Aprendiendo a orar

«Y aconteció que estando él orando en cierto lugar, como acabó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.» Lucas 11:l

Es preciso que los que no saben orar se dediquen a aprender. Juan enseñó a sus discípulos a orar. Y el Señor enseñó a los suyos. Y es menester que cada ministro sea apto para instruir y que se esfuerce de un modo especial en enseñar a los creyentes sobre el mejor modo de orar.

La oración ha sido siempre la parte suprema en la vida particular de los cristianos, y obra milagros. Abraham ora, y halla mujer para su hijo. Josué Ora, y el pecado de Acán es descubierto. Ana ora, pidiendo un hijo, y Samuel es la respuesta, Daniel ora, y los leones se le rinden como mansas ovejas. Elías ora, y se acaba la sequía de tres años y seis meses. La Iglesia ora, y el Espíritu Santo desciende en el glorioso Pentecostés. Y torna a orar, y Pedro es librado de la cárcel. Ezequías ora, y su vida es prolongada por quince años. Y el profeta le dice: Tus oraciones y tus lágrimas han subido hasta la presencia de Dios”. No sólo tus oraciones han llegado hasta El, sino también tus lágrimas. Cornelio ora, y un ángel le aparece y le dice: “Tus oraciones y tus limosnas han subido delante de la presencia de Dios”. No sólo tus Oraciones, sino también tus limosnas.

La oración acompañada de lágrimas es la oración ferviente; y acompañada de limosnas es una oración práctica. Se puede orar con la boca y también se puede orar con las manos; pero en ambos casos lo que mueve las manos y la boca es el corazón. Pero las limosnas, y todas las buenas obras, sin fe y sin amor, son muertas; lo mismo que las palabras sin corazón son muertas también. En la oración es mejor un corazón sin palabras, que muchas palabras sin corazón.

Los Elementos…

de la verdadera oración son diez. Adoración, confesión, petición, restitución, intercesión, pasión, sumisión, repetición, acción de gracias, y recomendación. La adoración se refiere al modo de aproximarnos a Dios. Es un acto de alabanza, que a decir verdad, los creyentes lo descuidan a menudo. Algunos se ocupan con frecuencia en orar, pero se olvidan de alabar a Dios. Y las alabanzas deben mezclarse con nuestras oraciones como las mezcló David en sus Salmos que no son otra cosa que un conjunto admirable de alabanzas y oraciones. La oración cesará un día, pero la alabanza es el empleo eterno de los seres que están en el cielo. Con razón se ha dicho que los que alaban a Dios están más cerca de El que los que oran.

Y significa también el cuidado y suma reverencia con que deberemos aproximarnos a Dios. Él está en el cielo y nosotros en la tierra. Por tanto nuestra actitud, al orar, debe ser respetuosa, dando de mano a la familiaridad, no siendo vulgares ni descomedidos, ni confiando neciamente en que “por nuestra palabrería” seremos escuchados mejor por el Altísimo. Sírvanos de enseñanza el ejemplo de los mismos ángeles que se cubren con las alas cuando adoran a Dios y claman, “Santo, Santo, Santo!”

La confesión es la declaración de nuestras culpas. Debemos hacer una confesión clara y definida. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. “Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad”. No se trata del sacerdote sino de Dios. Los sacerdotes no tienen el carácter de Dios, no son fieles ni justos, y cuando Judas vendió a Cristo y fue después a los sacerdotes y les confesó y les dijo: “He pecado derramando la sangre inocente”, ellos sólo respondieron, “Y a nosotros ¿qué nos importa? Allá tú”.

En Dios sí hallamos perdón porque Jesús es la propiciación por nuestros pecados. Y su promesa es esta: “El que encubre sus pecados no prosperará; más el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia”. Fíjate, pues, tú que lees, que la confesión franca a oídos de Dios es medicina para el alma, y el Señor no se contenta con la fe que abrigas en tu pecho, sino quiere que confieses y denuncies tus pecados y que te apartes de ellos.

La petición consiste en pedir. El que hace oración y no pide algo, pierde el tiempo. Dios es el dador de toda buena dádiva y de todo don perfecto. Y así está escrito: “Pedid y recibiréis”. “Todo lo que pidiereis, a mi Padre, en mi nombre, creyendo, lo recibiréis”. Yo he oído a muchas personas que oran sin pedir nada o pidiendo sin sentir verdadero interés en lo que dicen, y por tanto, sin ganas de recibir lo que están pidiendo. Esto es ofensivo y necio. Si hemos de pedir como conviene es preciso presentar a Dios nuestros deseos y necesidades más urgentes. El que pide recibe. La mujer gentílica pidió ser socorrida, y el Señor le dio una respuesta maravillosa. El publicano pidió misericordia, y descendió a su casa justificado. El ladrón en la cruz pidió poco y recibió mucho.

Por la restitución debe entenderse que el espíritu del que ora debe estar dispuesto a reparar todo lo malo que haya hecho y que esté en su mano restituir y restablecer a su propio estado; y que lo haga. Si yo tengo en mi bolsillo tres pesos que no son míos, y no pienso devolverlos ni pagarlos a su dueño, mi oración es vana. La oración verdadera nos aparta del pecado, o de lo contrario, el pecado nos aparta de la oración. Dios no oye a los que pecan voluntariamente; pero sí oye al pecador arrepentido. Si vivimos en pecado y en ira, nuestras oraciones serán estorbadas. La restitución es el acto que descarga nuestra mente de un peso que nos domina y preocupa, y que alivia nuestro corazón de este estado morboso que no deja libre la comunicación entre nosotros y nuestro Padre Celestial. Moody refiere la historia de una mujer que se quejaba de no poder orar porque al cerrar los ojos en vez de mirar a Dios y de sentirse cercana a su presencia, aparecían en la imaginación de ella cinco botellas de vino. Se había robado esas botellas de la casa de una enferma y no pudo sentirse a gusto, ni libre para orar, sino hasta que hubo devuelto lo que había hurtado de la enferma. El mejor ejemplo bíblico de la restitución lo hallamos en Zaqueo que al momento de su conversión dijo a Jesús: “La mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno se lo vuelvo con los cuatro tantos”.

La intercesión es la que nos enseña a no ser egoístas, y a rogar a Dios por los demás hombres, “por los reyes, y por todos los que están en autoridad, que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”. Debemos pedir a Dios por los enfermos, y visitarlos y ayudarlos. Pedir por los hambrientos y necesitados, y darles de nuestro pan. Pedir por los huérfanos y las viudas, y socorrerlos. Pedir por el desnudo, y vestirlo. Pedir por los desamparados y destituidos, y partir con ellos de lo que tenemos. Se refiere que en cierta reunión familiar el padre hizo oración y pedía a Dios que fuese compasivo hacia los pobres y que les ayudara en sus necesidades y penurias. Al terminar de orar, un hijito suyo, de seis años, le dijo: “Padre, yo quisiera ser dueño de todo el maíz que tenemos guardado en el granero”. “Y ¿para qué?” repuso el padre. “Pues, replicóle el niño. para comenzar a contestar tus oraciones”.

El cristiano verdadero no es mezquino ni egoísta; sino generoso, y listo para ayudar a sus hermanos que padecen necesidad. Los avaros han sido comparados con el cerdo, porque el cerdo no produce ninguna utilidad sino hasta que está muerto. El perro cuida la casa, pero el cerdo no cuida nada; la vaca da leche, el caballo presta servicio, las ovejas dan su lana; pero el cerdo, estando vivo, no da sino asco y molestia, y su producto sólo se saca después que ha muerto. Y así el avaro que no vive para sí ni para los demás, y mientras que no muere sólo inspira compasión y repugnancia, y hasta que muere hace algo bueno y deja su dinero que tanto amó y del que no pudo él mismo disfrutar, para que lo disfruten aquellos que no le amaban, pero sí amaban a lo que el guardaba con tanta codicia y sólo estaban en acecho de su muerte para gozarlo.

Pero el cristiano debe ser útil en la vida. Y en la oración no debe, como tampoco en sus afanes, pedir sólo para sí, ni esforzarse para sí solo, sino abarcar a todos los hombres, incluirlos en sus peticiones, rogar por todos para que sean salvos, y sembrar su vida en el surco de la necesidad humana.

La pasión indica que nuestras oraciones deben ser inspiradas y sostenidas por el ardor y el fuego de la fe. Las oraciones no necesitan ser largas, pero si necesitan ser fervientes. Hoy día hallamos como en el tiempo de Cristo muchos hombres que creen “que por su parlería serán oídos”. Algunas oraciones degeneran en tanta palabrería que vienen a convertirse en sermón, la única diferencia entre la predicación y estas oraciones interminables es que en aquella el ministro tiene los ojos abiertos, y en éstas, el que ora, los mantiene cerrados. Dice Spurgeon que un hombre acostumbraba hacer oraciones larguísimas, incurría en muchas repeticiones viciosas, y en ciertas ocasiones citaba pasajes bíblicos exagerándolos imprudentemente como hizo con las palabras de Abraham “soy polvo y ceniza” y así nuestro hombre, en su oración se llamaba también polvo a sí mismo, y pidiendo por sus hijos y por sus nietos, concluía de esta manera: “Oh Señor, yo soy polvo, salva a tu polvo, y al polvo de tu polvo, y al polvo de tu polvo de tu polvo”. En esto no hay fervor si no fastidio. Una ensarta desatinada de palabras no es oración sino falta de respeto a la majestad y a la gracia de Dios.

Se ha dicho que una oración puede servir para indicar la distancia a que nos hallamos de Dios, según si la oración sea corta o si sea larga. El que ora largo y tendido nos hace pensar en un hombre que hace grandes esfuerzos para ser oído porque siente que se halla muy lejos de Dios y de su trono de misericordia. Pero el que hace oraciones breves nos revela que está muy cerca del Señor, que se comunica con El seguido, y que habla poco porque hace poco ha hablado con El y muy pronto le volverá a hablar en la oración. Se puede aceptar como regla que los que oran mucho en su casa, oran poco en la iglesia; pero los que no hacen oración privada, van al culto y allí se desquitan, con perjuicio del buen espíritu de los demás, derramando por junto todas las oraciones que no han pagado durante la semana.

La fuerza de toda la oración radica en este punto, es a saber, en la fe. La fe es la potencia que vence al mundo. Es el puente por el cual pasamos a la presencia de Dios mismo y por ella nos es dado descubrir, como por un telescopio, los bellísimos horizontes de la gloria, en donde se recrean nuestras almas. Y la fe es el apoyo de nuestras oraciones por ella destruye la noción de la distancia entre nosotros y Dios, y Jesús dijo: “Todo lo que pidiereis, creyendo, lo recibiréis”.

El que ora sin fervor se ve asediado por mil pensamientos que le divagan y entorpecen, lo mismo que la miel fría es acometida por las moscas. Pero cuando la miel hierve, las moscas se retiran. Y si oramos con fervor estaremos libres de pensamientos y de obstáculos que se atraviesan para estorbar el vuelo y el poder de las plegarias que presentamos a nuestro Dios.

La sumisión es el acto por el cual manifestamos nuestro rendimiento sin condición a la voluntad de Dios. Esto lo enseñó Jesús por palabra en el “Padre Nuestro” diciendo: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Y también lo enseñó por ejemplo vivo, cuando oró en el huerto y dijo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

La sumisión es una bella señal de los hijos de Dios. Los que creen en El saben resignarse y saben luchar pacientemente sobrellevando las pruebas, las enfermedades, y las penalidades de la vida. Pablo pidió que le fuera quitada “la espina en la carne” que le hacía sufrir de un modo indecible: pero le fue contestado: “Bástate mi gracia”. Y Pablo fue sumiso y así nos enseña que todos los hijos de Dios deben serlo. Y Santiago nos advierte: “Someteos a Dios, y resistid al diablo y huirá de vosotros”. Me parece que fue Mateo Henry el que hallándose sano y vigoroso se vio acometido por fuertes dolores y cayó agonizante en el piso de su estudio en donde estaba ocupado en la preparación de sus sermones. Cuando sus familiares corrieron en su auxilio y se alarmaron de verle en tal estado de gravedad, él les dijo estas que fueron sus últimas palabras: “No os mortifiquéis, ni os llenéis de congoja, Dios lo ha hecho y está bien; El no hace errores. Dios nunca se equivoca”.

Por la repetición entendemos que la oración debe ser insistente. El Señor Jesús hizo en Getsemaní la misma oración por tres veces consecutivas. Necesitamos rogar y ser importunos como aquella viuda de la parábola que iba cada día a hacer la misma súplica al juez injusto. Hasta que él, harto de oírla, le hizo justicia. Y así nos dijo el Señor, que deberemos orar siempre y no desfallecer. La repetición de las oraciones forma en derredor de nosotros un ambiente celestial. Vivimos, por decirlo así, en una comunión íntima con Dios, y llenos de quietud habitamos en el secreto del Altísimo y en la sombra del Omnipotente.

Habéis oído quizás la historia de aquella muchacha que decía: “Yo oro sin cesar”. Y ella decía verdad. Aunque muchas veces oraba sin palabras, pero su oración era continua, y sus pensamientos se elevaban a Dios sin cesar. En la mañana al despertarse y ver la luz del nuevo día hacía su primera oración. Al vestirse continuaba diciendo en su alma a Dios “Vísteme de santidad y de tu justicia”. Al barrer, seguía diciendo: “Señor, barre mis pecados”. Al sentarse a la mesa: “Señor, dame el alimento espiritual”. Y así cada cosa de las muchas que ocupan las actividades de la vida de una sirvienta era un nuevo motivo para pedir a Dios bendiciones y ayuda constantemente.

Acción de gracias es una salutación de gratitud, y al par que la adoración, debe considerarse como la introducción de nuestras oraciones. Jesús mismo al comenzar a orar decía: “Gracias te doy Padre, Señor del cielo y de la tierra”. Es la llamada a presentarnos delante de nuestro Rey y Padre. En la curación milagrosa de los diez leprosos, referida por Lucas, vemos que los diez oraron pidiendo ser sanados, los diez creyeron a Jesús, y los diez obedecieron, pero sólo uno tuvo gratitud. Y éste se volvió a donde el Señor estaba y le adoró y le alabó a gran voz. Entonces conviene notar que es posible creer, orar y obedecer, y no obstante, ser hijo ingrato. Y los cristianos deben esforzarse en manifestar a Dios su gratitud sincera. En todos los corazones nobles y puros la gratitud tiene el ardor de una verdadera pasión. Los animales brutos han dejado la ingratitud a los hombres. El perro lame la mano de su amo. “El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su Señor: Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento”.

La gratitud es el fundamento y lazo de nuestros sentimientos religiosos. El hombre ingrato nunca es sincero, y su religión es dudosa. De esos leprosos nueve tenían la forma pero no la esencia de la religión y solo uno fue “ligado” a Cristo por la gratitud. Os acordaréis acaso de aquel rico hacendado que se acercó a la cabaña de un humilde labriego, y ya iba entrar cuando notó que estaban haciendo oración y se detuvo. Tenían una miserable casa, una escasa mesa y pobres vestidos. Pero el hombre decía en su oración: “Gracias por esto. Porque tenemos mucho bien y poco mal y encima de todo a Jesús mismo, y a ti nuestro Padre!” ¡El rico se avergonzó y brilló en su corazón la primera idea de lo que es realmente la religión que nos une a Dios mismo!

La recomendación es presentar nuestras oraciones en el nombre de Cristo. Ese nombre precioso y valiosísimo es la mejor y más positiva garantía de todas nuestras peticiones y la única seguridad de nuestra esperanza. Una oración que no termina “en el nombre de Cristo” es incompleta, es un cheque sin firma, una carta sin sello, una torre sin cimiento; y acusa arrogancia y presunción, porque ¿qué somos ni quiénes somos para hablar con Dios y para pedirle dones sin escudarnos en Jesús? ¿y cómo podremos valernos sin su intercesión y sin su gracia? ¿Y cómo podremos ser oídos sin fiarnos de sus méritos y de su mismo consejo, cuando de plano nos ha declarado: “Todo lo que pidiereis a mi Padre en mi nombre, él os lo concederá?”

En resumen, si me preguntáis cuál de estas diez partes son las más esenciales os diré que hay tres. La acción de gracias, la petición, y la recomendación. Y de estas tres la petición es por sí sola una oración completa. Porque ésta las incluye a todas tácitamente. El pedir es orar, y el orar es pedir. En la oración hablamos a Dios. Al leer la Biblia Dios habla con nosotros. La oración tiene alas. Las puertas de la misericordia están abiertas siempre: temprano en la mañana, en el día, en el calor del día, en la noche y en el peso de la noche. No se necesita un altar especial para orar, ni el soberbio templo de Salomón, ni las cámaras de cedro de David, ni los coros ni las galerías de las catedrales modernas; sino en todas partes, en el grandioso templo del universo allí está Dios y él os oye en todas partes. Si hubiera una inscripción en todos los lugares en donde los hombres han orado, hallaríamos estas palabras: Jehová Shamma. “Dios ha estado aquí”. En muchas cuevas, en el mar, en el desierto, en los bosques, en las aldeas, en los jardines, en los campos, en los ríos y en cada ángulo y rincón del mundo. Entre pescadores. Debajo de la higuera. Pedro en el techo de la casa. Daniel en la cueva. Jonás en la ballena. Pablo en el camino. Los apóstoles en la prisión. Los enfermos en los hospitales. Los soldados al morir en el campo de batalla.

Orar no es rezar ni rezar es orar. Un fonógrafo y una cotorra pueden rezar porque rezar es repetir palabras de memoria. Pero la oración es del corazón y no depende de los labios.

La oración que da la calma,
la que oye Dios con ternura,
no es la que el labio murmura,
es la que sale del alma.

La oración nos acerca a Dios. Y fijate, querido lector, la oración es una de las señales más claras de la conversión. Cuando Ananías tuvo recelo de acercarse a Saulo a quien tenía por un furioso perseguidor de los cristianos, como en efecto lo había sido, las palabras de Dios para indicar el nuevo estado del corazón de Saulo, son estas: “He aquí él ora”. Que es lo mismo que decir: Ya es otro hombre, ya está rendido a la influencia del evangelio, se ha rendido a Jesús”. Los hombres que oran adquieren una sencillez sublime, un gozo que no es del mundo, una vida rica y luminosa, y una paz inalterable y desconocida para los que no practican la oración. Moody fue a consolar a un enfermo viejo y pobre. Pero en vez de llevarle una bendición él la trajo del enfermo. Este era un hombre de oración. Al volver de la visita Moody se expresó así: Creo que cuando los ángeles pasan por este pueblo, se detienen en la casa de ese hijo de Dios para refrescarse”.

El cristiano que descuida la oración avanza por el camino de la ruina, desagrada a Dios, se debilita en lo espiritual y su fin no puede ser otro que una espantosa tragedia.

Aprende a orar y cultiva esta saludable costumbre que coloca a tu alma en tal actitud que te ofrece una visión de lo invisible, y entre esa visión y la realidad de la vida y de las actividades humanas, hallarás la fuerza de Cristo, el consuelo y la asistencia del Espíritu Santo, y la simpatía de Dios el Padre.

El Faro, 1918

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