La autoridad de la Biblia y la actitud de los teólogos modernistas

Tres son las razones que indican porqué es importante estudiar las opiniones de quienes difieren con nosotros sobre el problema de la autoridad de la Biblia. (1) Es necesario para conocer y exponer debidamente el punto de vista verdadero. Las controversias cristológicas primígenas son instructivas a este respecto, puesto que la doctrina verdadera pudo finalmente ser elaborada y, en cuanto a lo que es posible, definidas con exactitud, a medida que una y otra herejía aparecía y era refutada. (2) Es necesario para comprender y esquivar cabalmente las posiciones equivocadas. Muy a menudo encontramos cristianos carentes de instrucción que usan sin pensar el lenguaje y las modalidades mentales heréticas, y si no tienen mucho cuidado a poco que anden encuentran imposible distinguir entre el error y la verdad. No es tarea agradable examinar y excluir el aspecto negativo de las falsas enseñanzas, especialmente si el error ocurre en los dominios de la autoridad, puesto que en tal caso no existe una corte común dónde apelar; pero es un asunto esencial si es que la verdad de Dios ha de continuar. (3) Finalmente, es necesario para que lo que es bueno y sano en la herejía quede incorporado a la afirmación ortodoxa. Decir que la herejía es generalmente la distorsión de la verdad, es una perogrullada; porque es la exageración de un aspecto determinado a expensas de los demás; pero siempre es necesario tener presente la perogrullada. Al oponernos a posiciones falsas debemos tener cuidado de no caer en el otro extremo del error. La herejía descansa sobre alguna verdad; posiblemente una verdad ignorada u olvidada que debería ocupar el lugar que le corresponde en el verdadero modo de pensar. Pero nada más que el lugar que le corresponde.

Tres son las grandes escuelas del pensamiento de la actualidad que atacan lo que nosotros creemos es la posición ortodoxa, escrituraria, apostólica y reformada en lo que toca al problema de la autoridad de la Biblia, y en este trabajo nos proponemos examinar las tres escuelas mencionadas, teniendo presente sus delineamientos generales.

La primera, y no menos formidable, es la enseñanza católico romasente sus delineamientos generales. En un sentido no es una posición moderna, puesto que fue definida en el Concilio de Trento, en el siglo XVI, y desde entonces no ha variado ni desarrollado sus características esenciales. Pero en otro sentido es bien moderna: en parte porque la sostienen teólogos romanistas de nuestros días; en parte porque es muy probable que sobreviva al punto de vista liberal que tanto llama la atención en estos momentos y que, al parecer, es tanto más peligrosa.

En cuanto al primer asunto, esto es; en lo referente a la Escritura como regla de fe, el católico romano parece adoptar una posición que se parece en mucho a la ortodoxa. Para él, la Palabra de Dios es regla absoluta. Desplaza toda interpretación privada. Es inspirada directamente por Dios. Es completamente digna de crédito, no solo desde el punto de vista de la historia, sino también desde el de la doctrina. No pone en tela de juicio el valor del estudio textual, puesto que los textos originales corrigen los errores de copia, proporcionan versiones correctas, arrojan luz sobre puntos oscuros y fortalecen a las expresiones usadas. La Iglesia Católica Romana no aprueba la crítica racional e histórica. La considera un fruto malo de la herejía luterana, la etapa final de la afirmación de la libertad de interpretación.

Hasta aquí no tendríamos casi ninguna diferencia esencial con los romanistas; pero surgen tres preguntas que ponen al descubierto la posición equivocada de Roma. La primera es «¿Qué es la Escritura?» Roma responde que la Escritura consiste del Antiguo y Nuevo Testamento incluso los apócrifos del Antiguo Testamento. Esto quiere decir que los escritos que no pueden incluirse en la lista de los libros inspirados y de autoridad, tienen para ellos el mismo peso en las discusiones doctrinales que los escritos verdaderamente canónicos. Mas aún: como alegan que Jerónimo tuvo acceso a textos más antiguos y más puros, y que su obra cuenta con la sanción de siglos de uso, acuerdan a la Vulgata la posición de un texto completamente autorizado, todo lo cual les lleva a fundar doctrinas sobre el texto latino aun cuando a todas luces no concuerda con el original hebreo o griego.

En lo que respecta al segundo punto queda planteado de esta manera: «¿Quién debe interpretar la Escritura?» La contestación romanista afirma que la Escritura es demasiado oscura para que ella pueda interpretarse a sí misma y que, por consiguiente, hace falta otra autoridad que decida cuál es el sentido verdadero de ella. En el Antiguo Testamento la ley fue interpretada por Moisés y los sacerdotes. La interpretación de la Biblia se halla actualmente en manos de la Iglesia, quien habla ex cathedra por medio de los pronunciamientos del Papa y las decisiones de los concilios generales, junto con las exposiciones de los padres de la Iglesia. Es verdad que la Biblia es la autoridad básica, pero paralelamente, junto a esta autoridad básica se halla esta autoridad interpretativa que todo cristiano debe admitir. Para el católico romano no existe tal cosa como la apelación a las Escrituras leídas y entendidas de un modo personal. Para él existen las Escrituras oficiales interpretadas oficialmente. La Biblia no es la regla de fe, sino lo que la Iglesia dice que está o no está en ella.

El tercer punto queda formulado de esta manera: «¿Basta la Biblia como regla de fe, o existe otra regla necesaria que corra paralelamente con la Biblia y la suplemente?» La respuesta de Roma dice que la Biblia no basta y que, en el sentido más estricto, ni es necesaria. Antes que existiera la Palabra escrita, hubo una tradición oral, de modo que en la actualidad corre paralelamente una tradición lado a lado con la Palabra escrita, tradición que comprende enseñanzas y costumbres, derivada directamente de los apóstoles y que es de la misma categoría que la Biblia. Las tradiciones autorizadas son aquellas que fueron aceptadas universalmente, como algunas de las enseñanzas sobre la virginidad de María; o los usos practicados universalmente, como el bautismo de párvulos; o aquellas que son en realidad antiguas aunque no demostrablemente apostólicas, como el ayuno de cuaresma; o aquellas que sostienen la mayoría de los doctores y que no son disputadas por otros, tales como los ritos bautismales y el culto de las imágenes, y aquellas que son practicadas por las iglesias apostólicas, de las cuales Roma es la única verdadera en la actualidad, como ser la doctrina de la inmaculada concepción de María. En efecto: esto significa que la apelación a las Escrituras es puesta a un lado y que la autoridad de la Biblia queda destronada.

Es tarea fácil constatar los efectos devastadores de la enseñanza romanista sobre la autoridad de la Biblia, tanto en teoría y aún más en la experiencia; pero no debemos olvidar que todavía no hemos enfrentado el baluarte de las doctrinas de Roma. Si es que hemos de excluir una herejía de este tipo, tenemos que precisar necesariamente con mayor exactitud muchos problemas. En primer lugar, el textual: ¿Por qué se ha de conceder una autoridad a los libros canónicos, y otra a los apócrifos? ¿Cuál es el texto puro, y basta que punto puede decirse que las traducciones son inspiradas o, más aun, hasta qué punto puede dependerse de cualquier texto como inspirado? En segundo lugar, el doctrinal: ¿Cómo debe afirmarse correctamente la doctrina del Espíritu Santo en la interpretación de las Escrituras para evitar los peligros del monopolio eclesiástico por un lado, y el fanatismo individualista por el otro? ¿En qué sentido son las Escrituras factibles de interpretación publica? ¿Hasta dónde han de tomarse las exposiciones de otras personas, los padres de la Iglesia o los reformadores, que fueron hombres que trabajaron guiados por la oración, como auxiliares para nuestra propia lectura de la Biblia? En tercer lugar, el asunto del orden: ¿Hasta qué punto es permisible la tradición, si no en cuestiones de fe, por lo menos en asuntos de orden? ¿Ha de estar la vida de la iglesia modelada exclusivamente sobre la práctica detallada de la Escritura y de tal modo que lo que no se encuentra en la Biblia queda necesariamente excluido, o tiene cualquier iglesia el poder de conservar ceremonias y tradiciones mientras estén de acuerdo con los principios escriturales y sean de valor para la vida cristiana? Todos estos son asuntos que demandan estudio y una contestación, si es que se ha de presentar inteligentemente una doctrina verdadera sobre la autoridad de la Biblia. Es posible que al contestarlos se extraiga algo valioso de los errores manifiestos de Roma; del peligro de magnificar una versión, la Vulgata o la Autorizada y convertirla en la Palabra infalible; del valor indudable que tienen las exposiciones anteriores, no como autoridades infalibles, por supuesto; sino como guías útiles, y la necesidad de relacionar los principios cristianos al desarrollo histórico de la iglesia tal como se enfrentó con las situaciones históricas, ya sea que haya estado equivocada o en la verdad.

La segunda posición heterodoxa que ha ocupado casi exclusivamente las energías de los defensores de la autoridad de la Biblia durante las dos últimas centurias—y muy justificadamente en vista de la actitud radical del ataque—es la que mantiene el protestantismo liberal e histórico moderno. Este es un movimiento moderno en todo el sentido de la palabra, puesto que su desarrollo ha tenido lugar en gran parte en el período pos-reformatorio, y es el que provee un punto de vista de la Biblia que es el que mantiene probablemente la mayoría de los teólogos y pastores protestantes, concediendo naturalmente las muchas variedades de presentación. Roma ataca y destruye la autoridad de la Biblia agregándole otras autoridades que le roban su eficacia, no negando su autoridad; divina y única posición. El liberalismo histórico no para en mientes con tales sutilezas de penetración pacífica. Ataca la Biblia de frente; niega el aspecto absoluto de su autoridad y naturaleza divina, y la autoridad que le concede, limitada y relativa, descansa sobre un nivel humano.

Desgraciadamente nos es imposible llevar a cabo en este trabajo un análisis total del complejo movimiento liberal, en el cual se enlazan tantas formas del pensamiento, e indicar los puntos en los cuales chocan con la posición ortodoxa. Hablando en forma generalizada, encontramos que la combinación de cinco movimientos producen el concepto modernista de la Biblia: (1) El Racionalismo que, en su expresión mejor, como sucede con el Neologismo Alemán, trata de reducir a la revelación cristiana al nivel de una religión de la razón; y en su aspecto peor, como en el caso de Voltaire, trata de desplazar el cristianismo a fuerza de carcajadas como contrario a la razón. (2) El Empiricísmo o Historicismo que tiene como objetivo principal el estudio del cristianismo y sus fenómenos dentro de las líneas estrictas de la observación histórica. (3) El Poeticísmo que, como en el caso de Herder y muchos de los criticístas de la primera hora, encuentran que originariamente la Biblia es un libro de poesía en el que las verdades religiosas aparecen en formas estéticas, en parte emocionales y en parte racionales. (4) El Pietismo emotivo, que fue la contribución más importante y principal de Schleiermacher, quien sostuvo que las doctrinas del cristianismo, incluso la de la Sagrada Escritura, no deben ser reinterpretadas como razón o historia o poesía sino como la experiencia emotiva del individuo, y (5) La Filosofía idealista que, en la forma final que le dio Hegel, aporta una nueva interpretación racional sobre una base filosófica distinta: base que cuenta como punto de partida con el ego individual pensante. No se ha de suponer, desde luego, que no hubieron tendencias opuestas en estos movimientos, o que todos ellos se hallan necesariamente presentes, o presentes en igual forma, en cada teólogo liberal; pero, hablando en forma general, y dando siempre lugar a los muchos puntos de divergencia, decimos que estos son los movimientos que juntos constituyen el desafío liberal y humanista a la doctrina ortodoxa de la autoridad de la Biblia.

¿En qué consiste tal desafío? Consiste, en primer lugar, en el rechazo de una Deidad trascendente y de los actos supernaturales de Dios. Esto quiere decir que explica la Biblia como razón, o historia, o poesía, o religión, pero no como la Palabra de Dios. Reduce a la Biblia al nivel de un libro humano, posiblemente único en su género, pero no superior a otros. Insiste en que la Biblia ha de ser estudiada comparativamente con los libros sagrados de otras religiones, textos de poesía, historia y verdades razonadas. Es inspirada por un Dios inmanente que está en todas las cosas, pero solamente en el sentido en que otros libros son inspirados. Está sujeta a errores, porque es humana, y todo lo que es humano está sujeto a error. Y es así como cesa la Biblia de ser estudiada como mensaje divino, como Palabra de salvación, y llega a ser estudiada como producto del espíritu del hombre. En la investigación que hace de ella, el desafío estudia problemas de autenticidad, fechas, circunstancias, estilo y desarrollo del pensamiento para reemplazar con todos ellos el problema básico y fundamental: el del contenido de la revelación del Creador-Señor, el Salvador.

El desafío del humanismo liberal al punto de vista ortodoxo de la Biblia incluye también la enseñanza de que la Biblia debe ser entendida como dentro de un esquema mundial de progreso humano, aunque este esquema esté en abierta contradicción con los postulados de la Biblia misma. Por ahora no nos proponemos discutir los aspectos más amplios y profundos de la doctrina del progreso, la posición general del hombre, la doctrina del pecado, la interpretación de la historia, la relación con la redención, importantes como son todas ellas, aun considerándolas como desafío al mensaje divinamente inspirado de la Biblia. Solamente hacemos notar que el pensamiento de la Biblia, y la historia que narra, y la cultura que representa, son contemplados desde un punto de vista humano y forzados a entrar en un esquema universal humanista. Tal posición acarrea serias consecuencias. En primer lugar, significa el abandono de la secuencia de la historia bíblica, tal como ella la ofrece, porque desgraciadamente no cuadra con la interpretación evolucionista. En segundo lugar, significa que es preciso tratar y corregir el mensaje de la Biblia de la misma manera, a fin de que pueda observarse el progreso detallado del pensamiento religioso. Y aunque se conceda, como muchos lo hacen, de que en la enseñanza de Jesucristo se llega al punto más alto de todo el pensamiento religioso, se alega que forma parte del mismo desarrollo de los instintos religiosos y facultades de la raza y que la Biblia no tiene una autoridad superior como tal, sino la de la autoridad del éxito humano más elevado, en el sentido religioso, alcanzado hasta en aquel entonces. Fácil será comprender que todo esto forma parte de la misma pieza que rechaza originariamente un Dios trascendente y una Palabra de Dios trascendente.

Observamos, además, que el desafío del liberalismo humanista consiste en un subjetivismo individualista que se opone al objetivismo de la doctrina ortodoxa de la Palabra de Dios. Descarta la autoridad externa, y la reemplaza con la autoridad interna del pensamiento o de la experiencia del individuo. En este caso, la razón aquí, y la emoción allá, usurpan el lugar de Dios. El pensamiento y la experiencia son válidos y valiosos, no porque concuerden con una norma externa de la verdad divina, sino porque es individual; es una manifestación del espíritu divino inmanente que opera en y a través de todos nosotros. Los pensamientos y sentimientos de los hombres de la Biblia tienen, naturalmente, la misma validez y valor y, en el caso de las personalidades más descollantes de la Biblia tienen, posiblemente, un valor más elevado, pero solamente como manifestaciones del mismo espíritu. Todo esto significa que no solo se rechaza la autoridad de la Biblia; que no solo toda la religión es considerada desde un punto de vista comparativo y juzgada relativamente, sino que cada individuo se convierte en sí mismo una ley en asuntos religiosos. Dios queda destronado, la humanidad reina; pero en la práctica la humanidad es solamente un poco más que el hombre individual, el yo que piensa o siente.

Este es el desafío. Es la herejía más poderosa y mortal del cristianismo protestante y, al hacerle frente, cae de su propio peso que es necesario pensar muy hondo, definir sucintamente y reafirmar muy cuidadosamente. Hay que considerar todo el asunto de una revelación absoluta y autoritaria; el asunto de esa revelación en su relación con la historia, con Israel, con Jesucristo, con la Biblia misma como producto literario; el asunto de esa revelación en su relaci6n con las religiones mundiales o lo que se llama generalmente, la religión natural. Además, aparece un asunto subsidiario, aunque no de menos importancia con la inspiración de la Biblia, o sea el de la inspiración relacionada con la inspiración poética común de la cual habla la literatura; la cuestión de la operación especial del Espíritu de Dios en su relación con su operación en general, o sean las actividades que pueden ser consideradas como productos comunes de la gracia. Todos estos puntos han sido tratados en el pasado; pero el nuevo desafío exige que se lleve a cabo un estudio nuevo y cuidadoso de todo el problema, no que se abandone la vieja doctrina ni que se la enmiende. Aunque la generalidad de las presuposiciones que subraya la posición liberal al hablar sobre la Biblia son rechazadas de plano sin ninguna clase de vacilaciones, hay una que tiene que ser enfrentada: ¿Es que podemos sacar algún provecho cuando relacionamos más cabalmente el mensaje de la Biblia a las circunstancias históricas y aún a la forma literaria? La Biblia es, ante todo, el libro de Dios, así como Jesucristo es, en primer lugar, el Hijo de Dios; pero es, también, un libro humano, el libro de Dios en el mundo, así como Jesucristo es el Hijo del Hombre, el Verbo hecho carne. Por supuesto, nadie que acepta verdaderamente la autoridad de la Biblia como la Palabra de Dios quiere estudiar el marco histórico a expensas del mensaje revelado, pero ¿no tendrá interés por investigar el marco histórico como medio para comprender mejor el mensaje?¿No es verdad que puede existir una crítica reverente y verdadera—empleando el término en su aspecto constructivo y no destructivo—al mismo tiempo que se rebate la crítica racionalista hostil?

La tercera posición heterodoxa que ha surgido en los últimos años en gran parte como reacción contra el humanismo contemporáneo, está asociada con la teología de Karl Barth o, por lo menos, con el desenvolvimiento que se ha producido de esa teología en manos de muchos, posiblemente aún de la mayoría de los discípulos de Barth. No resulta cosa fácil sentar una declaración con respecto a la doctrina de Barth; en parte porque hasta cierto punto todavía se halla en proceso de formación, y en parte porque su origen es muy reciente como para permitir hablar desapasionadamente. Por otra parte, en la actualidad la escuela llamada barthiana no presenta un frente unido sobre muchos puntos que son vi tales. En lo que respecta al barthianismo o puede armonizar con la enseñanza tradicional—aunque la forma de presentación difiere, por supuesto—no hemos de detenernos por el momento; pero en lo que parece moverse en una dirección distinta, o permite puntos de vista que no son ortodoxos, debe ser estudiado con el mayor cuidado posible.

Se ha confeccionado una lista con los muchos puntos divergentes entre la enseñanza de Barth sobre la autoridad de la Biblia con la de los reformadores, que son reales o posibles, y será sin duda conveniente que la ofrezcamos aquí con los comentarios que parezcan necesarios. Cuadran dentro de dos clases distintas. Primero vienen aquellos relacionados con la forma de la revelación escritural; de la Biblia como libro. El barthiano se toma mucha molestia para insistir sobre el hecho de que la Biblia es, considerada externamente, un libro humano como cualquier otro. Esto quiere decir que, si a él le place, puede considerarla como falible. Él no se siente atado al punto de vista de que Dios es el autor en el sentido de que Dios determinó las palabras individuales, las frases y hasta las expresiones. Él puede concordar sin escrúpulos de conciencia, que en ella existen errores históricos y científicos. Él no hace hincapié en el hecho de que la Biblia es en sí misma la verdad, esto es, la verdad objetivada, la verdad divorciada del acto divino de la revelación que corre a través de ella. En realidad la Biblia es la única base sobre la que Dios opera en la revelación o, mejor dicho, la única forma; pero esto debe ser considerado como una paradoja de la gracia divina. El barthiano no descarta la objetividad de la Palabra de Dios, pero tiene la tendencia de menguar y reducir la Palabra, porque no ve en ella el instrumento forjado especialmente para el propósito de la revelación, cuya misma naturaleza proclama su origen divino, sino una obra imperfecta, desproporcionadamente humana y, probablemente, escogida y empleada arbitrariamente para ese propósito. Debe admitirse que Barth desarrolla la mayor parte de su obra a lo largo de ese temperamento, en parte porque teme la adoración del aspecto externo de la Biblia a expensas de su contenido interno—temor que no es del todo imaginario—, y en parte porque muchos liberales encuentran en Barth el camino para regresar a una fe autoritativa, sin sacrificar lo que ellos suponen son los resultados asegurados de la crítica. Si tal es el resultado necesario, o aun real, del pensamiento efectivo de Barth, es asunto aparte, y es indudable que es posible seguir al teólogo y pensador suizo en muchos aspectos de sus posiciones sin aceptar su forma aminorada del problema externo de la revelación.

La segunda clase de posibles errores tienen atingencia con el contenido de la Biblia; de la Biblia como revelación divina. El primero enseña que la Biblia está inspirada en cuanto el Espíritu Santo aplica la inspiración y la emplea para iluminar el alma del individuo. Esta posición confunde inspiración con iluminación, y si se presiona demasiado a la enseñanza, que por cierto está respaldada por una fuerte dosis de verdad, lleva a la conclusión de que la Biblia carece de contenido divino a menos que el Espíritu Santo hable al ser humano por medio de ella. En este caso la revelación en la Biblia sería un acto de Dios, su misma revelación, más bien que el producto de un acto divino, una revelación que ha sido dada. Es, precisamente, a lo largo de esta posición que Barth ve e indica la distinción entre revelación y revelamiento; entre inspiración verbal e inspiracionamiento verbal, acepta las frases acuñadas por él y rechaza las otras alegando que no forman parte de la fe verdadera de los reformados. (El traductor se ha visto obligado a inventar las palabras que aparecen en negrita, para trasladar al castellano el pensamiento de Barth. En la versión inglesa se usan como revealedness e inspiredness). Dentro de los límites que afirman que no puede haber Palabra objetiva de Dios sin la aplicación también a las almas individuales, existe una verdad en la distinción; pero llevada más allá de esos límites conduce a zonas peligrosas. Presionada demasiado se llega a la conclusión de que la Biblia puede ser autoritativa, no como ley externa, sino en el ego individual como experiencia interior y, a pesar de toda la insistencia de Barth sobre el hecho de que el cristianismo descansa sobre eventos históricos que son únicos, el análisis final nos deja todavía con una fe que depende de experiencias subjetivas y la autonomía sustancial del ego individual. Otro peligro que aparece en Barth es que la paradoja, elemento legítimo en sí, puede ser reemplazada fácilmente por el puro irracionalismo; porque, aunque si bien es cierto que es una paradoja el que la verdad eterna se revele en sucesos temporales, testimoniada mediante un libro humano es pura sin razón decir que esa verdad esté revelada en y a través de lo que es erróneo.

Naturalmente, los problemas que ofrece la teología barthiana son los centrales a toda disquisición sobre las Sagradas Escrituras, y nos conducen al corazón mismo del asunto. Barth, al demostrar que las categorías de una teología muerta ya no tienen nada que hacer frente a una viva, ha prestado un gran servicio. El objetivismo abstracto y el concepto mecánico de la revelación están tan lejos de la verdad, por un lado, como el subjetivismo puro o el punto de vista naturalista de la revelación se halla por el otro. El problema sobre el cual trabaja Barth es resolver la relación central de la revelación con la historia, por un lado, y con el creyente individual, por el otro. ¿Hemos de creer que la Biblia es digna de crédito, meramente porque podemos demostrar su veracidad histórica? ¿Hemos de creer que es autoritativa por el hecho de que hemos llegado a conocer la verdad de su mensaje por medio del Espíritu Santo, sin tomar en cuenta la dependabilidad histórica o alguna de otra clase? ¿No habremos de buscar la autoridad de la Biblia en la relación equilibrada de la forma perfecta (la Palabra objetiva) y el contenido perfecto (la Palabra aplicada subjetivamente por el Espíritu Santo), la forma reteniendo el contenido, y el contenido aplicado, sin excepción, en y por medio de la forma?

Al terminar, quisiéramos ofrecer una sugerencia, que no es original pero que no siempre se toma en cuenta, y es que la doctrina verdadera de la historia y la revelación en la Biblia podrá ser formulada solamente cuando se estudie el problema a la luz del problema similar de la Encarnación. Encontramos que en Cristo aparecen los dos aspectos de la Palabra revelada: la divina y la humana; la revelación y la historia; distintas y, sin embargo, una sola. Igual cosa sucede con la Palabra escrita, que es el testigo de Cristo. No basta negar lo divino; ver a un hombre solamente aquí; un libro meramente. Pero tampoco basta ignorar lo humano; ver solamente a Dios aquí; un oráculo más allá. Aunque sea paradójico—aunque no irracional—, que el hombre Jesús es el Hijo de Dios, sea verdad (y la fe mediada por el Espíritu Santo sabe que él es eso), de igual modo resulta paradójico, pero no irracional, y sin embargo verdadero, que el libro, la Biblia, puede ser y es la revelación de Dios (y la fe mediada por el Espíritu Santo dice que es así). Los dos aspectos se hallan ligados «paradójicamente, pero entre sí son congruentes, y tienen que serlo: Jesús es hombre perfecto, la Biblia es libro perfecto. Por supuesto, el paralelo no puede ser presionado demasiado, porque Jesucristo es Dios, Persona en sí misma y Creador, mientras que la Biblia es una criatura, el testigo de una Persona, por alta que sea la estima que tenemos de la Biblia. Pero si se ataca todo el problema desde este ángulo, teniendo a la Encarnación por guía, es posible que se abra un camino que conduzca a una comprensión más completa y más cabal; una comprensión que sea ortodoxa y, que salvaguarde la autoridad y la integridad de las Escrituras, no sólo en cuanto su contenido
sino también en su forma histórica.

Pensamiento Cristiano, 1959
(Traducido de The Evangelical Quarterly)

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