El Padre Nuestro

Texto: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro, que estás en los cielos…” Mateo 6:9

Ya hemos hablado, en otro sermón, de la maquinita de madera que usan los paganos para orar. Es una máquina pequeña y sencilla, que consiste en un cilindro, con una cigüeñuela, y las oraciones se hacen girar delante de los ídolos, evitándose el necio adorador el trabajo de la repetición de sus plegarias. Pero no hay que ser demasiado ligeros para juzgarlos, porque muchos llamándose cristianos hacen algo semejante, o quizás peor, entre nosotros. ¿Qué es, por ejemplo, el rosario de los romanistas, sino una máquina de orar? ¿No repiten también ellos los padrenuestros mascullándolos a medida que dejan pasar las cuentas del rosario entre los dedos? Y esto más: ¿qué cosa es rezar? ¿Qué significa repetir y repetir siempre, palabras y palabras, sin atención y sin sentido? ¿A eso podemos llamar oración? ¿Podemos creernos más inteligentes en la fe y más devotos que los paganos tan solo porque cerramos los ojos y echamos por nuestra boca un pequeño torrente de palabras que decimos a media voz, y gangueando?

Eso no es oración. La oración verdadera se distingue por tener un sello particular de reverencia, Necesitamos poner en ella nuestro corazón. No es cuestión de palabras, ni se mide por el largo, sino se aprecia por lo que pesa. Jesús dijo: «No seáis como los paganos que piensan que por su parlería serán oídos.» Ora con fervor, con sencillez, y pensando en que te diriges al Dios altísimo, y que él te oye, y, desde luego, es preciso que medites en lo que dices y que lo digas con el más solemne respeto y atención.

El Señor nos dio la oración del Padre Nuestro como un modelo. Pero no se debe entender que esa oración haya sido prescrita para uso universal. No substituye a las demás oraciones particulares de los creyentes, ni es tampoco para que la repita cualquiera, aun aquellos que no aman ni obedecen al Señor. Es una oración admirable. Su origen es divino. Fue formada por el mismo Jesús y entregada a los creyentes para que la amen, la mediten, la aprendan y se la dirijan a Dios el Padre. Por venir de Jesús la reconocemos con el nombre de «la oración del Señor.» Ella constituye la porción bíblica más conocida y extendida por el mundo. Nada es tan sencillo, pero nada tampoco tan fecundo, tan completo y perfecto como este pasaje. Es muy breve en palabras, pero maravillosa en su significación. Pido a Dios su ayuda ahora que me propongo analizar esta oración gloriosa. Estúdiala conmigo, querido lector; considerémosla juntos, parte por parte, y aprende así a amarla y a apreciar cada una de las palabras de que se forma.

PRIMERA PETICIÓN

La oración se divide en tres partes: la invocación, las peticiones y la salutación final. Las peticiones son seis. De ellas, las tres primeras se refieren a Dios, y nos enseñan que debemos honrarle y glorificarle; y las tres últimas son concernientes a nosotros, y relativas a nuestro bienestar temporal y espiritual. El método, pues, del Padre Nuestro, nos indica que debemos buscar «primeramente el reino de Dios y su justicia,» y que luego debemos esperar que todas las otras cosas «nos sean dadas por añadidura.»

La invocación es brevísima: está formada por estas siete palabras: «Padre nuestro, que estás en los cielos.» Pero aunque así tan corta expresa plena y claramente la base en que descansa el culto que le debemos a Dios. No le llamamos a él Padre, porque nos creó, sino por la adopción. Como Jesús dijo: «A todos los que le recibieron les has dado poder de ser llamados hijos de Dios, esto es, a los que creen en su nombre.» Todos los hombres son criaturas de Él, pero no todos son llamados «hijos,» ni todos pueden llamarle a él Padre, sino sólo aquellos que han sido adoptados en su familia, en la familia, de la fe, por medio de Jesús. «Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba Padre.» Que es lo mismo que decir, Padre Querido. Fíjate, pues, en que llamamos a Dios, Padre. Esa invocación te comunica inmediatamente con la presencia del Señor. Es para ti un consuelo inmenso y una garantía saber que hablas a Dios como hijo que se dirige a su padre. Nadie tiene más interés en nosotros que nuestros padres. Ellos entienden nuestro lenguaje por pobre y escaso que sea. Y Dios así mismo, pero en un grado de completa perfección; es tu Padre, y tiene compasión y misericordia de ti.

Pero no le llamas Padre mío, sino Padre nuestro, porque él no quiere que seas egoísta, ni que desprecies a los demás hombres. Así oras por ti y oras por todos. Y orar por los demás es prueba de que debes amarlos. Porque todos somos una hermandad. Esto incluye a los pobres y los ricos, a los africanos y a los indios. Incluye también a nuestros hermanos que difieren de nosotros en opiniones particulares, pero quienes abrigan la misma fe, el mismo amor y la misma esperanza. Cristo pone aquí una base de amor para todos; pero muchos hombres son hipócritas, porque dicen: «Padre nuestro,» y luego añaden, en sus conversaciones: «Yo no puedo ver a los italianos; odio a los alemanes; tengo asco a los chinos; aborrezco a los negros.» Cuídate de la inconsistencia y de la falsedad. Pecas si oras con hipocresía, y en vez de ser oído, te haces culpable, y serás rechazado por tu insinceridad.

«Que estás en los cielos.» Estas palabras son el complemento de la invocación. Dios está en los cielos y tú estás en la tierra. ¿Ves la diferencia? Con estas palabras declaras que Dios está por sobre todas las cosas. Así como una posición elevada hace al hombre superior y le confiere fuerza y mando, así Dios, siendo exaltado sobre los cielos, como el Señor nos enseña en la oración, debe ser reconocido como el Supremo Hacedor, cuyo trono está en lo alto, y que domina sobre todos. Así confiesas y reconoces que Él es el autor y preservador de todo lo creado, que todo lo gobierna con cuidado paternal, y que extiende sus favores y mercedes especiales sobre sus hijos que le aman.

Hay en esta frase un sentido profundo de humildad, temor y reverencia. Él es divino, y nosotros humanos. Los ángeles en los cielos, en la presencia de Dios, se cubren con las alas. ¿Y cómo debieras tú acercate a Él? ¡Con qué dulce afecto! ¡Con cuánta sinceridad y juicio! ¡Con qué tierna devoción y sencillez!

La primera petición es ésta: «Sea santificado tu Nombre.» El nombre del Señor es santo. Es una de las cuatro santidades que reconocemos los hijos de Dios: la Biblia santa, el día santo del Señor, el santo templo y su santo nombre. Para ese nombre bendito hay dos mandamientos expresos: el primero dice: «No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.» Y el segundo es éste: «Apártese de iniquidad el que nombrare el nombre del Señor.» El nombre de Dios significa, en esta oración, el Dios trino, y uno, su persona y sus atributos. Y santificarlo quiere decir que pensemos en Él como de un Ser santísimo, y que le honremos como tal. La palabra santo y sus derivados, se aplican siempre en las Escrituras a todo aquello que debe ser mirado con respeto especial y tratado con seriedad. Luego, no son cosas comunes las que llevan ese sello divino, sino apartadas de lo vulgar, consagradas al espíritu religioso, limpias y purísimas. Si tenemos esta concepción de Dios, habremos alcanzado el fundamento de la religión verdadera.

En esta petición indicas el deseo de que todos los hombres, juntamente contigo, reconozcan, alaben, honren y glorifiquen en sus corazones al Señor.

VENGA TU REINO

Es la segunda petición. Por ella declaras tu deseo de que venga el reino de la gracia, y que Dios more en los corazones de todos los hombres, y que venga Cristo para establecer su reinado glorioso y eterno. Que se acabe el mal y que subsista el bien. Que cesen las guerras y las discordias entre los hermanos, y que el mundo entero entienda y acepte las enseñanzas iluminadoras del Señor.

HÁGASE TU VOLUNTAD

En esta tercera petición pides que el cielo venga a la tierra. «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.» Si en la tierra se hiciera la voluntad de Dios, la tierra se parecería al cielo. Pero cuando se desobedece a Dios, la tierra se parece al infierno.

Esta petición está en consonancia perfecta con las dos que la anteceden y cada una aumenta la importancia de la otra y se completan formando un todo en que se ruega por el Padre y al Padre, por el Hijo y al Hijo, y por el Espíritu Santo y al Espíritu Santo. En la primera petición el Nombre, es el Hijo que nos revela al Padre; en la segunda el Reino, es el Padre manifestado y glorificado en el Hijo; y en la tercera la Voluntad, es el Espíritu Santo cumpliendo en nosotros y moviéndonos a cumplir lo que el Padre ordena y lo que Cristo nos enseña en sus preceptos. Estas tres peticiones existen separadamente, sin ligarse por la conjunción, porque son co-ordenadas y co-iguales.

Ya has pedido que el reino espiritual de Cristo sea establecido entre los hombres, y que su reino visible, o la iglesia, crezca hasta llenar todo el orbe. Y ahora ruegas por la obediencia que debe ser rendida a Dios, porque sin la obediencia él no puede reinar en nuestros corazones. No puedes llamarle Señor si no tienes la intención de honrarle, ni llamarle Rey si no tienes el deseo sincero de obedecerle y hacer su voluntad. Así pides la gracia de cumplir aquí la voluntad de Dios, siendo sumiso y obedeciendo sus mandamientos con tanta presteza, fidelidad y amor, si es posible, como los ángeles que moran con él en los cielos.

Debes hacer la voluntad de Dios aquí y ahora. No esperes para la otra vida ni pospongas tus deberes que tienes para con El. En esta petición el Señor nos señala a los ángeles como a nuestros modelos. Y de ellos se dice: «que ejecutan su palabra obedeciendo a la voz de su palabra.» Salm. 103. ¿Quieres tener paz en tu corazón y tranquilidad en tu conciencia? Entonces obedece. «No hay paz para los impíos.» No hay sino amargura y disgusto para los que contradicen y se oponen a la voluntad del Señor. Pero mucha paz tienen los que aman su ley, y no hay para ellos tropiezo. «La voluntad de él es nuestra paz,» dijo el Dante, y Gladstone tomó como suyas estas palabras y las hizo sus favoritas.

EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA

«Dánoslo hoy.» No se usa la palabra «pasteles,» sino la palabra común pan. Eso es para que no desees cosas superfluas, y para alejarte de la frivolidad, y del lujo, y del deseo desordenado de las cosas vanas, y enseñarte a buscar lo sencillo, y lo necesario. Por esta cuarta petición pides que él supla todas tus necesidades de cada día. El sabio maestro Agur dijo: «No me des riquezas, porque no me harte y te niegue; ni tampoco pobreza para que no me vea obligado a hurtar y blasfeme del nombre de mi Dios; pero mantenme de mi pan que he menester.» Tú le pides a Dios el pan de cada día. Porque él quiere que de esa manera aprendas a depender de él y a confiarle en todo. El carbón y la plata, el hierro y el oro, Dios los ha dado a todos los hombres, y para siempre. El hombre no tiene que hacer otra cosa, para obtenerlos, más que sacarlos de las minas. Pero el pan para nuestro sustento depende de Dios «cada día.»

Una maestra preguntó a su clase que de dónde se sacaba la sal. Los párvulos no sabían qué responder. Uno dijo que tal vez de algún árbol. Otro, que era la preparación o el invento de algún médico. Y como la maestra no estuviese de acuerdo, otro niño, creyendo poder dejar a ella más satisfecha, «Yo sí sé; de la tienda.» Así saben algunos que el pan viene de la panadería. Llevamos el dinero, y traemos el pan. Y eso es todo. Pero lo que no saben, o lo que no piensan, es que el panadero necesita harina, y que la harina viene del trigo, y el trigo de los campos, y que Dios es el que da crecimiento a las doradas espigas, las madura y enriquece con la lluvia temprana y tardía, con el calor vivificante y fecundo del sol, y con la agencia de los otros elementos.

Para los que pueden trabajar, la industria es el método ordenado por Dios, por medio del cual Él les da su pan. Porque él dijo: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra.» Y también está escrito: «Si alguno no quisiera trabajar, que tampoco coma.» Esto hizo al obispo Barrow declarar «que los corazones nobles desdeñan alimentarse como los zánganos de la miel ganada por el trabajo de otros, o como los ratones que se aprovechan de los granos ajenos, o como el tiburón que devora a los peces pequeños y débiles.»

En esta súplica le pides al Señor que supla tus necesidades temporales y también las de los otros hombres. Y ten presente que el método divino para aliviar la carga de la pobreza que hace gemir a los desheredados y a los huérfanos y a las viudas; es por la generosidad y el desprendimiento de los ricos. Es el deseo del Señor, y su amonestación, que el que tenga dos ropas, dé una al que no tenga ninguna; y que partas tu pan con el hambriento, y te hagas rico en fe y en buenas obras.

Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS

«Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Esta es la quinta petición y por ella pides al Padre el perdón de tus pecados; pero por ella te obligas también a perdonar a los que pecaren contra ti. Esta petición, y la anterior y la que sigue, que son las tres finales, y que se refieren, no a Dios, sino al bienestar temporal y espiritual de los hombres, si están enlazadas con la conjunción «y.» De este modo, esta súplica se conecta con la que está antes, para que te fijes bien y aprendas que sin este perdón, aunque tengas el pan, «cada día» —como muchos ricos lo tienen en abundancia— no gozarás de consuelo ni de dichas en la vida. Y también se debe entender que es preciso pedir el perdón a Dios, «cada día,» lo mismo que pides el pan. ¡Qué admirable petición! En esta oración del Maestro dada para uso perpetuo de todos los creyentes se mencionan nuestros pecados, en plural, como deudas, que son comunes a todos; y se menciona el perdón como siendo ofrecido y estando ampliamente provisto para todos. El perdón de nuestras culpas es el milagro más glorioso de Cristo. Sin Él no hay libertad y sin Él no habría salvación. Pero fíjate cuidadosamente en la segunda parte «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Luego es lógico que si tú oras así, y no perdonas, no haces sino blasfemar, y no estás pidiendo perdón, sino claramente estás invitando a la venganza de Dios que caiga sobre ti. Debes pedir con seriedad esta petición. Examínate y observa bien tu conducta, para que no te engañes a ti mismo, porque Dios no puede ser burlado. Y recuerda siempre que no puedes profesar ni debes pronunciar las dulces palabras de este ruego mientras haya en tu pecho odio para tus hermanos, y rencores y aborrecimiento para los que te hubieren ofendido.

Y NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN

«Mas líbranos del mal.» Esta última súplica tiene dos lados: uno negativo, y positivo el otro. En la primera pides a Dios no ser vencido por la tentación, que es una de las fuerzas más terribles que se agitan contra ti y una fiera amenaza contra la firmeza de los cristianos. Ya pediste el perdón de tus pecados y ahora sigues rogando a Dios que no te deje volver a pecar. Las tentaciones roban la quietud del espíritu, intranquilizan la conciencia y debilitan la voluntad. Jesús quiere que nos libremos de ellas, y nos enseña que roguemos al Padre «cada día» que nos ayude. Sírvete de aviso la caída del gran Demóstenes, quien echó en cara su deslealtad a Harpalus el general de Alejandro y al que éste había dejado en Atenas cuidando una cantidad fabulosa de dinero. Harpalus, creyendo que Alejandro nunca volvería de sus conquistas, gastó el dinero y abusó de la confianza de su amo. Pero éste vino. Entonces Harpalus, sin perder tiempo, procuró comprar a los atenienses para que se rebelasen contra el rey. Demóstenes se opuso con firmeza. Pero Harpalus le mostró al pueblo los objetos maravillosos que habíase conseguido con el dinero y Demóstenes mismo acudió a verlos. Entre aquellos artículos estaba una copa de oro, finamente labrada, y la cual Demóstenes codició ardientemente para sí. Harpalus se la dio colmada de monedas de oro, y ya Demóstenes no pudo hablar una sola palabra ni oponerse a la traición de Harpalus. Al día siguiente, cuando le tocaba hacer la arenga más fuerte en defensa del rey y de la patria, se fingió enfermo de resfrío y dijo que había perdido la voz. Obró mal por amor a la copa, y enmudeció vencido por la tentación. David dice: «De las soberbias detén a tu siervo, que no se enseñoreen de mí: entonces seré perfecto y seré limpio de gran rebelión.» En la forma negativa quiere decir «no dejes al diablo que me haga mal, ni a león que me devore, ni a la serpiente que se me acerque.» Y en la forma positiva, «líbrame del mal,» o líbrame de mi pecado.

Así estas tres peticiones finales comprenden todo lo que se refiere a nuestras necesidades temporales, al perdón que necesitamos para todas nuestras culpas y a la asistencia especial de la gracia para valernos en contra de las tentaciones futuras.

LA SALUTACIÓN

«Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos, Amén.» Esto es en suma, un homenaje a la grandeza de Dios, y una expresión de admiración y gratitud hacia sus bondades. Es muy semejante a la doxología de David que se halla en el libro primero de las Crónicas: «Tuya, oh Jehová, es la magnificencia, y la fuerza, y la gloria, la victoria, y el honor: porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra, tuyas son.»

Amén es vox meditantis y vox afirmatis. Por ella declaras que has meditado bien en todo lo que has dicho en la oración, y que afirmas tu deseo. Que sientes la seguridad de ser oído, y de que tu plegaria sea aceptada y contestada por el Señor.

Y este es, en resumen el significado de esta oración tierna y bellísima que Cristo, nuestro divino Maestro, compuso con unas cuantas palabras, pero que es amplia y hermosa, profunda y elevadísima, alcanza de la tierra al cielo, comprende todos los corazones de los fieles, abarca todas nuestras aspiraciones y deseos, expresa todos nuestros sentimientos, y por veinte siglos ha sido el medio de que se han valido todos los cristianos del mundo para derramar sus corazones en la presencia del Buen Padre Celestial.

Ella tiene el sentido filial en la voz Padre, el sentido católico en la frase Padre Nuestro, el sentido de reverencia, Santificado sea tu Nombre; el sentido misionero, Venga tu reino; el espíritu de obediencia, Hágase tu voluntad, el espíritu de dependencia, Danos hoy nuestro pan de cada día; el espíritu de perdón, Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; el sentido de cuidado y precaución, No nos dejes caer en tentación más líbranos del mal; y el espíritu de confianza y adoración, Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.

Esta sencilla oración es de más influencia en el mundo que los escritos de todos los teólogos. Cada vez que la repetimos estamos pronunciando las mismas palabras que salieron de los labios mismos de Jesús.

Ama esta oración. Repítela cada día con fervor y reverencia. Y enséñala a tus hijos como tú la aprendiste de tus padres, y recuerda que ella ha sido, es, y será hasta el fin la Oración del Señor, que él mismo nos dio para que por ella nos dirigiésemos al Padre. Amén.

Puerto Rico Evangélico, 1919

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