Predica la Palabra

Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. (2 Tim. 4:2)

Predicar es la gran misión del obrero de Cristo. Ninguna otra le da más honor y dignidad. Ciertamente tiene y debe desempeñar otras, que también son importantes como auxiliares, tales como visitar, exhortar, enseñar, dar ayuda, consuelo y consejo, a veces reprender con la autoridad del evangelio, escribir, etc.; pero en ninguna mejor que en la de predicar se da a conocer como embajador de Cristo.

Una gran parte de la misión de Cristo fue predicar; la principal misión de los apóstoles fue predicar, y el último encargo del Maestro a los suyos fue: «id por todo el mundo y predicad».

Pablo, el gran predicador del siglo apostólico, escribiendo su última carta desde su prisión en Roma, hace este solemne encargo al joven Timoteo: «requiérote, pues, yo delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra». No hay encargo más solemne que este, en que se ponga a Dios y al Señor Jesucristo por testigos. Para Pablo mismo fue un honor incomparable ser predicador del Evangelio. Varias veces en sus escritos repitió con íntima satisfacción, «soy constituido predicador». No tenía empeño en darse a conocer como teólogo, como escritor o como Rabí, pero sí en que el mundo lo conociera como un predicador del Evangelio.

Predicar es honor concedido a los hombres solamente; ni aun los ángeles participan de él. Siendo, pues, la predicación una misión tan honorífica, a la vez que delicada, conviene ver como cumplir con ella.

Nótese, en primer lugar, que no todos los cristianos han de predicar, ni es necesario que lo hagan. Deben hacerlo solamente los que han sido llamados a esta misión. Dios da a los suyos diferentes dones para que le sirvan, y el que no ha recibido el de la predicación, no debe introducirse en un departamento en el que probablemente servirá más de estorbo que de ayuda. Por otra parte, es peligroso tratar de desempeñar una misión para la que no se ha recibido llamamiento. Desde el tiempo antiguo dijo el Señor: «el profeta que presumiera hablar palabra en mi nombre, que yo no le haya mandado hablar… el tal profeta morirá».

Cometen la mayor equivocación de su vida los que, no pudiendo hacer otra cosa, se meten a predicar. Fuera de que los que son inútiles para otra cosa, lo serán también para predicar, hay que considerar que indefectiblemente fracasarán tarde o temprano, los que sin ser llamado por el Señor, asumen el trabajo y la responsabilidad del predicador. Cristianos que podrían ser muy útiles en otra esfera de acción, dejan de serlo y hasta estorban, cuando intentan meterse un trabajo para el que no tienen ni han recibido vocación.

En seguida, los que predican deben prepararse debidamente para el desempeño fiel de su misión. No es fácil predicar; el que intenta hacerlo con éxito, tiene que estudiar, orar y meditar, haciendo así una preparación especial. Es en un engaño de la peor clase, citar a una congregación más o menos numerosa, y luego subirse al púlpito, sin preparación alguna, para dirigir una perorata sin orden ni ilación. Y así lo hacen muchos predicadores indolentes y perezosos. Pero los que tienen conciencia de su misión y su responsabilidad, los que realmente han sido «constituido predicadores», traerán siempre al pueblo un mensaje lleno de vida e inspiración, producto de una preparación cuidadosa por el estudio y la oración. Mejor mil veces no predicar, que tener que hacerlo sin previa preparación.

También, debe predicar con poder. Nada puede sustituir este poder; ni la elocuencia vana, ni los conocimientos puramente humanos, aunque esto son muy útiles como auxiliares; pero en el púlpito se requiere el poder a que el Señor se refirió cuando dijo a los suyos: «no salgáis de Jerusalén, hasta que seáis investidos de lo alto del poder». La mayor parte de las congregaciones prefieren oír una predicación sencilla, pero ungida con el poder del Espíritu, que una de las que el vulgo llama elocuentes, y que no tiene más que palabras altisonantes más o menos escogidas.

Debe predicar al corazón. Hay peligro de que los predicadores se dirijan más bien a la cabeza que al corazón, esto es que tiendan más a herir los sentidos que los afectos, la inteligencia que el corazón. Cromwell encargaba a sus soldados, «apuntad más abajo». Semejante encargo necesita a veces el predicador: «apuntado más abajo, no a la cabeza, sino al corazón».

Debe predicarse con claridad. El mensaje debe ser entendido por todos, y mientras más sencillo y claro, mejor. En toda congregación hay oyentes de escasos conocimientos que han ido allí para oír algo que puedan entender. ¡Ay del que defraude las esperanzas de estas almas sencillas! Por otra parte, el sonido de la bocina no debe ser incierto y confuso, sino distinto y claro, de modo que todos puedan apercibirse a la batalla.

Debe, por último, predicarse el Evangelio. Esto es lo último, pero no lo menos importante. «Qué prediques la palabra», fue el encargo de Pablo, y nadie puede predicar la palabra sin predicar el Evangelio y por lo tanto sin predicar a Cristo. El tema, el centro, el corazón de la Palabra de Dios es Cristo. Por eso el mismo Pablo escribía a los Corintios: «había determinado no saber cosa alguna entre vosotros, si no a Jesucristo, y a este crucificado».

Concluimos con este hermoso pensamiento de Storrs: «cuando vayáis al púlpito tened presente las consecuencias inmensas que resultarán de la presentación completa y fiel de la verdad».

A.T.
El Bautista, 1910

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