El «evangelio» de la honradez

2 Reyes 22:5-7

Al oír el título de mi sermón, alguno pudiera creer, que he caído en el anatema fulminado por el apóstol San Pablo cuando dice. «Si ángel o apóstol os predicare otro evangelio del que os hemos predicado, sea anatema,» Gálatas 1:8. No, no imaginamos siquiera que haya otro evangelio mejor que el de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan, que nos revele la grata y dulce verdad de qué: «De tal manera amó Dios al mundo, que haya dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él crea no se pierda; mas tenga Vida Eterna.»

Al hablar del evangelio de la honradez, nos referimos a la buena nueva, de que ha habido, hay, y habrá siempre en nuestro derredor gentes rectas, porque esto quiere decir honradez; incapaces de inclinarse ni a diestra ni a siniestra, sean cuales fueren las consecuencias que reporten en sus intereses, en su honor y bienestar personal; y trátese de lo que se tratare, y dadas las circunstancias en que vivimos ¿no es verdad que este asunto es tan simpático, tan agradable, que quisiéramos nosotros mismos encarnarlo, y verlo personificado en nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos y vecinos? Sí, quisiéramos que fueran todos honrados seguramente.

Por supuesto que no hablamos de aquella honradez de pacotilla, que caracteriza a millares o quizás a millones de personas, en todas partes del mundo, que virtualmente se ha convenido en llamarlas honradas, solamente porque no se registra su nombre en un presidio; porque no pesa sobre ellas una condena judicial, aunque en lo privado merezcan la más severa reprobación, para su deshonor. No nos referimos tampoco a esos caballeros (?) que después de raptar, o difamar a una familia, van a matar a sus víctimas en el campo del honor; o, después de desfalcar los intereses ajenos, quieren hacer más grande su deshonra con el suicidio horroroso, porque no considera que eso que se llama su expiación o reparación social, a la luz de una sana razón; de una conciencia recta, y de una moral pura, no es más que un escarnio o una caricatura de la honradez verdadera porque jamás una mancha cualquiera se puede borrar con otra mancha más negra.

La honradez que nos ocupa, pudiera ser comparada con un libro que tiene miles de páginas, a cual más interesantes; pero ahora queremos ocuparnos solamente de aquélla que se relaciona con la propiedad ajena, que es a la que se refiere nuestro texto.

En este pasaje se nos habla de una obra grande, que probablemente duró meses o años, pues se trataba de la reparación de los grandes destrozos que el tiempo había causado en la casa del Señor, en Jerusalén, y el historiador sagrado nos advierte, que no les tomaban cuenta a los encargados de aquel trabajo, porque ellos hacían la obra, con toda fidelidad. Lo que, en verdad, es una maravilla de honradez, que puede ser presentada a los pueblos en cualquier tiempo y lugar, y que viene a ser más notable porque no se trata de los obreros de la inteligencia, ni de los servidores del altar; de los príncipes del pueblo; de los magistrados de aquel tiempo o de los reyes de Israel, no; sino de simples obreros, albañiles, carpinteros, canteros, es decir, de personas de la clase más humilde de la sociedad. Ni se crea que el costo de la obra era insignificante, puesto que no era el resultado de la colecta de un día, o de una sinagoga; sino que era el monto de una cooperación nacional y de la cuota que estaban obligados a pagar todos los varones, al pasar de los veinte años de edad. De manera que podemos suponer que se trataba de una grande cantidad, la cual era manejada con tal exactitud, que los apuntes, los libros y los balances sobraban; eran completamente innecesarios, para aquellos fieles operarios.

Y si esta página hubiera pertenecido a la historia del avivamiento de Esdras, de Ezequiel o Juan el Bautista, sería explicable, por el despertamiento llevado a cabo por aquellos santos varones; pero cuando sabemos que en los días de nuestro texto, la religión estaba tan descuidada, que el mismo libro de la Ley se había perdido, entonces la rectitud de esos trabajadores se hace más admirable todavía, haciéndonos pensar en la posibilidad de edificar el reino de Dios en este mundo tan lleno de maldad, y de hacer que formen parte integrante de ese reino de los cielos, las personas pertenecientes a las capas más bajas de nuestra sociedad.

Pero en tanto que estamos considerando este asunto, quizás no ha faltado en nuestro auditorio una persona que se diga: ese fue un fenómeno sociológico que no se puede repetir; o que se haga esta pregunta: ¿fueron estos dechados de honradez, los artesanos de aquellos días o fueron unos albañiles, canteros y carpinteros ligados por algún compromiso o por algún voto que los obligaba a ser fieles en el trabajo del templo? A lo cual respondemos sin vacilar, que no fue un caso excepcional, sino al contrario, parece que por largos años ese fue el carácter de aquellos trabajadores, puesto que el capítulo 12 que dice que sucedió lo mismo en los días del Rey Joás, cuando los sacerdotes entregaban también en manos de los artífices, todo el dinero del templo, sin exigirles cuentas, ni recibos, porque les merecían toda confianza.

Y lo que decimos de los gremios, podemos decir de algunos individuos, según podemos leer en este pasaje: 1 Samuel 12:2-5.

«Ahora pues, he aquí vuestro rey va delante de vosotros. Yo soy ya viejo, y cano; mas mis hijos están con vosotros, y yo he andado delante de vosotros desde mi mocedad hasta ese día.
Aquí estoy; atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, o si he tomado el asno de alguno, o si he calumniado a alguien o si he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho por el cual haya cubierto mis ojos, y os satisfaré. Entonces dijeron: Nunca nos has calumniado, ni agraviado, ni has tomado algo de mano de algún hombre.
Y él les dijo; Jehová es testigo contra vosotros y su ungido también es testigo en este día, que no habéis hallado en mi mano cosa alguna. Y ellos dijeron: Así es.»

Y para que la fama de esta honradez haya llegado al conocimiento de los reyes, para que esos mismos reyes, en aquellos tiempos, tan déspotas y paganos de su alteza, hayan rendido un tributo de admiración a aquellos humildes gremios, es preciso convenir en que el hecho era innegable, y que en los artesanos de aquellos días constituían una categoría de hombres nobles, dignos de llevar en la blusa de trabajo, la roseta de la Legión de Honor o las condecoraciones más ricas de las cortes de nuestros días, y estoy seguro de que todos nosotros preferiríamos para nuestros hijos el cincel del cantero, la cuchara del albañil o el serrote del carpintero honrado a carta cabal, como blasón, antes que las cruces y cordones debidos al favor de los señores reinantes.

Ahora bien ¿en qué parte del mundo no se necesita este evangelio bendito de la honradez verdadera? Aquí en México ¿no hay patrones que adelantan o atrasan el reloj de la fábrica, cinco, diez o quince minutos para robarle al obrero el tiempo cuando trabaja por día? y no se trata de un solo trabajador, pero como son centenares y aún millares, y, como es cuestión de año tras año, ya sabemos cómo se llama ese juego del reloj para el pobre fabricante. ¿No hay maestros que se ajustan con el oficial por doce pesos semanarios y el sábado o el domingo les entregan, a duras penas tres o cuatro; ofreciéndoles pagar el lunes lo restante, cuando en realidad, tienen la intención de no pagarles jamás? ¿No hay carpinteros que se roban las herramientas, los clavos, las bisagras y sobre todo el tiempo de los maestros, tardándose todo un día, en un remiendo, que estaría concluido en una hora bien empleada? Que nos digan las amas si no hay criadas que en la carne, en el azúcar, en el café, en fin, en todo aumentan el precio o disminuyen la cantidad para sacar un diario, aparte del sueldo que reciben cada mes. Yo he visto a los zapateros poner una tira de zuela del ancho de un dedo, y rellenar la planta de basura, haciendo creer al marchante que son botas de dos suelas; y en cuanto al comercio, las pesas falsas, las medidas de doble fondo, la adulteración de los efectos de consumo, vendiendo cebo en lugar de mantequilla, agua con leche, garbanzo tostado en vez de café, revolviendo maíz o frijol agorgojado con semillas buenas, para darlas a más precio, sin reparar en el perjuicio que puede causar a los estómagos delicados. El grito de, «¡Cuidado con las falsificaciones!» nos dice claramente cuánta es la honradez del comerciante, que fuera del despacho pasa por hombre inmaculado.

Pero ¿cuándo acabaríamos si tuviéramos que mencionar todos los fraudes, todos los abusos, y la deshonestidad de la sociedad en que vivimos, ¿y si tratáramos de explicar, con el lápiz en la mano, la formación de muchos capítulos, que como por encanto, aparecen repentinamente en medio de nosotros? bástenos decir que si encerrasen forzosamente en la cárcel a todos los hombres y mujeres de honradez sospechosa, la veríamos repleta de reverencias, de mitras, charreteras, togas, banqueros, liras y profesionistas e industriales de todas clases, porque no hay gremio ni corporación que se haya podido exceptuar como en los días de nuestro pasaje. Y lejos de creer que exagero, muchos de mis oyentes podrán decir que quedé corto, indudablemente.

Y si esto es cierto ¿no será bueno el evangelio de la honradez? No sólo bueno, sino necesario. ¿Es verdad?

Pero ¿quién lo ha de predicar sino nosotros, los evangélicos?

Alguien ha dicho que la primera señal de la conversión es la cortesía, y yo digo, que la primera evidencia de una genuina conversión ha de ser la honradez, como nos la enseña Zaqueo, Lucas 19:8. Por lo mismo pesa sobre nosotros la responsabilidad de efectuar en nuestro pueblo una transformación notoria en este sentido, y la realizaremos, sin duda, porque contamos con el conocimiento de la Ley de la perfecta honradez, la cual nos dice: «No robarás,» Éxodo 20 y «No defraudando en nada.» Tito 2:10, y porque contamos también con la influencia poderosa del Divino Carpintero de Nazaret.

El Faro, 1910

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