestra más dispuesta a interpretar la creación a la luz de lo espiritual. La experiencia del creyente cristiano, con la obra de las misiones en las tierras paganas, nos dan un testimonio que no hemos de dejar de tomar en consideración, de la realidad del mundo espiritual, y de las fuerzas regeneradoras y transformadoras que proceden de él.

¡A Dios sea la gloria!

de la Iglesia Libre, Glasgow, Escocia

The Fundamentals

Traducido para El Faro en 1911

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