Ser padre es tener un privilegio y una responsabilidad: el privilegio de recibir un don de Dios y la responsabilidad de conservarlo puro y precioso como salió de las manos divinas.
Ser padre es algo así como repetir la obra de la creación del hombre, al perpetuar la raza humana sobre la tierra que cumpla los altos destinos que Dios le ha designado.
Las verdaderas riquezas de una nación no son sus bien cultivados campos, ni las entrañas auríferas de sus montañas, ni el caudal de sus aguas, ni el volumen de su comercio, ni el esplendor de sus ciudades, ni la magnificencia de sus museos, ni el conjunto de los artefactos de la civilización, sino nuestros hijos. Si los educamos fuertes de cuerpo, de inteligencia y de espíritu, enriquecen a nuestro país; pero si descuidamos su educación, o se la damos falsa o deficientemente, lo empobrecemos, llevándolo a la peor de las bancarrotas: la bancarrota moral.
Los padres somos artífices, y el hogar es nuestro taller. Entre las cuatro paredes de nuestras casas construimos, bien o mal, la patria futura y el mundo del porvenir. Después de Dios, somos nosotros los arquitectos de la historia. El ebanista pule y barniza la madera, el escultor da forma al mármol y el orfebre convierte el oro en joyas preciosas; pero nosotros tenemos que pulimentar, dar forma y embellecer las almas. La ignorancia o el descuido del ebanista echa a perder la madera; la ignorancia o el descuido del escultor, el mármol; y la ignorancia o el descuido del orfebre, el oro y la plata. Mas el descuido o la ignorancia del padre echa a perder los hijos de sus entrañas, los girones de su corazón, los tiernos arbolitos que han de constituir el gran bosque de la patria.
Estos consejos van encaminados a estimularnos y ayudarnos en nuestra ardua pero gloriosa tarea.
Reconoced, ante todo, que el niño posee derechos sagrados que nadie puede negar ni violar.
He aquí dos grupos de los derechos del niño.
I. Derechos a la salud del cuerpo
El niño tiene derecho a una alimentación sana, abundante, dada a horas regulares, pero no a bombones indigeribles y a dulces de la calle, no menos indigeribles que aquéllos.
El niño tiene derecho a la limpieza y, por consiguiente, al baño diario, que le facilita la circulación de la sangre y le evitará infinidad de enfermedades cutáneas. El uso del jabón y de la toalla hará inútil, hasta cierto punto, el uso del médico y de las medicinas.
El niño tiene derecho a la luz y al calor, como las plantas que embellecen y enriquecen los campos. Asolead sus habitaciones y la ropa de su cama, abrigadle bien contra el frío y la humedad y dejadle que diariamente, por un tiempo razonable, reciba los ardientes rayos del sol.
El niño tiene derecho al aire puro, que es el pan respirable y, por tanto, a pasear por los campos y los lugares en que pueda absorberlo a pulmón lleno. Establezcamos parques infantiles en todas las poblaciones del país.
El niño tiene derecho al ejercicio espontáneo que se llama el juego, y al ejercicio impuesto o sistemático, que se llama el trabajo.
El niño que juega y trabaja, pocas veces escogerá la cama.
II. Derechos a la salud del alma
El niño tiene derecho a aprender y, por consiguiente, a ir a la escuela.
El derecho de leer es tan importante como el derecho de comer. Comiendo es como se nutre el cuerpo, y leyendo es como se nutre el espíritu. Privar al niño de la educación es condenar su alma a vivir hambrienta del saber. Y vivir así es morir.
Alimentad su viva inteligencia con la sustanciosa lectura de buenos libros y buenos periódicos.
Enseñadle a pensar, a fin de que comprenda que la vida es una escuela, la naturaleza un libro y cada acontecimiento y cada fenómeno una lección.
El niño tiene derecho a oír un lenguaje puro por la pronunciación y puro por el sentido moral. No pronunciéis mal delante del niño, ni mucho menos digáis palabras sucias en su presencia. Haciendo lo primero, cometemos un atentado contra el patriotismo, que nos induce a velar por la pureza de nuestro idioma; y haciendo lo segundo, cometemos un atentado contra la moral, que nos obliga a velar por la pureza del alma. El oído del niño debe ser un recipiente de palabras limpias y bondadosas. Hagamos de nuestras lenguas un manantial de pureza y de bondad.
El niño tiene derecho a la sencillez, a la modestia. No le sobrecarguéis de adornos como si fuera una quincalla ambulante, ni hinchéis su cándido espíritu con torpes elogios acerca de su traje y su persona, pues le harán creer que el valor está en la apariencia de la materia, y no en la grandeza del espíritu, al mismo tiempo que le convertiréis en idólatra de sí mismo, en un odioso egoísta y en un ridículo vanidoso.
Los niños tienen derecho a ser económicos, a practicar la virtud del ahorro. No los acostumbréis a darle centavos cada vez que los pidan, ni a comprarles lo que a ellos se les antoje, simplemente por complacerles o por libraros de sus majaderías. Enseñadles a emplear el dinero en cosas útiles y a guardar el sobrante para usarlo, cuando se presente la oportunidad, en bien de ellos y de sus semejantes. El padre que no enseña a su hijo el valor del dinero, le enseña a ser un despilfarrador que labrará su propia desgracia y la de otros.
El niño tiene derecho a la dulzura. Sed enérgicos cuando se trata de hacer obedecer vuestras órdenes, pero evitad la crueldad en el castigo, la fiereza en el rostro y la violencia en las palabras. Recordad las palabras de Leigh Hume: «El poder no tiene la mitad de la fueran que posee la dulzura». Y tened presente que si sois violentos con vuestros hijos, ellos saldrán violentos también; que si, en cambio, los tratáis con respeto y amabilidad, ellos saldrán amables y respetuosos con todo el mundo.
El niño tiene derecho a ser niño, porque no debe ser otra cosa. En el curso de la vida llegará a ser joven, hombre maduro y quizás anciano. La naturaleza se encargará de esto, y no tenéis que intervenir en su divino proceso evolutivo, porque entonces lo frustraríais. El niño es con respecto al hombre lo que el fruto verde con respecto al fruto maduro, lo que el capullo respecto a la flor. Si nos empeñamos en madurar el fruto antes de sazón, lo echamos a perder, pues sólo obtendremos un fruto raquítico y falto de su verdadero sabor.
¡Cuán lejos es lo que hoy se estila en numerosísimas familias de nuestro mundo! Se fuerza al niño a que hable como hombre, piense como hombre, actúe como hombre y hasta se envilezca como hombre.
Delante de ese ángel que Dios ha puesto en nuestro hogar, hablamos, con mucha viveza, de asesinatos, de injurias, de hipocresías, de envidias, de venganzas, de amores, de actos indecorosos y de cuanto chisme anda suelto por el vecindario. Así le envenenamos la atmósfera moral que él se ve precisado a respirar. Y en vez de la vida de la pureza, respira la muerte de la corrupción.
El niño tiene derecho a la verdad. Engañarle es un acto criminal; enseñarlo a engañar es muchísimo más criminal aún. El diablo es el padre de la mentira, dijo Jesús. Y el padre mentiroso no puede ser el representante de Dios, que es la fuente de toda verdad.
El niño tiene derecho a ser valeroso. Meterle miedo es inducirle a ser un cobarde, y un cobarde es un ser desgraciado para sí y despreciable para los demás. Ninguna nación confiaría la defensa de su bandera a un cobarde. Sobran los pusilánimes; hacen falta los hombres de valor. No permitáis, padres, a nadie abusar de la debilidad de vuestros hijos, atemorizándolos con cucos, aparecidos, gente que come carne humana, etc.
Finalmente, el niño tiene derecho al buen ejemplo. La vida es más elocuente que las palabras. El ejemplo se graba mejor que los consejos. Las palabras se desvanecen, pero los actos perduran. Lo que entra por un oído sale por el otro, pero lo que entra por los ojos, dentro se queda. Nuestros hijos harán y serán lo que nosotros hagamos y seamos, y no lo que les aconsejemos que hagan y sean.
Hagamos de nuestro hogar un centro de trabajo, orden, limpieza, honradez, dulzura, filantropía, patriotismo y santo temor de Dios, y habremos dado a nuestros hijos la mejor educación que se puede recibir y la mejor herencia a que se puede aspirar. La sociedad reconocerá nuestro servicio, nuestros hijos agradecerán nuestra abnegación y Dios premiará nuestros esfuerzos.
La Nueva Democracia, 1937