El día de Dios

Estimado lector:

De acuerdo con el calendario de días especiales (en la Habana, Cuba) el día diez (de mayo) fue día del árbol; el once, día de las madres; el doce, día de los hospitales: el catorce, día del seguro; e1 diecisiete, día del piloto; mañana, diecinueve, será el día de la bandera; y el martes veinte, día del carbonero.

¿No les parece a ustedes que esto de los días especiales va cayendo en un plano de vulgaridad? En marzo tenemos ya catorce días dedicados a alguien o a algo. En abril, quince días. En octubre, quince días. Y en noviembre, trece. Si la creación de días especiales sigue el ritmo que lleva, a la vuelta de algún tiempo no van a alcanzar los 365 días del año para que a cada aspecto de la vida social, a cada especie del reino animal, y a cada virtud o vicio de los seres humanos, se les consagre un día. Comenzaron por crear el día de las madres; y ya se ha llegado al extremo de consagrar un día —el primero de abril— a eso que tanto abunda: la tontería, que viene de tonto, palabra que significa mentecato. Así que hasta los mentecatos tienen ya un día consagrado a sus mentecaterías.

I. EL DÍA DE DIOS

Considerando esto de los días especiales, fruto de la sicosis que padece la humanidad, vino a mi mente un día especial, extraordinario, trascendental. Un día señalado desde hace miles de años, pero —al parecer— olvidado por la mayor parte del género humano. Se trata de un día que algunos esperan con alborozo, y que otros miran con terror. ¿A qué día nos referimos? ¿Qué nombre tiene? ¿A quién está consagrado?

El apóstol Juan le llama el gran día del Dios Todopoderoso.
El libro Job le llama el día del furor de Dios.
Isaías nos dice que es el día de venganza del Altísimo.
Joel le llama el día grande y espantoso de Jehová.
Sofonías lo menciona como el día de la ira de Dios.
Malaquías nos dice que será un día ardiente como un horno.
Pablo le llama el día de Jesucristo.

Con razón exclama Jeremías: «¡Cuan grande es aquel día! tanto que no hay otro semejante a él». Por supuesto, el Día de Dios no se limita a un tiempo de 24 horas. En algunos pasajes de la Escritura —el mencionado Día— se refiere al tiempo cuando Dios visita en juicio a alguna nación para darle su justo merecido. En la mayoría de los pasajes se refiere al día en que nuestro Señor Jesucristo descenderá del cielo con grande poder y gloria para juzgar a las naciones y establecer su reino. Y en otros pasajes se refiere al Dia del Juicio Final.

El Día de Dios es aquel en que el hombre tiene que presentarse delante del Todopoderoso para recibir el galardón de los justos o la sentencia de condenado que espera a los réprobos. El Día de Dios tiene dos frases: para los convertidos a Jesucristo es un día de triunfo y gloria. Para los inconversos es un día de tinieblas, terror y espanto. Con respecto a estos últimos, dice la Palabra de Dios: Aquel día «cambiaréis de parecer y veréis la diferencia que hay entre el justo y el malvado, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve».

II. COMO SERÁ EL DÍA DE DIOS

Ya tienes, amigo lector, una idea general de lo que es el Día de Dios. Y, a continuación, vamos a ver lo que les espera en aquel Día a los hijos de Israel, a los cristianos evangélicos, y a esas multitudes que van por los caminos de la vida pisoteando la ley divina, burlándose de la justicia, escarneciendo al Salvador, y blasfemando el nombre de Dios.

En lo que se refiere a Israel, el Día de Dios será de arrepentimiento y salvación. Dice el profeta Zacarías: «El Día del Señor habrá gran llanto en Jerusalén … Cada linaje de la tierra se lamentará por sí … Dios salvará en aquel día a su pueblo … Porque los hijos de Israel serán engrandecidos en su tierra como piedras de corona, y morarán en ella confiadamente. En aquel Día, Jehová será rey sobre toda la tierra».

Y en lo que respecta a los convertidos a Cristo, el Día de Dios será de gozo, recompensa y gloria. El Señor dijo a sus discípulos: «Bienaventurados vosotros los pobres; porque vuestro será el reino de los cielos. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre; porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados seréis, cuando los hombres os aborrecieren, y cuando os apartaren de sí, y os denostaren, y desecharen vuestro nombre como malo, por el Hijo del hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos; porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos».

Y Pablo exhortaba a los cristianos de Filipos, diciéndoles: «Sed irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin culpa en medio de la nación maligna y perversa entre los cuales resplandecéis como luminares en el mundo … para que yo pueda gloriarme en el Día de Cristo de no haber trabajado en vano».

Y cuando vio que se le acercaba la hora de partir de este mundo, escribió lo siguiente: «Ya estoy para ser ofrecido en sacrificio, y el tiempo de mi partida ha llegado. He librado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Ahora me espera la corona de justicia, la cual me dará el Señor en aquel día—el Día de Dios—; y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan su advenimiento».

Y con esto concuerdan las palabras del Señor, cuando dice: «Aquel día diré a los que estarán a mi derecha: Venid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo».

Y en lo que se refiere a los inconversos, el Día de Dios será de terror y espanto, de juicio y condenación, como veremos a continuación. Dice David —en el Salmo 37— que el impío maquina malos pensamientos contra el justo, y lanza sus amenazas contra los que temen a Dios. Pero el Señor le ve desde los cielos y se ríe porque sabe que viene su día.

Frente a la altanería de los soberbios, la provocación de los idólatras y la vanidad de las mujeres del mundo, clama el Altísimo, por medio del profeta Isaías (2:10-12), diciendo que viene el Día de Dios sobre todo altivo, soberbio y ensalzado … y la altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová sólo será ensalzado en aquel día. Entonces los idólatras se introducirán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, a causa de la presencia aterradora del Señor, y la gloria o resplandor de su majestad; porque el Señor ha de venir para dar a los impíos su merecido.

El mismo profeta Isaías declara (3:16-24) que aquel día el Señor arrancará de las hijas de Eva, las cadenillas, collares y redecillas; los pendientes, anillos y brazaletes; los amuletos, espejos, tiaras y mantillas; los perfumes, cinturones y vestidos costosos. Y en lugar de perfume, habrá hediondez; y en lugar de cinturón, un cordel; y en lugar de vestido suntuoso, saco; y en lugar de trenzas, calvicie; y en lugar de hermosura, vergüenza.

Y el mismo Isaías relaciona el Día de Dios con las injusticias sociales (5:8-24; 10:1-3), y clama: ¡Ay de los que a un edificio agregan otro, y a una finca otra más, convirtiéndose en grandes propietarios de la tierra! ¡Ay de los que establecen leyes injustas y tiránicas, para despojar a las viudas, robar a los huérfanos, atropellar a los débiles, y despojar de su derecho a los pobres! ¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo! ¡Ay de los que se vanaglorian de ser sabios, y de los que, por cohecho, arrebatan al justo su derecho y justifican al malvado! ¿Qué haréis —los que así procedéis— el día que el justo y santo Dios os llame a cuentas? Sí, ¿qué haréis cuando llegue el día de la venganza de Dios, el año de retribución del Todopoderoso? Porque cercano está, dice el profeta Joel, el Día grande y espantoso de Jehová.

III. EL DÍA DE DIOS SE ACERCA

Y presta atención, amigo lector, a la descripción que nos da —del Día de Dios —el profeta Sofonías (1.14-18). Dice así: «Se acerca, se acerca ya el gran Día de Dios, viene presuroso; el estruendo de aquel Día será horrible, hasta los más fuertes lanzarán gritos de angustia y de aprieto, día de alboroto y asolamiento, día de tinieblas y oscuridad, día de trompeta y de alarma contra las ciudades fuertes y las torres elevadas. Aquel Día —dice el Señor— vendrá terror sobre los hombres, y andarán como ciegos, a causa de sus pecados contra Dios. Ni su plata ni su oro les podrá librar el día de la ira de Jehová; pues toda la tierra será consumida por el fuego de su celo y su furor…»

Y con esto concuerdan las palabras de Malaquías (4:1) cuando dice: «Viene el día grande y terrible de Jehová; día ardiente como un horno, en el que todos los soberbios y todos los que hacen maldad, serán como estopa». Y el apóstol Pablo (Rom. 2:5-9) sitúa al pecador ante el Día de Dios, diciéndole: «Por tu dureza, y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada ser humano conforme a sus obras: a los que perseverando en el bien hacer, buscan gloria, honra e inmortalidad, les dará la vida eterna. Pero a los que son contenciosos, y no obedecen a la verdad, antes obedecen a la injusticia, les espera enojo e ira, tribulación y angustia». Porque es justo para con Dios pagar con tribulación a los que promueven la maldad, atropellan el derecho y atribulan a los pobres de la tierra.

Mi estimado lector, he puesto delante de ti un pálido vislumbre de lo que será el Día de Dios: Día de juicio, espanto, terror y condenación para todos los que obran lo malo, endurecen su corazón contra Dios, y desprecian la salvación que les brinda el Señor Jesucristo.

El Día de Dios está muy cerca. Y aquel día tendrás que presentarte delante del Señor. No podrás escapar, no lo podrás evitar, si esos que pisotean la ley de Dios, que se burlan de las enseñanzas de Jesucristo, que blasfeman el santo nombre del Creador, que autorizan lo malo para enriquecerse, que por dinero justifican al culpable y condenan al inocente, que tratan sin compasión a sus semejantes, y que llenan la tierra de violencia; si todos esos tuvieran en cuenta la gran realidad de que Dios les está mirando día a día y minuto a minuto, y que ya tiene señalado un día en el cual les ha de llamar a cuentas para darles su merecido; si tuvieran esto en cuenta —repito—, no procederían como proceden, no harían lo que hacen. Pero los hombres, dejándose llevar por su ambición y su soberbia, no quieren prestar atención a la realidad de que Dios les va a llamar a cuentas, y siguen acumulando ira para el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada uno su merecido.

IV. DIOS, EN SU DÍA, QUERRÁ HABLAR CON USTED

El Consejo Inglés de Higiene Industrial llevó a cabo —hace algún tiempo— el siguiente experimento: Un sicólogo, empleado del citado Consejo, visitó algunas empresas comerciales, industriales y bancarias, diciendo a los empleados, uno por uno: «El jefe quiere hablar con usted». Estas sencillas palabras: «El jefe quiere hablar con usted», llenaron de inquietante preocupación a cuantos las oyeron. Algunos palidecían y se preguntaban: ¿Qué habrá pasado? ¿Qué me querrá decir? ¿Habrá alguna acusación contra mí? ¿Será para decirme que me van a dejar cesante?

Si el sólo aviso de que el jefe quería hablar con ellos, llenó de angustiosa inquietud a aquellos obreros ingleses, ¿qué será cuando los ángeles suenen las trompetas del juicio para llamar a los pecadores a comparecer ante un Dios airado por los actos de pecado y perversidad de quienes se deleitan practicando lo que los sentimientos de Dios repelen y su justicia condena?

Se cuenta que la reina Elizabet de Inglaterra se sintió, en cierta ocasión, airada contra Cristóbal Hatton, Canciller del Imperio; y cuando éste fue a entrevistarse con la soberana, Elizabet le lanzó una mirada que paralizó el corazón del Canciller, quien cayó muerto. Si tal cosa le puede suceder a un hombre ante la mirada de una reina, ¿qué será cuando el pecador tenga que comparecer ante un Dios que ciertamente está airado por las injusticias, crímenes y atropellos que se cometen en el mundo?

Las Sagradas Escrituras nos revelan que el Día de Dios, los reyes de la tierra, los príncipes, los millonarios, los poderosos y todos los inconversos, tratarán de esconderse en las cuevas y entre las peñas; y clamarán a los montes y a las peñas, diciendo: «Caed sobre nosotros y escondednos del rostro de aquél que está sentado en el trono del juicio, porque el gran día de su ira ha llegado; y, ¿quién podrá permanecer en pie delante de él?» (Apoc. 6:15-17).

V. YA VIENE EL DÍA DE DIOS

Se están creando muchos días especiales, mientras que la humanidad se está olvidando del Día de Dios; pero este Día viene, ya está a las puertas, y ningún ser humano podrá escapar de este Día. Sí, viene el Día de Dios, el Día cuando todo mortal tendrá que responder de sus actos ante el Dios airado que está tomando buena nota de las acciones de cada ser humano. Y ante tal realidad, quiero preguntarte, amigo lector: ¿Qué significa para ti el Día de Dios? ¿Será de luz, o de tinieblas? ¿De fuego devorador o de vida eterna? ¿De aprobación o de reprobación? ¿De premio o de castigo? ¿De gozo o de terror? ¿De salvación o de condenación? ¡Cuan trascendental es este aspecto, amigo mío! ¡Sí lo supieras bien … derramarías ahora mismo lágrimas de arrepentimiento, buscando el perdón de tus pecados y la reconciliación con Dios!

VI. HOY ES EL DÍA DE LA SALVACIÓN

Hoy es, para ti, el día de salvación, el día que Dios se acerca a ti en amor, y en gracia perdonadora. Pero si dejas que pase el día de hoy sin arrepentirte, sin aceptar el perdón, sin acogerte a la amnistía divina, sin reconciliarte con Dios; si dejas que pase tu oportunidad, mañana vendrá, para ti, el día del juicio, el día cuando tendrás que comparecer ante un Dios airado a causa de tu maldad y de tu desprecio a la salvación que te ha brindado.

¿Qué quieres, amor o ira, paz o tormento, salvación o condenación? Si quieres enojo e ira, tribulación y angustia, sigue por el camino que vas, que te conduce directamente al Día grande y espantoso en que se manifestará la ira del Dios Todopoderoso. Pero si anhelas gloria, descanso, paz y vida eterna, presta atención a mis palabras, toma en serio lo que Dios te dice, y acepta a Jesucristo como el Salvador de tu alma y el Señor de tu vida.

El Pastor Evangélico, 10/1959

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