Los milagros

Milagro — llamado también señal, prodigio o maravilla, es un hecho extraordinario que está fuera o sobre el alcance de las leyes naturales, bien sea alterando el efecto de las mismas, suspendiendo el mismo o realizando dicho natural efecto en un momento preciso, pero que no es aquel en que de ordinario éste tiene lugar.

El milagro es algo que no comprendemos, porque no entra en nuestras ideas ni en nuestras experiencias, porque no nos parece conforme con lo poco que sabemos de las leyes del universo; es algo inexplicable, ora lo atribuyan unos a leyes desconocidos, ora vean otros en ello la acción directa de un Dios omnipotente.

Posibilidad de los Milagros. — De lo expuesto anteriormente se deduce la posibilidad de los milagros; negarla sería un absurdo, pues ello equivaldría a decir que conocemos todo lo posible y todo lo imposible, que sabemos todas las leyes que rigen el universo, sus fenómenos, el cómo y el porqué de los mismos, en una palabra, que no había nada inexplicable para nosotros. Esto sería demasiado arrogancia. “Es una presunción de la ignorancia humana el creer una cosa imposible porque parece incomprensible”. Son, pues, posibles los milagros.

¿Se han realizado milagros? — El Antiguo Testamento nos refiere setenta milagros, propiamente dichos, y cincuenta y nueve el Nuevo Testamento. El carácter distintivo de los milagros del Antiguo Testamento es la manifestación del poder de Dios; los del Nuevo Testamento, su misericordia salvadora. En vano la ciencia sin Dios pretende negarlos, para ello tendría primero que saber definir lo posible y la ciencia humana no nos ha dado todavía una definición de lo posible, ni jamás lo sabrá definir. Es muy pequeño nuestro ojo mental para recibir en su cámara oscura los potentes rayos de la ciencia divina en la manifestación ad extra de sus infinitas maravillas.

Pretende la ciencia humana explicar los milagros para así negar la existencia, afirmando, entonces, que son hechos o fenómenos naturales, que obedecen a leyes, o causas que escapan al ojo avivador de nuestra inteligencia; pero esta única explicación que de los milagros nos da la ciencia humana, sobre no destruir en modo alguno la naturaleza del milagro nos lleva a la conclusión de que científicamente no puede negarse la existencia del mismo.

Para negar los milagros es necesario negar lo sobrenatural, y el sentimiento, la conciencia de lo sobrenatural, son innatos en el hombre. La fe en un mundo en que el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, no es el débil y dolorido esclavo de los elementos, si no su dueño, está tan profundamente arraigada en el corazón del hombre, qué no saldrá jamás de él; el atractivo misterioso y el inquieto y feliz sobresalto de todos nosotros, que experimentamos desde nuestra infancia, cuando por el arte, la poesía o la religión se nos manifieste lo sobrenatural, lo misterioso, que es para el alma hastiada y agotada en el camino árido de la vida, como brisa suave y vivificante que conforta el alma, es prueba bien clara de la existencia de algo que por ser más grande que yo, no lo comprendo, pero lo siento vibrar al ritmo unísono de todo mi ser.

Pertenece el milagro a las verdades del orden sobrenatural, si no podemos negar este, tampoco podemos negar la existencia de aquel.

Los milagros de Jesucristo. Su autenticidad. — Los milagros de Jesucristo, que nos relata el Evangelio, fueron hechos en público, ante numerosos amigos y enemigos del Nazareno; fueron sometidos al escrutinio más minucioso y los testigos que los presenciaron nos son de absoluta confianza e indiscutible autoridad. Para conmemoración de muchos de ellos existen aún monumentos e instituciones que datan de la misma fecha en que dichos milagros fueron realizados y, más aún, entre el número indefinido de engaños o artificios de magos y adivinos a través de los siglos, sólo los hechos milagrosos del Cristo escapan a toda duda, porque sólo ellos han podido resistir las pruebas indubitables de examen, testificación y prueba que toda verdad necesita para subsistir como tal.

Negar los milagros de Jesucristo es negar al mismo Jesucristo y no hay personaje más real que el Cristo en todas las páginas de la Historia.

No se oponen a la razón. — La razón, se nos dice, no admite ni el milagro, ni la profecía, ni la revelación, ¿por qué? Porque ella no los comprende. Pero ¿vamos a negar todo lo que no comprendemos? Entonces, empecemos por negar la vida y la muerte, la palabra y el pensamiento, nuestro propio ser; pues esos son misterios todavía más incomprensibles, porque son más fundamentales y más universales que la resurrección de un muerto, una profecía o una revelación.

No podemos analizar ahora todos los milagros de Jesucristo, pero sentando que es característica de todos estos su conformidad con la razón, analicemos uno: la resurrección de Lázaro, por ejemplo.

Es ley natural que todos hemos de morir una sola vez. Al morir nuestro cuerpo se convierte en polvo.

Las leyes de la naturaleza son inmutables. Ahora bien, toda ley supone un legislador y todo legislador por la misma potestad que tiene para legislar es quien puede suspender, variar o abolir no sólo los efectos de sus leyes, si que también, si así le place o conviene, la existencia de la misma ley. La ley natural, tiene también un legislador, éste es Dios. Dios, pues, puede variar el curso de sus leyes a su arbitrio y voluntad. Entonces, ¿son o no son inmutables las leyes de la naturaleza? Si lo son en tanto en cuanto existen y también que toda causa produce siempre los mismos efectos. Quitado la causa, se quita el efecto. Suspendido la ley se suspende su acción inmutable.

Dios resucitando a Lázaro, no hace más que suspender la ley de la muerte, que él mismo dictó al hombre en castigo de su pecado.

¿En qué se opone, pues, a la razón el hecho de qué Jesucristo, el que ha dicho “Yo soy la resurrección y la vida”, detenga la ley natural, en el caso de Lázaro, haga uso de su poder creador volviendo a la vida a sus miembros ya putrefactos y al eco potente de su voz creadora, salga Lázaro del sepulcro para retornar de nuevo a vivir? Quién le dio la vida, ¿no la puede quitar? Pues si esto es verdadero, ¿por qué no lo ha de ser su contrario diciendo, quien quitó la vida la puede devolver? Dios no puede hacer cosas contradictorias, como que una cosa sea y no sea al mismo tiempo, porque esto se opone a su infinita sabiduría y omnipotencia, pero cosas contrarias, ¿por qué no? Dios por su poder quita la vida a Lázaro, y Dios por este mismo poder le vuelve otra vez a la vida.

Prueban la divinidad de Jesucristo. — Jesucristo es el verbo de Dios encarnado. Jesucristo se manifestó al mundo como tal, pero lo hace siendo Dios y hombre. Él se llama a sí mismo, como su título de gloria, el hijo del hombre, porque sabe que va a hacer más difícil al hombre creerlo hombre, que creerlo Dios. Cuando exhorta, diciendo “Ejemplo os he dado para que como yo he hecho vosotros también hagáis”, necesita que los hombres le crean hombre y por ende capaces de invitarle; cuando diga “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie viene al padre sino por mí”, necesita que los hombres le crean Dios. Para probar lo primero pone de relieve su autoridad, hasta hacer arrancar a las masas aquella expresión humana: “Habla como el que tiene autoridad y no como los escribas”. Para demostrar lo segundo, es decir, que es Dios, realiza milagros, reveladores de su grandeza, de su poder, de su divinidad, hasta que las gentes a la vista de sus maravillas, exclame: “No podría hacer estas cosas si no estuviese Dios en él”. “Verdaderamente es este el hijo de Dios”.

Prueban su amor hacia los hombres. — Los milagros del Nuevo Testamento son la manifestación de la misericordia salvadora. El sello que distingue y caracteriza los milagros de Cristo son: hacer el bien, a ciegos, cojos, mancos, paralíticos, enfermos. Todos acudían a él en demanda de salud. “Pasó por el mundo haciendo el bien”. Pero si examináramos la forma, la ocasión, el momento de la realización del milagro, observaríamos cómo el Cristo inquieta la conciencia de aquellos para que ellos y las gentes que observan y ven el prodigio se persuadan de que hay otra cosa que vale más que la salud del cuerpo, que vale más que la propia vida; esta cosa es la salvación del alma, para cuya obra redentora vino él al mundo, porque ¿de qué aprovecharía el hombre si granjease todo el mundo y perdiese su alma? Más le valiera no haber nacido, porque tremenda cosa es caer en las manos del Dios vivo. Ama Jesucristo, con amor entrañable al hombre y no quiere que se pierda. Ha venido a salvarle y le pone delante de sus ojos la única forma como puede alcanzar el fin para que fue creado. Sus palabras, sus obras, sus milagros, sólo revelan amor, salvar lo que estaba perdido, satisfaciendo a la justicia divina con su muerte como hombre y con su valor infinito como Dios. Sabe cuán débil es el corazón del hombre y toca todos los resortes del sentimiento; sabe cuán entenebrecida está su mente y le manda raudales de luz, y para forzarle a seguirle, aún sin comprenderle por esa misma pobreza de nuestra mente, derrama el bien a manos llenas, para que al menos por agradecimiento se le ame.

Ya la obra está consumada. Ya el Evangelio se predica en el mundo entero. No se necesitan ya más milagros para incitar a los hombres a creer al Cristo como Dios y Hombre, Salvador y Redentor del género humano.

La doctrina del Evangelio se extiende por el mundo sin más fuerza que la misma que le da la verdad que encierra. No pretendemos, ni queremos que se crea en el evangelio por los milagros que relata. Nuestra fe a Jesucristo debe descansar sobre una conciencia moral, y no sobre milagros físicos. Creyendo en su excelencia moral, sentimos lo que hay de divino en él, y no nos sorprendemos de que otros hechos maravillosos hayan podido realizarse en su vida. El poder en la esfera de la vida física no nos arrastrará a la admiración, ni conquistará nuestra adhesión moral. En cambio, concebimos que los dominios inferiores de la vida estén sujetos a un ser cuya grandeza resida en una esfera más elevada: la vida moral. Es más fácil llegar a creer en los milagros por la fe en Cristo, que llegar a tener fe en Cristo por la creencia en los milagros. Al expresarnos así no hacemos más que volver al método de Cristo. Él censuró a los que le pedían milagros para creer en él y declaró que no quería penetrar en las almas de los hombres sino por procedimientos legítimos, apelando a los que ellos podían aplicar y comprender inmediatamente: “El que entra por la puerta, es el pastor de las ovejas. La generación mala y adulterina pide milagros”.

No dejará el Evangelio de ser doctrina divina y salvadora de la humanidad por negarse la existencia y veracidad de los milagros que relata, pues si aún éstos no existieran, aún negándolos, habríamos de admitir una mayor: la propagación del Evangelio sin milagros.

La Biblia en América latina. Abril-junio de 1954

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