Pablo, el Apóstol en Atenas

[Hechos 17:16-34]

La presencia de Pablo en Atenas, y la presentación en la capital cultural de Grecia del Evangelio por el Apóstol a los gentiles, se reviste de una fuerza dramática y emotiva que se ha sentido por los lectores de Los Hechos a través de los siglos. En otras secciones del libro presenciamos el choque entre el adalid de la Cruz y el judaísmo fanático; entre el mensajero de Cristo y el paganismo ignorante de los habitantes de Listra; entre el siervo del Altísimo y la crasa superstición oriental de «Diana de los Efesios»; pero aquí el Apóstol judío de nacimiento, romano por su ciudadanía, conocedor de la civilización griega, se halla frente a frente con los representantes en su día de lo más granado del pensamiento helénico. Con la sabiduría de quien, en el cumplimiento de su misión, se hace todas las cosas para todos, busca los posibles puntos de contacto entre los conceptos de los filósofos y el mensaje celestial, pero después ha de escribir: «¿Dónde está el sabio?, ¿dónde el escriba?, ¿dónde el disputador de este siglo? ¿No ha entontecido Dios la sabiduría del mundo?» (1 Cor. 1:20).

Atenas

Nadie disputa la enorme importancia de la capital griega para el desarrollo de la civilización occidental, que es la que conocemos, siendo como es una síntesis de la cultura griega, el orden de Roma y los conceptos religiosos (bien que en forma degenerada en su mayor parte) que vieron la luz en Palestina, sea en la esfera del judaísmo o en la del cristianismo. Los mismos romanos, tan orgullosos de su organización imperial y su potencia militar, comprendieron bien su inferioridad frente a las artes, la cultura y la filosofía de Grecia, contentándose en este terreno con asimilar y reproducir las ideas geniales que habían brotado en la pequeña península helénica que habían conquistado con sus armas.

Recordemos que Grecia, en su período clásico, no era una nación homogénea, sino más bien un área lingüística y cultural, que se ocupaba por «ciudades-estados», o de reinos de distinta constitución, en ambas orillas del Mar Egeo, llegando hasta el «tacón» de la península italiana, que se denominaba «Grecia magna». Entre estos estados Atenas llegó a destacarse en el siglo quinto a. de J.C. tanto por su valor al rechazar la invasión persa, como por la perfección del desarrollo de sus artes, letras y filosofía: período inigualado en la historia de las civilizaciones.

Recordemos también que de Atenas procedió el concepto de la «democracia», ya que todos los ciudadanos libres participaban por medio de sus votos en el gobierno de la ciudad. Después de las conquistas de Felipe el macedonio, y de su celebérrimo hijo Alejandro el Magno, Atenas perdió su libertad política, pero mantuvo su prestigio como metrópoli de la civilización helénica. Los romanos quedaron tan impresionados por los altos valores de la ciudad que no sólo la declararon «libre», sino que fue considerada oficialmente como «aliada» de Roma, y no como un estado sujeto.

La visita de Pablo se sitúa a mediados del primer siglo, cuando la gloria de Atenas no resplandecía ya con su antiguo fulgor. Sus artistas copiaban las obras de los maestros del período clásico, y donde antes, de la boca de próceres intelectuales como Sócrates, Platón y Aristóteles, habían procedido palabras grávidas de profundo sentido, destinadas a influir en el pensamiento de los sabios a través de los siglos, no se hallaba sino «escuelas» de filosofía de quilates muy inferiores, y el prurito entre los atenienses de «buscar alguna cosa nueva».

Los primeros contactos, Hechos 17:16-18

Podemos suponer que Pablo no había planeado esta visita a Atenas, sino que su presencia allí obedeció a la necesidad de salir de Macedonia con el fin de evitar más alboroto allí que bien habrían podido dañar el testimonio de las iglesias nacientes. Esperaba la llegada de sus colegas Silas y Timoteo pensando quizá en las oportunidades que había de ofrecer la ciudad cosmopolita de Corinto. Pero mientras tanto se paseaba por las calles de la famosa ciudad, cobijada ésta bajo la sombra del Acrópolis -cerro adornado de magníficos templos y monumentos, mundialmente admirados, y conservados entonces en buen estado- pensando, no tanto en el valor artístico de lo que veía, sino en lo que representaba en términos de idolatría, pues casi todo el derroche de arte giraba en derredor de los símbolos de falsas divinidades, que impedían que la mirada de los hombres llegase al Dios verdadero. No hemos de suponer que fuese desprovisto de un sentido estético, pero fue celoso por su Dios, y su espíritu fue «‘provocado» viendo cómo la ciudad estaba llena de ídolos. Como llamativo nenúfar, la hermosa Atenas abría sus pétalos, sobre el cieno de la corrupción de múltiples cultos idolátricos, albergue de demonios, llamados todos ellos «abominaciones» por los profetas de Israel, cuyas candentes palabras acudían sin cesar a la memoria del «hebreo de los hebreos» que era Pablo.

Al mismo tiempo el discurso ante el Areópago demuestra que no se encendió en ira ciega y fanática, sino que sabía comprender lo mejor del pensamiento griego y buscar en él algún elemento afín que sirviera de punto de partida para anunciar a los atenienses la Persona y las providencias del Dios Creador.

La ágora de Atenas, Hech. 17:17

En la sinagoga de los judíos (quizá no muy importante en Atenas) Pablo cumplió su misión de siempre, anunciando a Jesús como el Mesías, pero el interés se centra en sus primeros contactos con los griegos en la «Agora», o plaza, de la ciudad, centro de la vida social e intelectual. Allí los maestros de más o menos solvencia solían reunir a sus discípulos bajos los pórticos, para desarrollar sus pláticas y discusiones, mientras que no faltaban nunca los corrillos de ociosos que se ocupaban de las cuestiones del día. Le era fácil al apóstol, pues, adherirse a estos grupos con el fin de llevar la conversación hacia el tema único: la intervención de Dios en los asuntos de este mundo en la persona de Jesucristo.

Las «escuelas» rivales de epicúreos y estoicos, Hech. 17:18.

Estas dos «escuelas» filosóficas se fundaron alrededor del año 300 a. de J.C., y en la época que tratamos casi monopolizaban el pensamiento de Atenas y del mundo grecorromano, con olvido de los sistemas, mucho más elevados, de Platón, y de Aristóteles. Los epicúreos no negaban no negaban la existencia de los dioses, y nada hacían para reformar la religión popular y supersticiosa, pero sus filósofos sostenían una teoría materialista de la constitución del universo, como compuesto de átomos indestructibles y eternos, que entraban en todas las múltiples formas de la materia y de la vida. Pensaban que la finalidad de la vida del hombre era la de buscar el «placer», no por satisfacer sus pasiones, sino por buscar una vida de tranquilidad egoísta, libre hasta lo posible de perturbación, dolor y miedo. Los estoicos eran panteístas, o sea, pensaban que el único «dios» era el «alma» del universo, que daba vitalidad a todo, pero que carecía de personalidad y de trascendencia. La facultad principal del hombre era su «razón», por la que tema que buscar una vida conforme con la naturaleza, haciéndose independiente, suficiente para sí mismo, controlando con mano fuerte su vida emocional. Insistían en el estricto cumplimiento del deber, y si uno había llegado a perder su dignidad personal, lo mejor que podía hacer (según ellos) era salir del mundo por medio del suicidio. Sus enseñadores emitían algunos conceptos elevados y bellos, pero el ensalzamiento del «yo», con el orgullo humano consiguiente, interponía una vasta distancia entre el estoicismo y la verdad del Evangelio.

De las conversaciones en el ágora Lucas recoge un comentario francamente insultante para Pablo, y otro muestra algún deseo de entender mejor su mensaje. «¿Qué quiere decir este palabrero?», preguntaban despectivamente algunos. La palabra traducida por «palabrero» era «argot» ateniense de la época, y podía significar un vagabundo de las plazas. Aquí, sin embargo, es probable que hemos de entender un «charlatán» que recogía «retales» de filosofía ajena que luego ofrecía sin saber lo que decía. Otros, escuchando a medias, oían algo de «Jesús», confundiendo el nombre quizá con «iasis» (sanidad) que enlazaban con «anastasias» (resurrección), creyendo que se trataba de dos divinidades nuevas que Pablo quería presentar.

PABLO ANTE EL AREOPAGO, Hechos 17:19-34

El Areópago

La palabra en sí quiere decir «el cerro de Marte», con referencia al hecho de que, en sus principios, este célebre consejo ateniense se reunía en la altura dedicada al dios Marte. En el primer siglo, sin embargo, celebraba sus sesiones en lugar más céntrico. En la remota antigüedad el Areópago había sido el Consejo supremo de la ciudad, de tipo aristocrático, pero su autoridad se había cercenado durante el auge de la democracia en Atenas. Los romanos, respetuosos ante el prestigio de esta famosa institución, habían restaurado la autoridad del tribunal en toda cuestión religiosa, literaria y artística, por lo que llegó a ser, en la época que tratamos, la sede oficial del helenismo, siendo sus miembros figuras señeras en la vida religiosa y culta de la metrópoli de la civilización. A este consejo le correspondía extender «licencias» para conferenciantes y maestros, al par que consideraban la conveniencia o no de la introducción de nuevas formas del culto, de modo que era natural que Pablo, quien, según los atenienses, presentaba «nuevas divinidades», tuviese que comparecer delante del tribunal para justificar su labor. Por encima de estas circunstancias, discernimos la operación de la Providencia divina que ordenó que el adalid del Evangelio de Cristo diera su testimonio, no sólo ante autoridades militares, judiciales y gubernativas, sino también ante el más elevado tribunal de la cultura griega.

El plan general del mensaje

Al lector evangélico de hoy le extraña algunos de los términos del discurso de Pablo en esta ocasión, pues habría esperado una presentación más clara del Evangelio en el sentido de subrayar la salvación del alma por medio de la Obra de Cristo. Hasta hay algunos que piensan que fue una «equivocación» por querer adaptarse Pablo a las condiciones de Atenas: actitud que repudió al llegar a Corinto diciendo: «Cuando fui a vosotros no fue con altivez de palabra o de sabiduría a anunciaros el testimonio de Cristo; porque no me propuse saber algo entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Cor. 2:1). Pero es muy arriesgado, siguiendo criterios puramente subjetivos, acusar a los apóstoles comisionados por Cristo de «equivocaciones», a no ser que el Espíritu Santo lo señale claramente. Lucas, por el Espíritu, hace constar este resumen del discurso de Atenas para nuestra enseñanza y guía frente a hechos y circunstancias que raras veces se toman en consideración, de modo que es una parte integrante de la revelación escrita de Dios, y si sus términos se citan como «Palabra inspirada», es un contrasentido mantener que Pablo «se equivocara» en todo su testimonio frente al Areópago. Más sencillo y seguro es ver en este incidente la manera en que el Apóstol se aprovecha de las circunstancias que se presentaban, haciéndose todas las cosas para todos para ganar a algunos. Toma en cuenta las ideas de los epicúreos y los estoicos (particularmente de estos últimos) para señalar la necesidad de elevar la mirada al Dios Creador, que era también el de la Providencia, en vivo contraste con los conceptos pueriles de la idolatría, y con el fin de hacer a todos entender que había llegado una nueva época en la que Dios quería hablar claramente a todos los hombres por medio del Varón que había señalado como Juez, habiendo provisto la prueba de su autoridad en su resurrección de entre los muertos. El discurso forma una maravillosa introducción al Evangelio al uso de hombres criados en la cultura griega, y si se hubiese aprovechado este principio, sin duda Pablo habría pasado a otros aspectos del Mensaje que nos son más familiares. Lo que nos toca a nosotros es aprender, cual discípulos, las grandes verdades que Dios nos ha revelado por medio de su siervo.

El exordio: un Dios no conocido, Hech. 17:22, 23

En sus paseos por la ciudad, Pablo se había fijado en un altar –entre tantos que se dedicaban a divinidades especificadas– que llevaba la sencilla inscripción: «a dios no conocido». Según se desprende de testimonio extrabíblicos, se trataba de apaciguar cualquier divinidad asociada con aquel lugar que no había sido identificada en las leyendas de la raza, y que podría sentirse ofendida -con resultados desastrosos para los atenienses– si no se levantara nada en su honor. Pablo ve en este intento de propiciar hasta a dioses desconocidos la prueba de que los atenienses eran «muy religiosos», empleando una palabra que también podía aplicarse a la «superstición». La historia confirma que la filosofía griega era impotente frente a la religión popular y supersticiosa de sus tiempos, y que de verdad Atenas era «llena de ídolos». El Apóstol aprovecha el lema del altar, con su ingenua confesión de ignorancia sobre las divinidades, para presentar al Dios verdadero, ignorado por los atenienses.

El Dios creador, Hech. 17:24-25

Los escritos de Platón, entre otros podían haber preparado la mente de los pensadores griegos para reconocer por lo menos una «Inteligencia Suprema», pero las escuelas de moda en el primer siglo no habían seguido la pauta que había marcado el gran filósofo. Con todo, la proclamación de un Dios que había creado el universo y todas las cosas que en él se hallan, siendo por lo tanto Señor del Cielo y de la tierra, como también el Autor y origen de la vida de todas las criaturas animadas, no sonaría a disparate en los oídos de los sabios del Areópago, y sin duda muchos se sentirían atraídos por esta clara expresión de un monoteísmo puro, mucho más satisfactorio que el materialismo estéril de los epicúreos y la nebulosa «alma universal» de los estoicos. Podemos imaginar que más de un aeropagita asentiría con la cabeza a lo que el predicador judío proclamaba.

Pablo saca la consecuencia que un Dios soberano, creador y vivificador de todas las cosas, «no reside en templos hechos de manos, ni es servido de manos de hombres, como si algo necesitara». Es verdad que se había levantado un Templo en Jerusalén, según planos dados a David por inspiración divina, pero los espirituales en Israel comprendían bien que no era «Casa de Dios» en el sentido de que el Omnipotente necesitara una morada en la tierra, sino un símbolo que Dios proveyó en su gracia para recordar Su presencia en medio de su pueblo. Así el mismo Salomón, el encargado de levantar la Casa, preguntó delante del Señor: «¿Es verdad que Dios ha de morar sobre la tierra? He aquí que los cielos, y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¿cuánto menos esta Casa que yo he edificado?» (l Reyes 8:27, 28). Con todo, Dios podía «mirar» la casa y estar atento a las oraciones que se elevaran en relación con la verdad que representaba. Por lo tanto, el simbólico edificio que Dios mandó levantar en Jerusalén no mengua en manera alguna el altísimo concepto de los hebreos sobre un Dios único, soberano, trascendental e inmanente a la vez. Tal concepto vino por revelación, pues el mejor pensamiento filosófico de los griegos había sido singularmente ineficaz frente a la superstición y la idolatría.

El Dios de las providencias y sus criaturas, Hech. 17:26-28

Frente al concepto de un solo Dios, soberano y creador, el hombre pensador pasa inevitablemente a preguntar: «¿Cuál será la relación que existe entre el Dios único y el hombre?». En esta sección de su discurso, Pablo contesta la obligada pregunta haciendo constar que Dios hizo descender toda la raza rumana de un solo hombre, ordenando, además, las épocas de su historia y las esferas de la habitación de los distintos sectores de la raza. Tal orden no provenía de un «destino» ciego, sino que tenía una finalidad providencial a fin de que los hombres «buscaran a Dios, si por ventura, palpando, le hallasen», y Pablo añade: «Aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros».

Eran ideas de altura, que habían de producir un efecto favorable en muchos de los areopagitas, conocedores de las enseñanzas de Platón y de Aristóteles. Aquí vislumbramos facetas de la revelación divina que rara vez tenemos ocasión de meditar, y, a la vez, se nos presentan interesantes problemas de interpretación ante los cuales hemos de recordar que el aparente problema sirve luego para abrir nuevos horizontes de comprensión espiritual.

La unidad de la raza

La traducción de la versión Hisp. Am. «E hizo (descender) de un solo hombre todas las gentes» tiene más apoyo textual que la forma de Reina Valera: «Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres», bien que el sentido viene a ser igual. De hecho no hay conflicto aquí entre las declaraciones de la Biblia y los asertos de los antropólogos, ya que éstos, por razones biológicas y psicológicas insisten en la unidad de la raza por encima de todas las diferencias superficiales que notamos entre las razas blancas, negras, amarillas y cobrizas. Doctrinalmente esta unidad de la raza, como descendida de una pareja, tiene gran importancia, ya que Pablo, en otro lugar, enfrenta la antigua solidaridad en pecado y ruina de la raza en Adán con la nueva solidaridad en su Cabeza, que es Cristo, para bendición, a fin de que todo aquel que quiere, puede hacer efectiva por la fe su unión con el Redentor (Rom. 5:1-21 con l Cor. 15:45-49).

El orden de los tiempos, Hech. 17:26

Ante la multitud ignorante de Listra Pablo había hablado de la sucesión de las estaciones del año como evidencia del cuidado providencial de Dios frente al hombre (Hechos 14:7), pero seguramente el «orden de los tiempos» en este discurso encierra un concepto más elevado, refiriéndose a las grandes épocas de la historia. Es verdad que la actividad de Satanás, al ordenar su «kosmos», graba un sello característico de mal y de rebelión sobre el curso de las civilizaciones, pero no deja de ser verdad también que el Altísimo tiene la última palabra, limitando los procesos del mal, y haciendo que todo por fin adelante su plan total de juicio, de justicia de redención y de restauración, hasta que todo sea reunido en Cristo (Dan. 4:25, Tit. 1:2 y 3; Efe. 1:9-10, etc.).

Los límites de la habitación de los hombres, Hech. 17:26

Las razas no se han distribuido por la faz de la tierra impulsadas por meras coincidencias y por la presión de necesidades materiales, sino que las providencias de Dios han intervenido en este asunto de capital importancia para el hombre. Ya en los capítulos 10 y 11 del Génesis tenemos en resumen el origen de los grandes movimientos, y el llamamiento de Abraham, con la formación del «pueblo-siervo» de Israel, introduce un factor que servirá de eje para la distribución de los hombres desde aquel momento en adelante, según el principio de Deut. 32:8 «Cuando el Altísimo hizo heredar las gentes, cuando hizo dividir los hijos de los hombres, estableció los términos de los pueblos según el número de los hijos de Israel, porque la parte de Jehová es su pueblo y Jacob la cuerda de su heredad». La «cuerda» se empleaba para designar las suertes de las heredades (Sal. 16:6), que indica que la parte que se puede llamar «normativa» corresponde a Israel, pero los beneficios del orden «territorial» de Dios alcanzan a todas las familias de la tierra.

«Palpando» para hallar a Dios, Hech. 17:27

Dios ha mantenido un orden relativo en el mundo, aun después de la Caída y antes de establecer su Reino perfecto, con el fin de impedir que todo degenere en puro caos, y hacer posible que, dentro del defectuoso gobierno humano -pero bajo las providencias divinas- los hombres puedan buscarle. La plena luz sólo irradia del rostro del Verbo encarnado, pero había existido una medialuz crepuscular, en la que las grandes obras de Dios en revelaban su «eterna potencia y divinidad» al par que la voz de la conciencia, y las operaciones de Dios en el mundo, invitaban a los hombres a buscar algo «más arriba» (Rom. 1:18-2:16). Romanos capítulo 2, indica la posibilidad de que algunos, perseverando en el bien obrar, buscasen gloria, honra e inmortalidad: no por sus obras, desde luego, sino porque sus obras evidenciaban que su corazón estaba dispuesto a recibir la revelación que Dios les diera, lo que haría posible que recibiesen más luz, como en el caso de Cornelio (Hechos 10). La responsabilidad personal de cada uno queda delante de Quien sólo escudriña los corazones, y lo que hace Pablo aquí es señalar las características de las edades anteriores a la misión del Hijo de Dios al mundo y que tocaron a su fin al ser proclamada la venida del «Varón que Dios había designado». Los humildes, por la mano de la fe, podían tocar al Dios que no estaba lejos de ninguna de sus criaturas, pero se trataba de «palpar» en medio de la luz incierta del crepúsculo de la revelación de Dios por medio de sus obras.

«En El vivimos», Hech. 17:28

En este versículo Pablo cita primeramente una frase de Epiménides, un poeta estoico, «en él vivimos y nos movemos y somos», añadiendo otra cita de otro poeta estoico de su propia tierra de Cilicia, Erato: «Porque de él también somos linaje». De paso podemos notar que Pablo tenía que conocer bien la literatura clásica si podía utilizar citas de poetas de segundo orden, de modo que, si bien reaccionaba enérgicamente contra los males de la idolatría, no fue por la ignorancia de un judío fanático, sino por su comprensión de los funestos errores espirituales que se escondían bajo la faz sonriente del helenismo.

Por otra parte, no extraña su uso de estas citas, ya que, en su texto original, hacían referencia a Zeus, padre de los dioses de la mitología griega, tan distinto del concepto hebreo del Dios único, Creador de todo y Fuente de toda vida. Con todo, y dejando aparte la escoria del paganismo, el concepto de un «padre» de los dioses, apuntaba ya en la dirección del monoteísmo, y sobresalía la idea de un Ser de quien todos procedían, y en quien sólo hallaban su vida y sostén. Pablo no duda en aprovechar el concepto embriónico e incompleto de los poetas estoicos para llevarlo al elevado plano de la Persona y obra del solo Dios a quien proclamaba, y las conocidas citas no podían por menos que despertar la simpatía de su auditorio, quitando algunos de los prejuicios en contra del predicador judío.

El Apóstol, pues, subraya la relación esencial de los hombres con su Creador, siendo Él Fuente y Origen de su ser, y Sustentador por sus santas energías de toda vida y movimiento de la criatura, lo que impone sobre todos la obligación de buscarle y servirle. Pero estas palabras han de considerarse a la luz de otros pasajes bíblicos, y no han de servir como base para la frase -casi siempre equivocada en su intención- «todos somos hijos de Dios». Todos somos criaturas de Dios y no tenemos existencia aparte de Él, pero la palabra «hijo» se eleva en el Nuevo Testamento a un plano muy alto, significando «comunidad de vida esencial y espiritual», de la que el hombre disfrutaba en su inocencia, que se perdió en la Caída, y que ahora sólo se puede volver a poseer por el contacto de fe con el Hijo-Salvador. Por eso Cristo, frente a los judíos que querían matarle, negó el derecho de ellos de llamarse «hijos de Dios», no llegando siquiera a ser «hijos de Abraham», ya que su actitud e intenciones obedecían a móviles completamente ajenos tanto a la vida de Dios como a la sumisión y fe del patriarca, hallando su origen en la rebelión de Satanás de quien había llegado a ser «hijo» (Juan 8:38-4). El Nuevo Testamento, pues, limita la frase «hijos de Dios» a quienes reciben a Cristo, siendo entonces renacidos por la voluntad del Padre y las energías del Espíritu de Dios Juan 1:2, 13; 3:3-8).

La gran crisis de la humanidad, Hech. 17:29-31

Pablo no pierde de vista la parte práctica de su exposición, y tras los elevados conceptos de la deidad que ha adelantado, vuelve a recalcar el grave error de la idolatría al procurar representar a un Ser único y espiritual, creador y sustentador de todas las cosas, por obras de arte trabajadas en metales y piedras preciosas, pues éstas, aun cuando sean obra de un Fidias o Apeles no hacen sino plasmar la imaginación del artista, que nada puede saber de la realidad de Dios. La idolatría tiende a rebajar progresivamente la sensibilidad espiritual de los adoradores, ya que rinden culto al producto de la mente depravada de un pecador, y luego se asemejan al objeto de su culto, iniciándose la funesta «espiral descendiente» que describe Pablo en Rom. 1:18-32. En este lugar Pablo no analiza el proceso, sino se esfuerza por elevar la mirada de personas inteligentes a considerar al Creador en su espiritualidad y eternidad, diciendo en efecto: «Si la raza por su naturaleza pertenece a Dios, es obligación moral buscarle espiritualmente, comprendiendo que lo material, por artístico que sea, es completamente inadecuado para representar lo divino»(17:29).

En los versículos 30 y 31 el Apóstol llega al punto culminante de su alocución. Dios «disimulaba» o «miraba por encima» los tristes tiempos de la luz crepuscular del auge de la idolatría, nacida de los perversos razonamientos del hombre caído, pero ya había comisionado a Pablo y sus colegas a proclamar una crisis en la historia de los hombres. Los complicados sistemas del culto pagano, con las costumbres morales y sociales que surgían de ellos, no podían permanecer incólumes para siempre, siendo tan ajenos a cuanto exigía la verdadera relación entre Dios y sus criaturas, de modo que Dios había fijado un Día de Juicio en el cual todo el proceso histórico, además de todo ser humano con ello relacionado, había de ser examinado y juzgado con absoluta justicia. La historia no consistía en una sucesión sin fin de ciclos análogos, sin solución de los problemas relacionados con la vida de la humanidad en el tiempo y el espacio, según el pensamiento de algunos de sus filósofos, sino que desembocaba a una crisis por la intervención del Árbitro moral del universo. Él había designado el Juez, quien, enlazando con la humanidad, era el «Varón», cuya excelsa categoría se evidenciaba por el hecho de haber sido levantado de entre los muertos. En vista de esta intervención de Dios en la historia, convenía que los hombres se arrepintiesen al oír el anuncio de estos nuevos tiempos, y el cambio de época. Tal es el resumen del final del mensaje en la forma en que lo tenemos, seguramente abreviada.

Los sabios de Atenas habrían seguido con interés el desarrollo general del discurso hasta este punto, a pesar de ciertas declaraciones que atacaban tanto la posición epicúrea como la estoica, puesto que la altura filosófica de todo era evidente. Pero la parte efectiva, que quiso impulsarles a una acción eficaz frente al mensaje divino, contenía conceptos ajenos a toda su manera de pensar y vivir, y no pudo por menos que levantar oposición a no ser que los oyentes buscasen seriamente el camino de luz. ¿Qué era aquello de «arrepentirse»? Los epicúreos buscaban la tranquilidad humana dentro de lo material, y si bien querían frenar las pasiones, no era por considerarlas como males, sino solamente inconvenientes. Si la voz de tal conciencia les molestaba, su filosofía les impelía a ahogarla. ¡Cuán inconveniente les sería apreciar el pecado como una ofensa contra un Dios de justicia! Los estoicos se gloriaban en su propio valor y entereza de ánimo, y ¿habían de confesar sus pecados como mujeres asustadas? ¿Cuán difícil es que los ricos en sabiduría humana entren en el Reino de los Cielos! Dionisio y algún otro, conscientes ya del fracaso íntimo de sus vidas en lo moral y espiritual, vislumbraron un rayo de esperanza hasta en el pensamiento del arrepentimiento y del juicio, pero entre otros se iniciaba ya la carcajada de la incredulidad burlona.

¿Y qué habían de pensar de un Día de juicio universal para todos los hombres? Según las leyendas griegas las divinidades intervenían con harta frecuencia en la vida de personajes importantes, pero desempeñando un papel muy semejante al de los hombres mismos, diferenciándose de los mortales solamente por la superioridad de sus fuerzas o de su hermosura, siendo dominados por todos los vicios de la sociedad terrenal. La Parca podía perseguir a quienes habían traspasado ciertas normas sociales y religiosas, pero no figuraba en parte alguna el concepto de un Trono de Justicia frente al cual los hombres tendrían que dar cuenta de sus obras en sentido moral.

¿Y quién sería aquel «Varón» establecido por Juez, acreditado, según este extraño filósofo judío, por haber resucitado de entre los muertos? Dionisio y los humildes que creyeron habían de escuchar cosas maravillosas acerca de Él, pero los otros no tenían interés alguno en un Mesías hebreo, y les repugnaba la idea de «la resurrección de entre los muertos». Admitirían voluntariamente la supervivencia del alma en sentido nebuloso e impersonal, pero para ellos lo material era algo inferior, la cárcel del espíritu, y nada sabían del alto concepto de la personalidad completa del hombre compuesta de cuerpo, alma y espíritu, creada a la imagen y semejanza del Dios único, quien quería bendecirla y conservarla para toda la Eternidad.

A nosotros nos extraña el anuncio del Día de Juicio en lugar de el de la gracia y de la redención, pero enfatiza la crisis que había de cambiar los tiempos de ignorancia en otros de responsabilidad y de oportunidad. De hecho, la enseñanza apostólica insistía a menudo en la obra de juicio que Dios había encomendado en las manos de su Hijo, quien era además el «Hijo del Hombre», siendo juez perfecto por ser Dios y Hombre a la vez (Dan. 7:13; Juan 5:27; Mat. 13:41-45; caps. 24 y 25; Hech. 14:42). La obra de juicio es el anverso de la medalla de la obra de redención, pues el Dios de amor y de gracia salva a los humildes por medio de la obra de justicia ya realizada por el Redentor, pero tiene necesariamente que implantar su Reino sobre una base firme de rectitud.

La frase «Dios disimuló» («miró por encima») los tiempos de ignorancia ha de entenderse en su contexto y a la luz de otras Escrituras. No quiere decir, desde luego, que durante aquellos tiempos Dios había arrinconado los eternos principios de justicia, sino que no había llegado aún la hora en el programa divino para manifestar el pecado en toda su fealdad con el fin de ofrecer la limpieza y el perdón por medio de la Obra de la Cruz. Cada uno sería juzgado según los principios que ya hemos meditado, pero, en cuanto la historia de la raza, Dios no había intervenido directamente. Hallamos algo análogo en Gal. 4:3-5 donde se trata de la esclavitud de los hombres, sea bajo la Ley, sea bajo los «rudimentos del mundo», hasta la hora de la liberación por medio de Cristo: «Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo; mas cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos». En este pasaje también se habla de tristes siglos de silencio hasta llegar el momento determinado en que Dios interviniera por medio del Hombre de su elección, nacido de mujer, que era también el Hijo eterno; pero, tratándose de enseñanzas dentro del círculo cristiano, se subrayó el hecho de la redención y no la crisis del juicio.

Las reacciones de los sabios, Hech. 17:32-34

Sin duda, en estos versículos, Lucas insinúa que el Evangelio no fue comprendido por los sabios de Atenas que formaban la «aristocracia intelectual» del mundo grecorromano, pero no vemos la repulsa fulminante que algunos han deducido de este mensaje. Algunos se burlan de oír hablar de la resurrección de entre los muertos, pero también algunos creyeron, y podemos pensar que la reacción de la mayoría se presenta por los «otros» que decían: «Te oiremos acerca de esto otra vez». Habían quedado impresionados por el extraño y elocuente discurso, comprendiendo que Pablo distaba mucho de ser un mero «palabrero», y tenían bastante interés para querer oír más de sus doctrinas en otra sesión del Areópago. Aparentemente el apóstol no quiso aprovecharse de esta invitación, pero sin duda el hecho de darla indica que muchos percibían algo importante y excepcional en lo que Pablo había expuesto; entraban en ello sin embargo, tantos factores ajenos a su manera de pensar, y que entrañaban quizá hondos peligros para las costumbres de la patria de las cuales eran los guardianes oficiales, que pocos se atrevían a seguir la pista luminosa que vagamente vislumbraban, cumpliéndose lo que más tarde Pablo había de escribir a los corintios en cuanto a la vocación cristiana. «No sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles» (1 Cor. 1:26).

La fe de los pocos, Hech. 17:34

Pero algunos «sabios» hay y Dionisio, aeropagita de Atenas, era uno de ellos, ya que sólo entra en el Consejo hombres de reconocida posición y destacados méritos frente a la sociedad. Los otros que se adhirieron a Pablo pertenecían probablemente a los mismos círculos cultos, sin que se diga que fueron miembros del Aerópago. Extraña la mención del nombre de una mujer, Damaris, ya que las mujeres atenienses no solían presentarse en lugares públicos, y se ha pensado que podría pertenecer a la clase de «heteras», mujeres cortesanas, que a veces eran cultísimas y ejercían gran influencia en los círculos sociales y políticos de Atenas.

El Templo verdadero

Nada se dice de la formación de una iglesia en Atenas, pero, habiendo un grupo de convertidos, la «iglesia», según la sencillez de aquellos tiempos, ya existía, pues el número era lo de menos, y lo importante era la declaración del Señor: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mat. 18:20). Entre los innumerables santuarios paganos, dedicados a «divinidades» que sólo existían en la imaginación de las gentes, se levantó un «Templo santo» para Dios donde se comprendía perfectamente cuánto Pablo se había esforzado por presentar a los areopagitas. Dios, ciertamente, no moraba en templos hechos de mano, ni era servido de alimento material; pero con agrado manifestaba su presencia en el templo de la iglesia local, llenándola de gloria, y aceptando el «fruto de los labios» de los santos que glorificaban su nombre (1 Cor. 3:16; Heb. 13:15, 16).

Pensamiento Cristiano. Diciembre, 1959. págs. 322-332

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